Nuestra huella


Había un medio poeta, medio gobernador, que decía que su verdadera patria era un almendro. Don Nicolás Estébanez, nos describía detalladamente Unamuno, soñó el universo, y con él soñó la patria al pie de un almendro a la entrada de la Laguna de Tenerife, como otros españoles la soñaron al pie de un roble vasco, de un pino gallego, de una encina castellana o catalana, de un avellano o algarrobo levantinos, de un olivo andaluz o de otro árbol cualquiera doméstico.

Las patrias a veces son grandes o son chicas, dependiendo del sentido que cada cual encuentre sobre su origen, su sentimentalismo o su vaguedad ideológica. La verdadera patria, ya sea un avellano, una infancia o un carácter cultural, no explora los límites de sus fronteras, sino que se hace pequeña, ombliguera, ridícula.

Luego están las patrias del espíritu. Esas son más volátiles y complejas. Cuando creíamos que el verdadero y más grande de los dioses era Zeus, resulta que este solo era minúsculo en comparación con su padre Cronos, y este a su vez, una mota en comparación con su otro padre, el abuelo de Zeus, llamado Urano. Y a su vez, si tiramos del hilo dorado de Ariadna (no del rojo, por favor), llegaríamos a otros dioses, a otros mundos, a otras galaxias lejanas, concluyendo que, por más grandes que sean los cielos, nuestro espíritu carece de grandeza suficiente para abarcarlos, y que requiere, al fin de cuentas, de un pequeño avellano al que mirarse para concluir eso tan amanido de que, en verdad, no somos “naide”.

Por eso se crearon los semidioses, aquellos engendrados por los originales elohim, tan enamorados ellos de las hijas de los hombres. Solo para aprender a amar al almendro. Pero si tiramos más arriba, ahí está Gea como reina de todos los dioses, y luego su padre, Caos, engendrador de todos los mundos y luego… otra vez nosotros, a solas con las sombras de nuestros árboles-totémicos. Y es en esa soledad cuando advertimos que no somos dioses, que somos mortales, y por lo tanto, pronto entraremos en el mundo del olvido.

Esa sola idea, cuando la piensas, crea urgencia. Urgencia para ordenar la vida, las relaciones, el mundo próximo. Urgencia para regar nuestro pequeño árbol y, de paso, ayudar a otros a regar el suyo para crear ese gran bosque, ese gran simorg que somos. Antes de que lleguemos al olvido, algo debemos hacer, aunque sea poco, para con nosotros, para con los otros, para con el mundo. Actos de buena voluntad, pero sobre todo, actos que creen belleza, ternura, amor. No importa de qué manera podamos o no pasar a la memoria colectiva, antes de que pasemos al olvido colectivo. Sea como sea, que nuestra huella, grande o pequeña, ayude al mundo.

Siempre hay algo que brilla en nosotros


Desde cualquier sombra, nos deleitamos con el conocimiento, el saber, con la luz que aporta esa parte frágil llamada intelecto, que suma haberes para que el alma se exprese y, de alguna manera, pueda expandir su propia consciencia y saber. A veces, en sueños, aparece esa división entre lo profundo-sagrado y lo profano, algo así como ese hermoso picacho del Almanzor, en Gredos, esa vértebra cervical del espinazo —rosario, dice el pueblo— de las dos Castillas, la leonesa y la manchega, la del Cid y la de Don Quijote, que tan bien describió alguna vez Unamuno. Me tranquiliza saber que, en una de sus dos vertientes, a la sombra del picacho, renace un nuevo laurel deseoso de engendrar luz y amor a raudales.

Como estamos a final de año, toca mirarnos al espejo. No para contar las canas, que haberlas haylas, sino para derrochar mirada en los acontecimientos, hacer balance y sembrar promesas de mejora para el nuevo año. La complejidad de cualquier sombra requiere luz, y ese es el significado profundo del nacimiento en la cueva, del solsticio de invierno y de todos los mitos que han intentado descubrir en la revolución de los astros explicaciones más o menos profundas. Del Belén al Calvario solo hay un paso iniciático, de consciencia, de plenitud.

En todo caso, el tiempo requiere esa mirada introspectiva y justiciera, para saber, a fin de cuentas, si hemos sido capaces de crear belleza, amor y concordia a nuestro alrededor, o nos hemos dejado llevar, a veces en exceso, por esa ira innata en nosotros. La vida tiene su propia eucología, ese estudio de la oración silenciosa y discreta en la que muchos se ven envueltos en sus horas secretas. No solo a la sombra del picacho del Almanzor, y hasta no hace mucho en las sombras de aquella pequeña ermita perdida en el septentrión. Cada ser tiene su propia oración, su propia manera de mirar a lo íntimo, a lo sagrado, a lo secreto, con tal de perfeccionar la vida en su cumbre nevada.

Pulir la piedra bruta que somos no es tarea fácil. En el fondo, no es que vivamos en la sombra, sino que nosotros mismos somos sombra, al menos esa parte que llamamos personalidad y que muchos creen como cosa única. Esa sombra muere y aún no sabemos si la luz proyectada desde lo más alto de nosotros permanece, perdura perenne, sempiterna. La liturgia de ese logos que somos es como un acto sagrado donde nos movemos, crecemos y tenemos nuestro ser. El arte sacro nos aproxima a la esperanza, al consumado esplendor que sentimos en momentos de auténtica expansión. Cuando las nieves blanquecinas asoman en las cumbres, es momento de penetrar en el misterioso bosque de nuestros recuerdos.

Hay algo dentro de nosotros que nos empuja a ser mejores. Casi no importa el éxito de nuestra empresa, siempre tan torpe y errante. Lo que verdaderamente importa es el intento. Coger el mazo jugando con su cincel, paseando sigilosamente por ese sancta sanctorum para acrecentar nuestra voluntad y discernimiento. Lo sagrado del Tabernáculo es saber dirigir nuestros pasos hacia la auténtica realización interior, esa que recogemos todas las noches en nuestro diario vespertino. No para nosotros, porque eso sería egoísta y alejado de toda santidad, sino para gozo del resto, y sobre todo, para gozo de la Vida que nos vio nacer. Por eso, desde cualquier sombra y oscuridad, siempre hay algo que brilla en nosotros. Y ese algo merece plena atención. Merece ser vivido y compartido.  Como diría aquel, la inteligencia es la capacidad de adaptarse a situaciones nuevas. Y no hay nada más nuevo y renovador que reencontrarnos con nosotros mismos a cada instante.

El pacto del arco iris: Noé, la ley noaquita y el respeto a la vida


«Todo lo que se mueve y vive, os será para mantenimiento: así como las legumbres y plantas verdes, os lo he dado todo.  Pero carne con su vida, que es su sangre, no comeréis. Porque ciertamente demandaré la sangre de vuestras vidas; de mano de todo animal la demandaré, y de mano del hombre; de mano del varón su hermano demandaré la vida del hombre». Génesis

 

A los hermanos noaquitas de la antigua y honorable fraternidad de nautas del arca real los encontré felices por el encuentro en alta mar. Allende los mares, y más allá de las tierras del septentrión, el reencuentro se hizo necesario después de navegar por la deriva tanto tiempo.

El comandante, viejo lobo de mar experto y conocido en todos los puertos, nos sentó en la triangular mesa del ágape y empezamos a charlar distendidamente sobre los diez mil asuntos profanos que siempre son noticia. El capellán, los escribas y los diáconos nos ponían al día de aquello que interesaba más allá de ultramar. Como estábamos en alta mar, el menú era a base de pescado, el cual me negué a ingerir a pesar de la insistencia de los comensales. Cuando me preguntaron el motivo por el cual no comía animales, les recordé la antigua leyenda noaquita y sus siete sagradas leyes, que fueron universales y para toda la humanidad, y las cuales inspiraban nuestros rituales y pactos secretos.

Entre los muchos relatos antiguos que intentan explicar el origen moral del mundo, pocos son tan reveladores como el del patriarca Noé. A través de él, la Biblia narra una crisis civilizatoria —el Diluvio— y un nuevo comienzo en la relación entre el ser humano, Dios y los animales. Pero bajo la superficie del mito hay algo más que una historia de supervivencia: hay un cambio de consciencia, empecé a relatar.

Cuando el relato del Diluvio se abre en el Génesis, el mundo está en ruinas morales. “Toda carne había corrompido su camino sobre la tierra.” (Génesis 6:12). El término hebreo que describe esa corrupción, ḥamas, significa violencia, crueldad, derramamiento de sangre. La humanidad, dice la tradición, se había vuelto voraz: mataba por placer, devoraba animales vivos, y la sangre —símbolo de la vida y por tanto del alma hilozoista de todas las cosas— corría sin medida. Esa degeneración no se limitaba a los seres humanos; “toda carne” implicaba también a los animales, arrastrados por el mismo torbellino de dolor. El Diluvio llega, así, no como un castigo arbitrario, sino como una purificación: la Tierra, saturada de sangre, necesita volver a ser agua, volver a su origen.

Noé aparece entonces como un punto de inflexión en la historia sagrada de la humanidad: el único justo, el hombre que escucha el murmullo de la vida y actúa en consecuencia. Construye el Arca no solo para salvar a su familia, sino para proteger a las especies, a los inocentes que el hombre había olvidado. El Arca es el primer santuario ecológico, la primera ecoaldea flotante: un refugio en el que la vida se reorganiza y en el que, por un instante, vuelve a reinar la paz entre el ser humano y el animal. Dentro de aquella nave flotante, todos los seres comen en calma, sin devorarse. Es, durante unos días, el retorno al Edén, al Olam Habá hebreo, al esperado Mundo Venidero.

Cuando las aguas retroceden y Noé pisa la tierra firme, el mundo parece limpio, pero el corazón humano sigue siendo el mismo. Dios lo sabe y le habla de nuevo, sellando un pacto que abarcará a toda la creación. “Establezco mi alianza con vosotros y con toda carne viviente que está con vosotros.” (Génesis 9:9–10). Esa expresión —toda carne— es clave: el pacto no es exclusivo del ser humano; incluye a los animales. Dios no solo salva al ser humano, sino también al resto de las criaturas, y el arco iris se convierte en el signo de ese compromiso mutuo. Cada vez que la luz cruza la lluvia, el cielo recuerda a la tierra que la vida es una sola. Todos estamos unidos por el alma de todas las cosas.

En ese contexto se pronuncian las palabras decisivas: “Pero carne con su vida, que es su sangre, no comeréis.” (Génesis 9:4). Este versículo, a menudo mal leído, no es una autorización condicionada, sino una prohibición tajante. El tono hebreo original —con la partícula aj, que introduce una oposición o corrección— expresa una advertencia: no os atreváis a comer carne que contenga la vida, porque la vida pertenece a Dios. No hay en esa frase concesión alguna, sino lamento y límite. Después del horror del Diluvio, Dios nos recuerda que la violencia no ha desaparecido, que su impulso a matar sigue acechando, y que la sangre de los seres inocentes clama desde la tierra.

Las lecturas posteriores, hechas por pueblos carnívoros y teologías justificadoras, transformaron ese aviso en un supuesto permiso: “todo lo que se mueve y vive os será para mantenimiento”. Pero ese “todo” no es una carta blanca, sino un espejo de la degradación humana. El texto muestra el contraste entre el ideal original —“He aquí que os he dado toda planta que da semilla”— y la caída posterior, donde el hombre ya no sabe vivir sin destruir. Dios no bendice ese cambio; lo constata con tristeza. El permiso aparente es el reflejo del fracaso moral del ser humano, no un mandato divino.

Las tradiciones místicas judías y cristianas tempranas lo comprendieron así. El Libro de los Jubileos y el Midrash Rabbah insisten en que antes del Diluvio la humanidad empezó a matar animales y a beber su sangre, y que esa violencia fue una de las causas de la catástrofe. La ley noaquita que prohíbe comer carne con vida no es una “regulación alimentaria”, sino un acto de memoria: un recordatorio de lo que llevó al mundo a su ruina. Dios pone un freno a la barbarie y, al mismo tiempo, confía en que el hombre recupere su compasión perdida.

Los antiguos rabinos hablaron entonces de los “Siete Mandamientos de los Hijos de Noé”, principios universales que deben regir a toda la humanidad: no idolatrar, no blasfemar, no asesinar, no robar, no cometer actos impuros, establecer justicia y, especialmente, no comer carne arrancada de un ser vivo. Este último precepto —Ever Min HaJai— es el que más directamente toca el corazón de la ética animal. Prohíbe el acto de crueldad que convierte al hombre en depredador, recordando que la sangre de cada ser pertenece al Creador. En el fondo, todo el código noaquita puede leerse como una pedagogía del respeto: un llamado a vivir en armonía con la vida misma.

Esa enseñanza reaparecerá más tarde en la Ley de Moisés, que ordena derramar la sangre del animal en la tierra “como agua” y no consumirla, porque “la sangre es la vida”. (Deuteronomio 12:23). Y volverá a resonar en los primeros cristianos, cuando los apóstoles, en el Concilio de Jerusalén, recomiendan a los pueblos gentiles abstenerse de “sangre y de lo estrangulado” (Hechos 15:20). En todas estas tradiciones, la idea central persiste: el respeto a la vida animal no es un detalle ritual, sino una exigencia espiritual.

Leída desde el presente, la figura de Noé representa la conciencia ecológica antes de la ciencia. Es el ser humano que comprende que sin respeto por la vida no hay futuro. El vegetarianismo —en su sentido más profundo— es una continuación natural de ese pacto. No es una opción dietética, sino una postura espiritual frente al mundo. Rechaza la violencia como alimento y busca restablecer el vínculo con la vida. Noé, al proteger a los animales en su arca, mostró la imagen del ser humano reconciliado con la creación; quien vive sin causar muerte innecesaria prolonga hoy ese gesto y ese pacto divino.

El arco iris que brilla tras el Diluvio no es una promesa de permiso, sino una señal de advertencia y esperanza. Sus siete colores, como los siete mandamientos noaquitas, recuerdan que la diversidad de la vida depende de un mismo equilibrio. Cuando el ser humano destruye ese pacto —cuando vuelve a llenar la tierra de sangre y dolor—, las aguas del caos amenazan con regresar. Pero cuando lo honra, cuando respeta la vida y renuncia a la crueldad, el arco iris se vuelve un puente entre la consciencia y el espíritu, entre la Tierra y el Cielo.

En definitiva, explicaba en la sobremesa, la llamada de Noé no fue a comer, sino a cuidar. Su religión —la religión del arco iris, la más universal de todas, lejos de dogmas e ideologías— no es la de los sacrificios, sino la de la compasión. En ella, el respeto por los animales no es un añadido moral que reclama su sexto mandamiento, sino el núcleo mismo de la fidelidad a Dios. Porque quien comprende que la vida no le pertenece, de alguna manera deja de destruirla, y solo entonces, cuando eso ocurra, la Tierra podrá volver a respirar en paz.

pd. Las Siete Leyes de Noé, universales para toda la humanidad:

  1. No adorar ídolos.
  2. No blasfemar.
  3. No cometer pecados de índole sexual.
  4. No robar.
  5. No asesinar.
  6. No comer la carne de un animal vivo.
  7. Establecer cortes de justicia para implementar el cumplimiento de dichas leyes.

 

In memoriam Mercè Pallarés Sarri


 

Nunca sabemos qué decir cuando alguien importante se marcha. Y para nosotros, para todos los que amamos y formamos parte de la familia de O Couso, Mercè no solo era importante, sino que era uno de nuestros referentes, nuestra guía, nuestra líder, un pilar importante que siempre estuvo ahí en lo bueno y en lo malo. Hoy nos ha dejado, tras sufrir un repentino cáncer fulminante, y todos los que nos reuníamos alrededor de aquel viejo tronco caído, nos hemos quedado huérfanos.

Tras el cierre de O Couso, nunca perdimos el contacto y siempre nos escribía emocionada y feliz desde África, donde andaba últimamente desarrollando misiones humanitarias con los refugiados que quedaban atrapados entre esos dos mundos tan dispares. Hace pocos días nos llamaba con esa calma y esa paz interior que le caracterizan informándonos de la noticia. “Mi vehículo no está bien, pero yo estoy bien, en paz, tranquila”.

La primera vez que vino a O Couso fue en los comienzos, allá por el año 2014. Nosotros llevábamos pocos meses enfrascados en la rehabilitación de aquella antigua ruina, y ella, que hacía el camino de Santiago, se enteró de la noticia de que en Samos unos por entonces jóvenes valientes y audaces habían emprendido una gran aventura comunitaria. Vino para un día, pero ya nunca se marchó.

Todas las mañanas, nos preguntaba si podía quedarse un día más. De alguna manera, se enamoró de nuestro esfuerzo, de nuestra osadía, de nuestras meditaciones en una ermita medio derruida, de nuestros cantos devocionales, de nuestra disciplina aventurera. Desde aquel primer instante, la conexión fue mutua. Todos los que la conocimos, enseguida caímos en la cuenta de que un ángel nos visitaba cada vez que venía a O Couso. Y después de aquella casual primera vez, vinieron muchas más. Cada año se atrevía a venir dos o tres veces para echar una mano, y siempre traía consigo media docena de nuevos “catalanes” deseosos de participar en aquella utopía. Ella misma creó una pequeña comunidad dentro de la comunidad, “los catalanes”, como los llamábamos cariñosamente. Y de esa manera, se creó una institución cargada de emoción, de alegría y de compartir.

Su visión y forma de ver la vida eran para nosotros un bálsamo. En las peores decisiones, ella siempre quitaba hierro y relativizaba lo más duro. “Da igual, no te preocupes”, solía decir con ese catalán tan acentuado que le caracterizaba. Mediadora incansable, siempre buscaba y encontraba lo mejor de cada ser humano. Como médica, siempre encontraba algún alivio no solo para las dolencias de la carne, sino, sobre todo, para las dolencias del alma. Todos acudían a ella buscando y encontrando misericordia. Su fe y esperanza, su humildad y caridad en el más amplio sentido, le acompañaron hasta el final.

Mercé, querida, aunque ahora inevitablemente te lloramos, siempre aparecerá una sonrisa en nuestro recuerdo, un amor infinito hacia tu persona, un poderoso deseo de que nos protejas allá donde estés, como siempre hacías, con esa tan ancha y sublime generosidad tuya. Nos dice Jordi, tu querido sobrino al que tanto amabas y al que tanto trajiste a O Couso para calmar su efervescente adolescencia a base de cantos y meditaciones, que ya nunca más iremos a “180”. Ahora seremos buenos, como tú lo eras, porque sembraste en nosotros tu ejemplo de bondad como nadie nunca lo había hecho.

Misión cumplida, querida Mercè, nos vemos en el otro lado, ese que tanto añorabas y que ahora te abraza en su infinita inmortalidad. Gracias siempre por todo lo que nos diste…

“Mira la felicidad, está aquí,
y ahora, nada que hacer, ni a dónde ir, nunca más, con prisa…”

Ananké y la Necesidad


El espíritu puro y desinteresado paga sus propias aduanas a esa atadura que mantiene al universo en su curso. Comercia con ideas y sentimientos, eleva el tono hacia los cielos sublimes y siente profundamente la Sed, la Necesidad, la Voz en las entrañas del Tiempo… Ananké, que diría Platón y los antiguos cultos, Necessitas, Necesidad de Absoluto, de espacio sagrado, de Silencio.

La fuerza inevitable del destino es, como se describe en la literatura órfica, una especie de rapsodia, una música suave que dentellea en ese espacio que conservamos entre lo sublime y lo material, entre el ávaro que se deja llevar por la mercancía y el desdichado que de tanto mirar al cielo termina tropezando en su ingenua levedad.

En el éter de los tiempos, más allá de valles y montañas, cuando la noche acalla todo ruido, la tenue luz brilla con intensidad, como una teogonía que engendra aliento y suspiro, como un danzante que desafía el destino para adueñarse de la Vida. Los hombres-globo, como los llamó aquel desdichado poeta… Ser un hombre-globo es ser otra cosa… es ser un suspiro, algo vaporoso, algo que se ensalza porque sus propias partículas buscan espacios remotos, altísimos, elevados. Los seres globo, por ser más modernos, son seres gaseosos. Ya no líquidos, como decía el filósofo polaco, ni siquiera sólidos y rudos, tan anclados a la tierra y sus quehaceres diarios, tan torpemente mancillados por el diario trajín, sin poder decidir nada más que lo que el ruido constante traiga a cada instante, ante la imposibilidad de escapar de aquello que debe ocurrir.

Es difícil describir esa Necesidad, esa Voz, esa Sed. Si me sumerjo en la noche y sus silencios, me aproximo a cierta idea de cómo se tejió todo, a base de susurro, a base de aliento, a base de unidad Viva. No hay más unidad viva que la de la convivencia, decía aquel pausado académico (para qué decir nombres, si el nombre mancilla y empaña siempre cualquier esencia y Verdad). Alguna vez fuimos personas indignas que con el tiempo contemplamos la posibilidad de convertirnos en seres virtuosos. Hominoideos, como aquellos que aparecían en las cartas persas, o como aquellos otros, los homo nocturnus, a los que tanto nos asemejamos, y no esa variedad a la que aún no hemos llegado llamada Sapiens.

La idea es buena, buscar la virtud, la luz. Y para eso antes has de notar dentro de ti, en ti, la Necesidad, la Voz, la Sed. Los pedantes hablan de simbiosis, y los que no sabemos nada, ni recordamos nada, solo se nos ocurre hablar de suspiro. Suspirar profundamente por sentir esa profunda necesidad, y acallar la sed continua con cánticos en las maitines y laudes para luego atravesar el silencio en las vísperas y completas. Así nace la antorcha viva que nos empuja a la vida eterna, a base de esperanza, de fe y de bondad. No hay otro camino ni otro despertar a esa galaxia infinita que no sea siendo hombres y mujeres buenos, sedientos y necesitados de luz, incapaces de escapar a la estructura misma de la necesidad cósmica.

Cuando los ángeles vuelan


Cuando el silencio reina en ambas columnas es porque algún tipo de tristeza se apodera de los aposentos de esa alma errante que viene y que va, y que, de alguna manera, en algún rincón o cruce de caminos, debe despedirse inevitablemente de alguien. Ya son algunos ángeles los que nos abandonaron hasta hace no mucho. Aún recuerdo los ojos profundos de mi abuelo Antonio, azules, inocentes, dulces, amables, bondadosos. La edad se los llevó, y los tiempos aquellos en los que uno, cuando era niño, solo deseaba que llegaran las calores del verano para viajar en esas interminables carreteras que todos los migrantes atravesaban ansiosos hacia sus tierras de origen. No era mi tierra, sino la de mis padres (eso lo descubrí años después cuando allí viví y me trataban como extranjero), y su emoción no era la mía, un niño en aquellos tiempos. Mi emoción era otra, y tenía que ver con aquellos paseos interminables buscando entre los palmitos, hojas perfectas para crear escobas con mi abuelo. Recuerdo su bastón, y su sombrero, y su sonrisa, y su mirada, siempre melancólica, siempre atenta, siempre luminosa.

Y luego se fue el otro Antonio, mi mentor editorial, siempre tan generoso y tan dispuesto a ayudarme. Y tanto que lo hizo, y por eso siempre lo recuerdo, con su enfermedad avanzada, pero con las botas puestas hasta el final. Me ayudó incluso tras su partida, porque en vida ya no podía ayudarme más. Me dio lo que tenía y lo que no tenía con tal de que no abandonara, en una de esas crisis necesarias, el oficio de editor. Antonio, yo quería dar clases en la universidad, le decía con pesar. Aguanta, me decía él, hay pocos editores como tú, y son necesarios. Qué pena que se fuera tan pronto, y que honda huella dejó en los que tuvimos la suerte de conocerle. Nunca olvidaré su despacho, donde quedábamos para conspirar y hablar de libros y vidas, siempre acompañados de esa especie de crema de almendras que él tomaba y yo con él.

Y al poco tiempo se fue Pepe, otro ángel, de la misma tierra que Antonio, y de la misma nación que mi abuelo. Otro que la vida se llevó así sin más, avisando con tiempo, para que pudiéramos despedirnos como Dios manda, despacio, apreciando lo bueno que nos dio, que no era más que bondad, amabilidad y un infinito ejemplo de saber estar. Pepe nos dejó huérfanos, especialmente a su mujer, y a sus hijos, entre los que me incluyo, y a sus nietos, que ya han crecido y que pronto volarán. Cuando iba a la ciudad de Malaka, dos eran las visitas obligadas, una a Antonio, y otra a su vecino Pepe. Esa era la ruta inevitable durante años. Años que se hicieron cortos, porque la vida pasa, sin más.

Y sin avisar, justo en ese verano que iba a venir desde Ginebra a Galicia para conocer mi pequeña cabaña y mi loca utopía, se marchó M. Antonia. Ese fue un dolor muy grande, tan grande que durante muchos meses la lloraba en silencio, entre bastidores y fronteras, entre lugares donde solo el espíritu habita. Nunca entendí cómo un ser tan grande, con el que compartía chocolates a escondidas en aquella añorada oficina suiza y con el que nos escapábamos a comer pizza o fondue, plato muy típico de los macizos montañosos de Jura y el norte de los Alpes, pudo marcharse sin más. Tres veces al año era insuficiente para disfrutar de su alegría innata, de su bondad contagiosa, de su entrega a una vida de total servicio y renuncia. Tantas y tantas veces conspiramos para hacer de un mundo bueno, un mundo mejor, tantas y tantas veces nos mirábamos con esa complicidad de las almas reencontradas, intentando exprimir cada segundo de vida juntos. ¡Qué misión tan grande le habrán encomendado ahora! Siempre soñaba con ocupar su puesto cuando se jubilara, porque era un lugar de entrega y servicio, pero cuando se marchó, dejó de interesarme, entendiendo que lo que verdaderamente deseaba era estar a su lado, sin más. Disfrutar de ella y de su pareja, al que tanto admiro. Le Petit Lancy ya no es lo mismo sin ella. Y tampoco ese entrañable paseo, tan emocionante y dispar, que separaba el apartamento de los voluntarios de la oficina y el trabajo.

Y justo hace ahora pocos días, con un pequeño hilito de voz, me llamó para darme la noticia. Estoy bien por dentro, el conductor está feliz como siempre, pero mi vehículo se va, está estropeado, me decía con esa dulzura suya, con ese amor tan expansivo hacia la vida eterna. Cuando la escuché esa mañana y me dijo que habláramos por la tarde, de alguna manera sabía lo que me iba a decir. Me marché al nuevo almacén, tan blanco y luminoso, mi pequeño templo, mi sagrado reino de los libros. Allí hay un pequeño sillón donde a veces juego con mi hijo, o mejor dicho, donde observo cómo mi hijo “ordena” los libros. Empieza con los que tiene más a mano: Las Odas Sagradas de Salomón, el Kybalión, El Evangelio de Tomás, … Y luego alza la mano, para ver si alcanza libros más profundos, más sabios, más inquietantes. Ese día pasé la tarde solo, con la excusa de que iba yo a ordenar libros. Esperando su llamada, en el sillón, casi llorando. Y cuando llamó y todo sonó a despedida, me quedé callado, llorando, en silencio. La tarde se oscureció y con ella el mundo entero y todos los demás días hasta hoy. Y así llevo desde ese día, en esa pena, en esa oscuridad, en ese desánimo, sin saber qué hacer, qué decir, hacia dónde mirar. Preguntándome por qué los ángeles se marchan tan pronto, y qué grandes misiones les aguardan en las Moradas Divinas, de haberlas. Porque de todos los ángeles, este roza el grado de arcángel, y fue nuestra luz en el camino utópico, nuestra guía, nuestra defensora, nuestra protectora, nuestra líder, nuestra madre y hermana y amiga y consejera. Nunca nadie ha podido tanto disfrutar de un alma tan pura, tan necesaria, un sacramento encarnado, un portento celestial que debió encarnar para enseñarnos el camino.

Se nos va, se nos va la vida, se nos van los seres queridos, los seres amados, los seres que engrandecen nuestro pecho con su ejemplo y vida, con su generosidad extrema, con su bondad exquisita. Se van las civilizaciones y lo sagrado, la luz y la lucidez, lo bueno, lo ético, lo hermoso. Palidece el mundo cada vez que un ángel se va. Y sin duda, haberlos haylos, porque yo, más humano de lo que desearía, los he visto, los he abrazado, los he admirado, los he amado. He podido tocar, con ligerísima consideración, sus amplias alas, y al hacerlo, he recobrado toda fe.

Carlos Blanco y la búsqueda de lo absoluto


Carlos Blanco ha sido, desde su infancia, una figura fascinante del panorama intelectual español. Muchos recuerdan al prodigio que, con apenas nueve años, participaba en programas de televisión deslumbrando por su erudición enciclopédica. Sin embargo, el tiempo transformó al niño prodigio en un pensador maduro, un filósofo de vocación universal que ha consagrado su vida a una pregunta esencial: ¿puede el ser humano comprender el todo?

Su nueva obra, La búsqueda del todo. Mosaico de filosofía y arte (Editorial Séneca, 2025), es quizá la culminación de esa inquietud. Se trata de un libro monumental, tanto por su extensión como por su ambición. En él confluyen la ciencia, la filosofía, la poesía y la espiritualidad en un intento de reconciliar lo fragmentario del saber humano con la unidad profunda del cosmos. No es un tratado académico, sino una sinfonía de pensamiento en la que el autor dialoga con el misterio desde todos los registros del intelecto y del alma.

Desde las primeras páginas, el autor se enfrenta con lucidez a los límites del conocimiento. Su escritura, densa y musical, recuerda por momentos a los grandes metafísicos de la tradición europea, pero también respira un aire contemporáneo, consciente del vértigo que produce la inmensidad de lo desconocido. Blanco se mueve entre la ciencia y la poesía, entre el cálculo y el asombro, buscando siempre una síntesis que no anule la diferencia, sino que la transfigure.

El índice del libro —que abarca desde “De la fe al escepticismo” hasta “El poder del amor” y “Todo en todos”— revela la amplitud de su propósito: pensar el universo y la conciencia humana como partes de una misma trama. Hay capítulos dedicados al espacio y al tiempo, a la libertad y la muerte, a la palabra, al arte, a las religiones y al Dios del futuro. Todo en él respira una vocación totalizadora, una sed de sentido que trasciende los compartimentos estancos del pensamiento moderno.

Lo que distingue a Carlos Blanco no es solo su vastísima cultura, sino la intensidad casi mística con la que vive el acto de pensar. En su prosa late una espiritualidad sin dogmas, una fe en la mente humana como fuerza creadora y transformadora. Como escribe en el prefacio: “Siento que algo mayor que yo habita en mí, pero que no hay vidas suficientes para captarlo.” Esa frase condensa la tensión que recorre todo el libro: la conciencia de los límites y, a la vez, el impulso irreprimible de superarlos.

Mosaico de filosofía y arte es, en última instancia, una meditación sobre la grandeza y la fragilidad del ser humano. Carlos Blanco nos invita a mirar más allá del desencanto de las ciencias y de las artes, a recuperar el entusiasmo por el saber, la belleza y la creación. En tiempos de dispersión, su voz suena como un llamado al asombro: la búsqueda del todo no es solo una tarea intelectual, sino el destino mismo del espíritu humano.

Ya a la venta en nuestra Editorial Séneca:

La Búsqueda del Todo

 

Sobre la ambrosía del conocimiento


Mientras corregía la traducción —del francés al español— de un texto antiguo que pronto editaremos, una edición que comenzamos hace ya algunos años en la añorada cabaña, me topé, en la página 35, con una cita en siríaco antiguo. Al intentar rastrear su origen, llegué a un libro del siglo VI editado en la también añorada ciudad alemana de Göttingen, ciudad universitaria en la que viví algún tiempo. El texto siríaco, junto con su retroversión griega de la Kephalaia Gnóstica (comentada por Mar Babai), no era sino la punta de un iceberg que me condujo a viajar por textos clásicos, a veces incomprensibles incluso para las mentes más brillantes.

La frase en cuestión que aparece (—صبرٍ ومع خط وإحسان  ; ṣabrin wa maʿa khaṭṭin wa iḥsān)— es una cita breve que resume virtudes ascéticas fundamentales en la tradición siríaca: la paciencia (ṣabr), la rectitud o disciplina (khaṭṭ puede entenderse aquí como “conducta recta”, aunque literalmente significa “línea” o “trazo”) y la bondad (iḥsān). El libro en cuestión es para eruditos que sepan apreciar no solo la parte gnóstica del texto, sino también su profundo mensaje espiritual.

El peligro de estos libros eruditos es que puedes pasarte toda una vida intentando descifrar una de sus líneas, o tres vidas si lo que intentas es entender un párrafo entero. Los avispados podrán hacerse una idea volátil y fugaz de la pretensión del autor, y los que tengan la paciencia de profundizar en su pequeña obra dividida en cuatro diálogos (no desvelaré aún el libro hasta que no salga en unas semanas), quizás observen en su mente más abstracta algún atisbo de lucidez o iluminación.

Admito que disfruto con estas obras atemporales, tan fuera de lugar en estos tiempos y que pocos editores se afanan en editar, a riesgo de quebrar económicamente mientras se sacia la sed de sabiduría en un tiempo tan oscuro.

Es evidente que el Arquitecto-Reparador debe andar disgustado ante la falta de luz, pero no debemos por ello abandonar a nuestro guardián interior y dejarlo a su deriva cósmica. La luz no es solo una metáfora, es un alimento, y la falta de luz, es pura hambruna para el alma. Cuando eso ocurre, la forma vaga despistada por las entrañas de la materia, alejada de la vida y más propensa a la arbitrariedad de las energías caprichosas de la naturaleza que a su propia e infinita voluntad. Es por eso que cuando me topo con un libro así, mi alma respira consolada, se frota las manos y peregrina a esas moradas tan ricas en alimentos luminosos.

Lo malo de alcanzar, aunque sea durante un instante mínimo, esas luminosas esferas, es que la vuelta de las mismas se hace pesada, indigesta, y el mundo oscuro aparece como algo insulso e insultante. El bostezo se llena de lágrimas y las lágrimas forman un río que desemboca en el océano de la pena y la amargura. Eso puede durar días o semanas o meses hasta que, de repente, vuelves a abrir un libro perdido, lleno de propósitos de conocimiento y condenado, con toda seguridad, al fracaso editorial seguro, pero capaz de llenarte los pulmones de sabor y ambrosía.

Sigo por ello recolectando néctar, cueste lo que cueste, aunque sea en tardes de otoño perdidas en paseos que quiebran la estrechez del momento. Sigo soñando con ese demiurgo armonizador capaz de proveer lo necesario para expandir la fe y la esperanza, la luz y la verdad, la fraterna llama de la inmortalidad humana, sensata, amable, amorosa.

La fortuna de ser escritor


Hoy le escribía a un amigo algo así: “Hay una leyenda que dice que si no mueres antes de los 28 años, no te conviertes en mito. Les ha pasado a muchos actores, cantantes, y también a Jean-René-Huguenin… Su libro Diario, que alguien publicó tras su muerte, cuenta la vida de un escritor joven que quiere dedicarse a la escritura… Cuando estudiaba mi primera carrera, lo devoré, porque mi sueño en aquel entonces era ser escritor. Escribía pequeños artículos de opinión que me publicaban en diarios locales de Jaén, y me hacía mucha ilusión ir a los quioscos de la época los viernes y ver mi artículo, alguno en primera plana… Mi primer artículo se tituló La Náusea, y creo que fue por motivo de la muerte de Miguel Ángel Blanco… qué tiempos aquellos… Sigo soñando con ser escritor, por eso quiero ser rico, para delegar el rollo editorial y marcharme a una cabaña en los Alpes suizos para escribir (también me marcó mucho el libro de Hermann Hesse, El Balneario, narrado a modo de diario sobre su vida en un balneario en Suiza, de ahí también mi obsesión por escribir en alguna montaña alpina; no, no es por Heidi, lo juro… )”

Lo cierto es que escribir lo disfruto más que editar, aunque editar es también un consuelo, porque de alguna manera, estoy rodeado de libros, de escritores, de letras, de cultura, de activismo. Editar, si editas bien, tiene cierto poder, cierto glamour. Pero con el paso del tiempo, nadie recuerda a los editores, excepto algunos estudiosos u optimistas del gremio. Sin embargo, a los escritores, si escriben bien, de alguna manera permanecen como motas en la psique colectiva. Se inmortalizan, suman egregor cultural a una civilización, inspiran ideas que flotan por la atmósfera incluso siglos después de su muerte. Los padres griegos y romanos de nuestra civilización aún siguen vivos en nuestros días. Todo el mundo conoce a Platón o Aristóteles, pero nadie recuerda a Max Perkins, editor de Hemingway, o a Gaston Gallimard, editor de Proust, Camus y Sartre, tres grandes.

No deja de ser paradójico que durante diez años viví en un entorno bucólico, rodeado de montañas y bosques, en una pequeña cabaña de madera construida por mí mismo, a lo Thoreau (algunos me llamaban el Thoreau español, lo cual hacía enloquecer a mi pequeño ego), y sin embargo, aquel espacio tan aparentemente bucólico, rodeado de naturaleza y silencio, nunca me permitió escribir un solo libro. Ni siquiera me permitió leer a los clásicos que leía antaño, cuando menos tiempo disponía. Pasaban por mis manos la épica griega, la lírica antigua, el nacimiento de la tragedia o la revolución teatral, el pensamiento ético y retórico, algo de comedia latina, la poesía amorosa o sobre la naturaleza e incluso algo del saber enciclopédico, pero la construcción de una comuna, la rehabilitación de un edificio del siglo XVI, la editorial y la tesis doctoral, entre otras mil cosas, me alejaron totalmente de la escritura.

Mi única escapatoria era disfrutar del arte epistolar como si fuera Plinio el Joven, o de cierto estoicismo narrado en este blog, a modo de desahogo y práctica, para que no se oxidara el noble arte de la escritura. Un arte místico, un arte perenne, un arte que requiere de artistas tejedores de luz en tiempos de tanta oscuridad. No, no quiero esperar a escribir desde un Balneario en una lejana jubilación, pero ahora, como diría aquel, mientras la fortuna no llegue, tocan otras cosas. Y al amigo al que escribía estas primeras letras y al que le editaremos un libro próximamente, aunque no lo sepa, le llegó esa fortuna. La fortuna de ser escritor.

Movimientos editoriales


Nuestra nueva sede editorial, a falta de pequeños retoques exteriores.

Estábamos negociando una compra de derechos con la editorial americana Rowman  cuando, por el camino, nos hemos enterado de que ha sido comprada por una editorial mucho más joven, pero mucho más grande. La editorial británica Bloomsbury ha anunciado la compra del negocio de publicación académica del grupo estadounidense Rowman & Littlefield, una adquisición valorada en 83 millones de dólares. Se trata de un movimiento estratégico de gran calado que consolida a Bloomsbury como una de las principales casas editoriales del ámbito universitario a nivel mundial.  En 1997, Bloomsbury se arriesgó a publicar la saga de Harry Potter tras ser rechazada por varias editoriales. Esta decisión catapultó la fortuna de la compañía, ya que la saga se convertiría en la más vendida de la historia.

Esto nos llena de alegría e inspiración, por eso de que la unión hace la fuerza, y permite crecer a un sector siempre en entredicho por los tiempos tecnológicos en los que vivimos. Y esa inspiración nos ayuda a afrontar la próxima década con cierto optimismo, ahora que vamos a cumplir el próximo año dos décadas de existencia.

Nuestra idea es crear un catálogo más sólido, algo complejo, porque requiere de recursos y financiación. En este cambio de ciclo, lo primero que hemos hecho es conseguir un espacio mayor para dar cabida a ese futuro catálogo, y nos hemos despedido, con cierta tristeza, de decenas de libros que habían terminado su ciclo. Esta modesta inversión y el consiguiente reajuste en el catálogo antiguo nos permite ver con mayor claridad y perspectiva dónde estamos y hacia dónde queremos ir. Y diría que estamos como volviendo a nacer de nuevo, como partiendo de cero, pero ahora con cierta base más sólida. La experiencia siempre es un grado, dicen.

Imitando estas uniones, llevamos meses tratando de cerrar una operación que incluye comprar una editorial más grande que la nuestra. Es algo complejo porque se requiere de financiación, y para eso se requiere de sólidas propuestas. Aún no estamos en ese punto, pero seguimos empeñados en la tarea de disponer de un catálogo más grande y serio, así como de una expansión internacional ya consolidada.

Así que desde nuestros sellos editoriales celebramos esta operación como un signo del dinamismo del sector editorial académico. Es inspirador ver cómo sellos con una larga trayectoria se alinean para dar mayor impulso a la difusión del conocimiento y a la consolidación de bibliotecas intelectuales de referencia. En un mundo donde la edición académica sigue siendo un pilar fundamental para la transmisión rigurosa del saber, estas sinergias nos animan a seguir trabajando por una cultura del libro sólida, plural y comprometida.

Seguiremos atentos a los próximos movimientos editoriales y al modo en que esta integración enriquecerá el panorama académico global. En tiempos de transformación profunda, también en lo editorial, gestos como este nos recuerdan que el libro sigue siendo una herramienta esencial para comprender, imaginar y construir otros mundos posibles. En esas andamos, aportando nuestra estrofa.

Volver a empezar


 

Salía de las oscuras reuniones de los hijos de Tubal Caín y recibí una llamada urgente. “Tengo metástasis y me voy a morir”. Me quedé helado y no supe qué decir. Yo iba vestido como si hubiera salido de un funeral, y mientras conducía el coche de vuelta a casa, hubo un momento en que debí teletransportarme a otro lugar lejano. Me desorienté pensando en la muerte y por un momento no sabía dónde estaba. A las pocas semanas, otro viejo amigo murió, aún joven, también de metástasis.

Nos fuimos de vacaciones dos días. Las vacaciones más cortas que recuerdo, si es que en los últimos veinte años he estado realmente en ese estado de gracia que llaman “merecido descanso”. Fue por un empeño o una broma y también para desconectar un rato de casi todo. Ingenuamente, me llevé un gran libro que nunca llegué a abrir. Pensaba emular esa imagen bucólica de tumbarte en algún lugar paradisiaco y leer algo mientras contemplas lugares impresionantes.

Los hijos de Set no deberían juntarse con los hijos de Caín, por más luz que unos quieran ejercer sobre los otros. La oscuridad está ahí y tiene su función, no hay que empeñarse en intentar iluminarla. La muerte está ahí y forma parte de la vida. Los días y las noches, el frío invierno y el caluroso verano. Vivimos en un mundo dual y cíclico y debemos aceptarlo sin empeñarnos en mucho más. El fuego renueva todo aquello que quema, y el agua lo purifica.

Cuando te estás muriendo no tienes mucho margen de maniobra para volver a empezar. A lo sumo, intentar hacer el bien y dejar las cosas en orden antes de marcharte. Cuando crees tener vida te puedes reinventar de mil maneras. En eso tengo afición. Mudarme lejos de donde he vivido los últimos diez años y de repente tener un hijo con más de cincuenta es de audaces. Y la audacia a veces es temeraria, sobre todo cuando recibes esa carta amenazante que te recuerda que no tienes nada y que puedes perderlo todo, de nuevo.

En la fortaleza del que no tiene nada reside el impulso de volver a empezar sin miedo. Por eso ayer, en un arrebato de sensatez o locura, nunca se sabe, decidí hacer algo que llevaba tiempo planeando en silencio. Volver a empezar en el mundo de la edición. Cogí los tres sellos editoriales e hice una lista de todos aquellos libros que llevaban años sin venderse. Más allá del romanticismo y el cariño hacia autores y obras, hice una buena purga. Más de ciento cincuenta obras y cien autores desaparecieron de repente del catálogo. Del sello más antiguo, Séneca, solo me quedé con las últimas novedades, con la idea de montar en los próximos años un sello diferente y de mayor calidad y un catálogo más próximo a los descendientes de Set que no a los de Caín. Eso va a necesitar de mucho tiempo y trabajo, pero creo que era algo necesario. Renovar o morir.

Volver a empezar para dejar algo digno, antes de que la Parca venga a por nosotros. Volver a empezar una y otra vez, cuántas veces hagan falta, antes de que la oscuridad de una enfermedad, una depresión o un arrebato de insensatez se apodere de nuestras vidas. Volver a empezar para que el espacio que hemos construido sea más luminoso. Volver a empezar cuantas veces haga falta, una y otra vez, siempre con la fortaleza de saber que todo aquí en esta vida es provisional, estamos de paso y nada merece más la pena que dejar una buena huella. Eso pensaba ayer y eso hice. Dejar espacio para que, mientras tengamos vida, entren nuevas energías, nuevas posibilidades, nuevas oportunidades. Adiós a lo viejo, y larga vida a lo que tenga que venir, y que sea bueno.

 

Contactar con uno mismo


Al igual que la Dra. Eleanor “Ellie” Arroway en la película Contact, de adolescente participé en el programa SETI de manera amateur gracias a la iniciativa de la NASA con su proyecto SETI@home. Mi obsesión por la vida más allá de nuestro planeta me llevó a participar activamente y con entusiasmo en dicho programa, intentando escuchar las voces y sonidos que el gran telescopio de Arecibo enviaba a nuestros modestos por aquel entonces ordenadores personales. Me descargué su aplicación y durante años me pasaba horas y horas escuchando posibles sonidos venidos del espacio. El resultado fue decepcionante. Silencio. En mi ensoñación, viajé a California para ver si allí podía hacer algún doctorado en la Universidad de Berkeley y de paso participar en dicho programa. Pero el programa cerró y yo terminé el doctorado con otras utopías más terrenales.

Más allá de la vida fuera de nuestro planeta, siempre me gustó, como a muchos aficionados a mirar las estrellas de aquella época, la película de Contact. Ellie, la protagonista de la película escrita por Carl Sagan, soñaba con ir a Pensacola. Ese sueño le perseguía desde pequeña y al final, de alguna manera, consigue llegar al mismo.

La manera es extraña, como todos los sueños que terminan manifestándose. De pequeño soñé con muchas cosas, y debo decir que la mayoría, de alguna u otra forma, se hicieron realidad. Revisando la lista de sueños sin cumplir, me vino a la memoria lo de viajar a Pensacola como sueño adolescente influenciado por una película. En un cruce de cables, de esos que suceden con frecuencia con la edad, o con el exceso de información acumulado en la cabeza, llegué a confundir Pensacola con Panticosa. Lo cierto es que durante semanas pensé que sería buena idea el viajar al Pirineo y convalidar con ello el sueño de Pensacola, dado lo cada vez más complejo que resulta viajar. Así que como un mantra fuimos repitiendo el deseo durante días hasta que por fin llegamos a la soñada Panticosa.

El sueño fue salvado por las impresionantes vistas a las altas montañas, más allá de las típicas anécdotas que ocurren inevitablemente cuando improvisas un viaje de la noche a la mañana (literal). En algún momento pude entrar en cierto punto de quietud observando los grandes picos que nos rodeaban y empecé a recordar los asuntos que tienen que ver con los sueños y el poder inevitable del alineamiento con los mismos, las líneas de menor resistencia para llegar a ellos, los procesos de sustitución que los provocan, la alquimia de la transmutación inevitable y los campos donde se practica la misma: el servicio en todas sus dimensiones, la ocupación y la vocación.

Todo parece un juego extraño. El Seti de hace mil años, la película, Pensacola, Panticosa y las Altas Montañas. En el fondo todo está entrelazado, y de alguna manera sirve para recordarme que la vida es mucho más amplia que lo aparente. Un viaje inspirador puede servir para recordarnos quiénes somos. Y a lo mejor hizo falta para ello descargarme aquel programa, ver aquella película, soñar con Pensacola y viajar más tarde, fruto de la convalidación, a Panticosa. Todo fruto de un recuerdo. Todo fruto de un sueño. Contactar con uno mismo.

El arte del malabarismo


El malabarista: una fiesta de pueblo. 1873 (Der Jongleur: ein Dorffest. 1873) Fritz Beinke

La vida se antoja como un juego de malabarismo, donde uno ejerce equilibrio ante una floja cuerda que atraviesa un abismo incierto. Ese abismo, llamado incertidumbre, es vacilante y tembloroso. En verdad, nunca sabemos cuánto tiempo el funámbulo que somos permanecerá sobre la cuerda, y cuántas bolas caerán en su recorrido de un lado al otro de la misma. A veces hay situaciones extremas donde el saltimbanqui que somos ejerce presión aguda sobre sus manos. Empiezan las bolas a subir y bajar a altas velocidades y en ocasión, algunas caen. La esperanza, la salud, la economía, el amor, la alegría, incluso a veces se te cae un objeto encima de la cabeza de tu hijo y tardas un tiempo infinito en consolar su llanto.

Imagina equilibrar todas las fuerzas. A veces es imposible y caemos en la depresión, en la enfermedad, en la apatía, en la tristeza, en la duda, en la desesperanza, en la pérdida, en el olvido. Se cae la bola del amor y es difícil recuperarse. Se cae la bola de la salud y podemos perderlo todo. Se cae la bola de la economía y ahí todo resulta desesperante. Y así con tantas y tantas bolas que tenemos que manejar diariamente. Los amigos, la familia, las relaciones, las ganancias, las pérdidas.

A veces pierdes la cabeza o el ánimo o las ganas de todo. Resulta difícil mantener la cabeza en su sitio. Resulta difícil seguir creyendo en ti cuando todos dudan de ti, de tus malabares, de tus acciones. Resulta complejo esperar y no cansarnos de la espera, esperar a que todo se restablezca, esperar a que la vida compense la caída, el equilibrio. Volver a soñar sin que los sueños te dominen, seguir pensando con claridad sin que los pensamientos se vuelvan esclavos. Tratar al triunfo y la derrota como verdaderos impostores, que diría el poeta. ¿Cuántas veces hemos visto destruir aquello por lo que hemos dado la vida? No una ni dos ni tres veces. ¿Cuántas otras veces sucederá, inevitablemente, para hacernos reconectar con el hilo que verdaderamente importa?

Resistir, te dices a ti mismo. Resiste, corazón, con coraje y voluntad. Resisten los nervios y los tendones cuando todo se desmorona, cuando una tras otra caen las bolas e incluso el fino cable que nos sostiene comienza a balancearse sin remedio. Resiste y conserva tu honor, tu virtud, tu dignidad, que es lo único que puede salvarte cuando lo has perdido todo, una y otra vez.

Resiste y ama el equilibrio y el caos, porque si somos almas poderosas e indestructibles, podemos contemplar con indulgencia cada prueba de la vida. Podemos valorar los riesgos y podemos balancear cada jugada volando sobre ella. Podemos incluso prescindir de las bolas, porque, como dijo el poeta constructor Rudyard Kipling en su poema “If”, “Si puedes llenar el implacable minuto, con sesenta segundos de diligente labor, tuya es la Tierra y todo lo que hay en ella”…

«Conócelo todo, pero mantente en el anonimato».  Silencio, Secreto, Sinceridad y Servicio


Hoy leía un texto inspirador que compartían desde las tierras altas de Escocia. Trataba sobre cómo la sabiduría perenne se transmite de generación a generación secretamente, en silencio, con sinceridad y con el único ánimo de ser útiles a la humanidad.

Leía que, en las áreas de estudio de ciertas antiguas tradiciones, se aprende que, simbólicamente, el mazo es una herramienta que representa la fuerza y voluntad. Se usa inevitablemente primero sobre uno mismo para eliminar todas las obstrucciones y excrecencias que impiden que las piedras de la propia existencia encajen perfectamente en el edificio de la Gran Obra a la que pertenecemos. Pulir la piedra, quitar las aristas y trabajar en nosotros mismos como pilar de la construcción a la que nos debemos.

Luego están los tres juegos de cinceles que se emplean bajo la fuerza de ese mazo: tres para usar sobre uno mismo, tres para usar con los demás y tres de uso universal. Los tres primeros (para usar sobre uno mismo) son energía, perseverancia y resistencia («son cinceles grandes y pesados, nos duelen los brazos, nos duele la espalda, nos duele el corazón, pero no podemos hacer el trabajo sin ellos»). Los tres cinceles para nuestro trabajo con los demás son «exquisitamente finos y delicados»: tacto, simpatía y buena voluntad. El último juego, de uso universal, son el sentido del humor, el sentido de la proporción y el sentido de la belleza.

Estas enseñanzas no siempre son visibles, porque no siempre tenemos esa visión necesaria para hallarlas, escudriñarlas, entenderlas y aplicarlas. La voluntad de intentar ser mejores no es un acto egoísta ni vanidoso que nos atañe a nosotros mismos, sino que a su vez se hace extensible al grupo al que pertenecemos, y de ahí, irradia positividad al mundo.

Ser partícipes de esa sabiduría, de esa tradición transmisible, no nos hace mejores, pero sí que nos ayuda a ver el horizonte al que deberíamos deslizar nuestras vidas. Conocerlo todo es una tarea compleja. Evidenciar la necesidad de poner en práctica todo aquello que conocemos nos invita a cierto anonimato, a cierto y delicado silencio y discreción. Compartir lo epidérmico es solo un devenir. Profundizar en lo abismal solo nos permite mantenernos embelesados ante la sublime proporción y el sentido de la belleza.

Hay que actuar dentro de nuestro pequeño alcance


El campo de amapolas en Argenteuil – Claude Monet

La vida es como un latido oculto, es algo que se puede escuchar si uno presta atención. También es como un aliento que sutilmente oxigena nuestros momentos de felicidad, nuestros momentos de duda o nuestros momentos de cansancio. Es algo que está dentro y fuera de nosotros, es algo que nos anima y que nos dirige hacia una visión que, a medida que crecemos interiormente, se vuelve más consciente y responsable.

En esa visión estamos atentos a los acontecimientos sutiles de nuestro vagar diario. A los sueños, a las relaciones, a las vidas que nos rodean, no importa si son vidas con forma de madreselva o de mariposa. Tomamos consciencia de ese reguero de vida que está en todas partes y de alguna manera queremos ser partícipes de ella. Reflexionamos sobre ello, dejamos aposentar la lluvia fina que recibimos del cielo y arraigamos nuestras acciones para cocrear con la existencia en la tierra húmeda.

Uno siempre es ambicioso cuando la visión se amplía y se vuelve más sutil. Desea hacer grandes cosas, o al menos anhela poder hacerlas. Es evidente que la visión no siempre viene acompañada de la voluntad suficiente, o de la fuerza suficiente. Existe una fuerza magnética dentro de nosotros que limita nuestro marco de actuación. Es posible aumentar esa fuerza con técnicas apropiadas, pero también es posible saber dónde están nuestros límites y hasta dónde podemos llegar. Es ahí cuando la humildad nos llega como enseñanza y nos susurra eso de que hay que actuar, sí, hay que hacerlo, pero dentro de nuestro pequeño alcance.

La vida está de alguna manera interconectada. También nuestras mentes, nuestros sueños y nuestros anhelos como humanidad. Los antiguos lo llamaban la unidad psíquica de la humanidad. No es un mero espejismo, es un latir común, es un respirar común, una conspiración de seres que actúan para mejorar el mundo, aunque a veces, en sus torpezas, en sus equivocaciones y en sus erráticas ambiciones, terminen por destruirlo.

Lo importante, en todo caso, es ser capaz de visualizar ese latido, ese respirar, y actuar todos los días según nuestra fuerza, nuestra voluntad o nuestro deseo de hacer el bien. Acumular riquezas para compartirlas, acumular sabiduría para hacer más sabios a los demás, acumular amor para intensificar el amor en el mundo. Descansar, cuidarnos, alimentarnos con respeto, estar fuertes y despiertos para, a continuación, dedicar toda nuestra visión, todo nuestro alcance, toda nuestra fortaleza interior no solo a superar los retos inevitables de la vida, sino también, para proteger y avivar la llama que nos mantiene unidos.

Actuemos, hay mucho por hacer, por nosotros, por los nuestros, por la humanidad. Hay mucho sendero por delante y la vida palpita, se conmueve con cada acción hacia el bien común. Expresemos amablemente la cualidad de esa visión oculta, secreta, poderosa. Seamos inofensivamente poderosos.

A 31,4105 latitud Norte y 34,3780 longitud Este


Markon es nuestro asistente de limpieza. Aún es un robot muy limitado, pero nos facilita la vida, sobre todo, si convives con cuatro perros peludos y jardín, donde es habitual, en días de lluvia o riego, entrar a casa con los pies sucios. Sin duda, es un pequeño avance de nuestros tiempos modernos, después de que hasta no hace mucho inventamos el frigorífico, la lavadora, luego el lavavajillas, y el microondas, y algunas cosas más que aparentemente facilitaron nuestras vidas.

Otro avance importante ha sido incorporar a nuestra movilidad un coche eléctrico. Es silencioso, lo conectamos a nuestras placas solares y con eso evitamos contaminar y gastar dinero en gasolina. El ahorro mensual es muy considerable. Es todo un avance que nos permita ahorrar algo para así poder ir una vez a la semana a desayunar al Fassi, o hacer una escapada a cualquier parte, aunque sea para disimular esa necesidad de libertad aparente que a veces el ser humano necesita. Sabemos interiormente que algún día iremos a pasar unos días a Panticosa con nuestro bonito coche. Solo tenemos que ahorrar un poquito y esperar el mejor momento. El misterio de la logística es impresionante. Ayer se nos estropeó nuestro viejo exprimidor de zumo y hoy, tan solo un día después, ya nos había llegado uno nuevo. Qué hermosos los avances de nuestra era.

Otro invento poderoso ha sido el desprendernos de la cartera. Parecerá una tontería, pero para muchos ha sido una liberación. Ya no tienes que ir a los grandes almacenes a comprarte la última cartera de moda, ni pensar en eso de que te dejaste la cartera en casa o de que te la robaron. Ahora todo está en el móvil o en esos sofisticados relojes llamados ahora smartwatches. El monedero, las tarjetas, incluso el DNI o el carné de conducir. Todo es digital, así que nuestros bolsillos tienen más espacio para ser felices.

En esta era material aparentemente perfecta, existe otro tiempo y otro espacio que parece surgir de una galaxia muy, muy lejana. Yasmin duerme con lo que queda de su familia bajo la temblorosa sombra de un plástico arrugado. Intenta dormir todo lo que puede porque, al hacerlo, en la tierra árida, no gasta energía. Se despierta cuando alguna bomba cae cerca de su campamento, o cuando cae del cielo algo de comida. Hay una piedra cerca de ella que hace las veces de juguete y compañía. A veces tiene la oportunidad de beber algo de agua, y busca un lugar poco concurrido para desprenderse de sus pobres y cada vez más escasas heces. La piedra siempre ayuda.

No tiene carné, ni documentación, ni nada que se le parezca, así que no necesita una cartera o un móvil donde guardar sus cosas. Tampoco tiene dinero, no sabe cuándo fue la última vez que ese ridículo metal le fue útil en un mundo sin dinero. Sus pertenencias se reducen a unos sucios harapos y su piedra. Su movilidad es a pie cuando tiene algo de fuerzas, y solo la utiliza para huir de las bombas o los francotiradores. Su concepto de libertad ha desaparecido. No sabe siquiera si eso existe, existió o existirá algún día. No necesita asistente de limpieza porque su trozo de plástico arrugado no requiere grandes cuidados. Ante sí no hay futuro, ni esperanza. Morirá, si no por una bomba, por hambre o por la amargura del recuerdo.

A 31,4105 latitud Norte y 34,3780 longitud Este, donde antiguamente se asentaban los “bawa’ik”, vive una niña llamada Yasmin. Hasta hace muy poco, cerca de allí, se celebraban bodas de hasta una semana con “zaghareed”, danzas “dabke”, desfiles de camellos en el “qiṭār” y reuniones en la “diwan al‑shaqq”. Hasta hace muy poco iba a la escuela Ibn Zaydun con otros niños, donde soñaba con viajar al pueblo de una misionera, Inés, que nació y vivió en Panticosa hasta que decidió entregar su vida por los demás. Ahora, en ese desolado y aterrador trozo de franja, de desierto, solo hay muerte y destrucción. No hay sueños. No hay esperanza. Solo una piedra, junto a su cada vez más delgada mano izquierda, que le hace compañía. Solo una piedra.

 

Algo habrá que hacer


Admito que, a nivel profundo, la humanidad está pasando por una etapa muy oscura. Entendiendo como oscura la falta de contacto profundo con el alma, la consciencia o la ética superior, llámese como quiera. Aunque escuche su rumor lejano y sus chasquidos en las meditaciones, en las alabanzas de unos pocos y en los gestos de los menos, la humanidad sufre. Quizás porque sean chasquidos leves, atrapados en la luz diurna que va más allá de lo tangible. De ahí que la fuente de impresión que proviene de las altas esferas que alguna vez se sembraron en nosotros, sea más bien un pequeño reguero tibio, una forma de estar atentos a esta oscuridad, para que no termine invadiendo todo el espectro de la vida y acabe todo de forma catastrófica.

A nivel personal veo el panorama y siento desolación. Admito que las fuerzas de ese guerrero que alguna vez fui están menguando. Miro las guerras y los genocidios diarios y me desvanezco en esa oscuridad.  A veces quiero pensar que no me lo estoy tomando como una etapa oscura, sino más bien como una etapa de descanso, necesario para restablecer la fuerza y la energía necesarias para completar el magnetismo suficiente para seguir adelante como alma que se manifiesta en el plano tangible y que de alguna forma busca la paz, el bienestar, la salud para todos. De ahí que mi modo de actuar es más bien como un vigía, para no atravesar la delicada y delgada línea roja que nos separa del sueño profundo y de la consecuente aniquilación como servidores activos. Así que mi reconocimiento espiritual se basa básicamente en ese «estar atento» para que cuando la luz llegue, pueda atravesar todas las esferas necesarias, y así no convertirme en un autómata que ve pasar la vida sin ser un agente activo de la misma. Es tiempo de recogimiento espiritual, de descanso y de reposo necesario, cosa harto paradójica cuando ves como todo se derrumba a tu alrededor.

Aún guardo como un tesoro la recapitulación vespertina, y al hacerlo, me fijo especialmente en que mis cuerpos estén descansados, para que, por decirlo de alguna manera, se preparen para la próxima oportunidad de servicio. En esa recapitulación, tengo muy presentes los acontecimientos mundiales, y especialmente lo concerniente a las guerras y genocidios que de nuevo estamos viviendo en nuestra humanidad. En ese sentido, siento cierta distancia con lo que ocurre, abrazada por la ingenuidad, la rabia y la desesperanza de pensar que el Plan para nuestra especie, de existir, va lento, la humanidad va lenta y todo es aún excesivamente primitivo. Hay una urgencia tremenda, pero veo que no se puede asaltar al cielo de forma inmediata, sino que aún faltan miles de años para que el ser humano avance en términos de humanidad, sensibilidad y búsqueda del bien supremo. Las almas consagradas hacen lo que pueden, como pueden. Pero hay mucha urgencia que atender a todos los niveles.

Se me hace extraño hablar de paz en un mundo en continua guerra. Hoy me escribía Diana desde Atlanta por si quería colaborar en la edición de un libro que de alguna manera denuncia el genocidio en Gaza. Una de mis aficiones ocultas es mirar en el mapa dónde está o dónde vive la gente que me escribe. Me imaginaba viajando a Atlanta para visitar esa editorial activista con la que a veces colaboramos. Me imaginaba mirando hacia el suelo, con cierta desesperanza, pensando si editar un libro que agitara a unas cuantas consciencias humanas serviría para algo. Al volver con mi escoba mágica a esta parte del mundo, pensaba igualmente si merecía la pena seguir editando libros que agiten el espíritu humano. Un espíritu agotado, oscuro, cansado, egoísta, insensible, caníbal, destructivo.

Es una sensación extraña. De cansancio, impotencia, desidia. Es evidente que no podemos permitirnos el lujo de tirar la toalla. No podemos permitirnos el lujo de seguir aceptando el error, la injusticia, las guerras. Sé que no basta con cuidar nuestra pequeña parcela y que debemos aspirar a colaborar con algo más extenso, más grande, al menos hasta crear la masa suficiente para que algo cambie. Es evidente que no podemos mirar hacia otro lado, egoístamente, como si no pasara nada. Algún tipo de poder debemos ejercer, aunque sea mínimo, para inclinar la balanza hacia la paz, la justicia, la armonía, el bienestar, la fraternidad humana. No sé, algo tendremos que hacer, aunque sea hablar con Diana, aceptar la oferta y editar ese libro, cueste lo que cueste. Algo habrá que hacer para seguir agitando la consciencia humana hasta que despierte a una nueva aurora, a una nueva clara luz.  Sí, es cierto que necesito unos días de descanso en Panticosa, pero también me marcharía a Atlanta para agitar consciencias, y a Palestina, y a Gaza, y a Kiev.

El libro de Enoc en Espacio en Blanco


«Enoc, hombre justo a quien le fue revelada una visión del Santo y del cielo pronunció su oráculo y dijo: la visión del Santo de los cielos me fue revelada y oí todas las palabras de los Vigilantes y de los Santos y porque las escuché he aprendido todo de ellos y he comprendido que no hablaré para esta generación sino para una lejana que está por venir». (El libro de Enoc)

Hoy me entrevistaba Miguel Blanco en RNE para su ya mítico programa “Espacio en Blanco”, un programa que los más curiosos no nos perdíamos a altas horas de la madrugada a finales de los ochenta y principios de los noventa. Ha sido todo un honor ser partícipe del mismo para hablar de un polémico y provocador libro que hemos editado en Nous: El libro de Enoc.

En síntesis, de los tres libros que se conocen de Enoc (el etíope, el eslavo y el hebreo), nos centramos en compartir sobre lo que se habla en el primer libro, el llamado etíope, y en sus primeros capítulos, llamados “El libro de los Vigilantes”.

Nuestra edición es provocadora porque su portada refleja unos seres de apariencia divina, con sus alas, pero con cara más de extraterrestres que de ángeles celestiales. El subtítulo también es provocador: “La verdad sobre nuestros creadores, los ángeles caídos, los dioses antiguos, los orígenes olvidados”.

La cuestión principal que plantea este libro es que un grupo de ángeles, quizás aburridos por la apacible vida celestial, decidieron bajar a la tierra y fornicar con las hijas de los hombres. De esto ya daba buena cuenta el Génesis (6:1-4). De esa unión nacieron unos seres híbridos llamados en la tradición lo gigantes, los nephilim.

Esta tradición, que no es exclusivamente judía, sino que también aparece en las tradiciones sumerias y acadias cuando hablan de los Anunakki o en muchas otras tradiciones, tal y como describimos en el prólogo y el epílogo del libro, hace clara referencia al mito del ángel caído, a Prometeo, a Lucifer, el ser de luz que descendió a la tierra para ayudar de alguna manera en la evolución humana.

De ello hablaba con Miguel al mismo tiempo que nos interrogábamos sobre nuestros verdaderos orígenes. ¿Somos producto de la nada, o del Todo? ¿Somos producto de la casualidad, con el aislamiento cósmico que eso supone, o el infinito celeste es solo una morada más donde nosotros, seres sintientes, hemos sido creados para llenar todo ese vacío? ¿Hemos sido creados fortuitamente por la madre naturaleza o la madre naturaleza y toda su evolución, incluyendo en ella la propia vida, las emociones, la inteligencia y la autoconsciencia, han sido minuciosamente planificadas por dioses creadores?

Los interrogantes se amontonan y las respuestas parecen diluirse entre el mito, la fantasía y la imaginación. ¿Cuánto puede existir de real en todas esas lucubraciones, ya sean de calado científico o metafísico? Nada importa, excepto el interrogarse constantemente, y eso incluye el leer, el conocer, el buscar.

Como no soy un buen orador no sé cómo habrá salido la entrevista. Más aún, con este calor insoportable, donde solo pensaba en retirarme espiritualmente frente a los picos ascendentes de Panticosa, por decir algo. En todo caso, julio y agosto son meses de mucho trabajo, y los retiros deberán esperar.

Sobre la búsqueda inalcanzable


Estimado C.,

Fíjate, si me permites la reflexión personal, durante años, y desde muy joven, siempre me consideré un reflexivo buscador. Me enamoré del gnosticismo de todas las tradiciones y abracé toda creencia, toda fe, como si se tratara de esa sustancia de las cosas invisibles aún por descubrir.

Siempre he abrazado esa búsqueda del todo. Hay un acontecimiento en mi vida personal donde, como en un Aleph, se encontraron todos los caminos, todas las búsquedas, toda la inquietante experiencia humana. Ocurrió hoy, justamente hace seis meses, con el nacimiento de mi hijo Noam, un 13 de enero a las 13 horas, con la luna llena del lobo.

Allí algo se paró, y las dudas desaparecieron, al menos temporalmente. Como si la biología, lo más puramente químico, hubiera creado una grieta de luz en lo más abstracto y espiritual de una vida de incansable interiorización.

Parece un razonamiento simple, pero al ver manifestada esa pequeña e inocente Vida que se abre paso ante la incertidumbre del tiempo, y ahora que veo cómo se despliega entre nosotros ese vínculo indestructible que torpemente llamamos Amor ante la inevitable explosión de la Consciencia que crece por momentos, nace un silencio, a veces incómodo, a veces amable, a veces cargado de sospecha, que invita a cierta paz interior.

Vida, Consciencia y Amor todo empaquetado en un hilo de existencia que nace de algo tan aparatoso como es la evolución biológica.

El ser humano, en síntesis, es ese mosaico del que hablas y del que voy a disfrutar en los próximos días con su atenta lectura. Un mosaico lleno de dudas, y por lo tanto, de infinita búsqueda en ese todo inalcanzable.

Con el tiempo invitaré a Noam a que mire al cielo y busque a ese Gran Arquitecto que todo lo creó, solo con la idea de que en esa búsqueda se halle a sí mismo.

un abrazo sentido,

Pd. Breve carta enviada hoy a una de las mentes más brillantes de nuestro país, al que le vamos a editar un libro ambicioso en los próximos meses. Un libro profundo de una persona que a todos nos ha adumbrado alguna vez con su inteligencia y generosidad. Verá la luz en septiembre. Todo un honor poder ser el maestro de ceremonias de tal acontecimiento.

Feliz mensuario querido hijo. Eres la puerta a esa felicidad que uno siempre añora en las oscuras noches de soledad humana, donde lo irremediable se abstrae de lo presumible. 

Cultura híbrida. Desde la hoja del árbol hasta la piedra del río. Posicionarse entre las fuerzas involutivas o las evolutivas del ser humano


Para que una cultura o un pueblo prospere, tiene que existir elementos indispensables como la cortesía, la amabilidad, la acogida, el apoyo mutuo, la cooperación y la generosidad. Eso acompaña a las fuerzas evolutivas de cualquier lugar, prosperando todos juntos en armonía y felicidad. En cambio, las fuerzas involutivas nos llevan hasta lo grosero, la insolidaridad, el egoísmo, el insulto.

Como hijo de emigrantes y, a su vez, emigrante yo mismo en tantos lugares, he podido experimentar ambos polos de la vida. Lo evolutivo y lo involutivo. En algunos lugares he sido amado y respetado y en otros he vivido en mis carnes la dureza del rechazo, la desconfianza y el insulto. Hasta no hace mucho, en uno de esos lugares, nos tiraban piedras y rompían los cristales de nuestros hogares y coches solo por ser los raritos. Y en otros, paseas y es todo amabilidad y concordia, más allá del chisme o el cotilleo que tanto enriquece a los lugares pequeños.

Desde la hoja del árbol hasta la piedra del río debería existir en todo lugar esa paz que hace merecedora la vida. Que los vecinos se lleven bien, más allá de su origen o identidad, debería ser la regla perpetua para una humanidad próspera. Cuando vemos las guerras motivadas por la diferencia, la cual termina inevitablemente en genocidio por ese afán humano de aniquilar al diferente, uno entra en una especie de pesimismo en cuanto a la raza humana.

La hoja que cae del árbol vive una existencia transitoria, ligera y efímera. Representa todo aquello que cambia y se transforma. La piedra del río es ejemplo de lo constante, lo que permanece a pesar de los avatares y las fuerzas inestables de la naturaleza. En la convivencia ocurre lo mismo, debemos ser flexibles y ligeros al mismo tiempo que sólidos. Saber que todo es transitorio al mismo tiempo que navegamos sólidamente por los ríos de la vida.

En el último lugar en el que estuvimos viviendo nos fuimos porque nadie comprendió la riqueza del otro, del diferente. No hacíamos daño por no comer carne, pero para ellos era un síntoma que hacía peligrar su identidad. Recordamos con cierta tristeza el que tuviéramos que abandonar aquel paraíso solo porque no éramos bienvenidos allí. Y de igual manera, alzamos la mirada y nos negamos a mirar para otro lado cuando vemos como esa fuerza involutiva se transforma, a otra escala, en guerras y genocidios, como el que ocurrió en Europa hasta no hace mucho y como el que ocurre ahora en otros lugares del mundo.

Si alzamos la mirada y nos mostramos amables con el otro, sin importar si es extranjero, si tiene o no papeles, si es blanco o negro, si es católico y apostólico o sufí musulmán, habremos añadido un grado a la inevitable evolución humana. Si en cambio nos basamos en la creencia de que hay que expulsar a ocho millones de habitantes, de conciudadanos, de vecinos de nuestras calles y pueblos simplemente porque no son “de los nuestros”, entonces estamos añadiendo energía a las fuerzas involutivas del mundo. A esas que nos llevan a las guerras, las hambrunas y los genocidios.

En el futuro no existirá la pureza de raza, ni de cultura, ni de religión, ni de creencias de ningún tipo. Existirá un mundo híbrido, de culturas híbridas, donde todos seremos seres humanos amables y respetuosos con el otro. Todos seremos Uno en la inevitable unidad de la raza humana.

El linaje intelectual


 

«Soy un idiota, pero también un príncipe», Dostoyevski

El niño muestra mucho interés por los libros. Con casi seis meses, su curiosidad excede a sus formas, tamaños y colores. Hoy lo sostenía mientras le enseñaba la colorida estampa de algunos clásicos precedidos por Dostoyevski, Stendhal o Boccaccio. Los miraba con curiosidad mientras intentaba morderlos para entender mejor su prosa o, en todo caso, su sabor intelectual. Yo lo miraba con cierta pena, porque todos estos libros quedarán aquí, olvidados en las estanterías, esperando que alguna IA pueda resumirlos si alguien siente curiosidad por sus palabras. De alguna manera, estamos en la brecha en la que el linaje intelectual, la lucidez y la moral de nuestra civilización se tambalea profundamente. Una civilización que se queda poco a poco sin “aliento”.

A veces me preguntan por qué me siguen gustando los rituales, los mitos y los símbolos que rodean a los mismos. Tiene que ver con esa urgencia de ver pervivir lo añejo en los tiempos modernos, como si en esos oscuros lugares teñidos de simbología arcaica hubiera un reguero de luz que aguarda ser rescatada y resguardada de entre tanta oscuridad. El fuego cósmico se refugia entre esas bambalinas. En el fondo es una mueca inteligente dentro de un curioso escenario. Los burros sostienen el tesoro, de igual manera que el Cristo atravesó la ciudad santa subido en los lomos del rucio. Nadie apostaría en aquel entonces que ese borrico, mitad burla, mitad broma, sería recordado dos mil años después. Ocurre lo mismo con el ritual y con el símbolo. Encierran dentro de sí un conocimiento arcaico solo descifrado por los que saben leer más allá de las formas. La luz, tras la oscuridad.

Pero el linaje intelectual que se hereda gracias al ritual no es suficiente. Requiere de ese egregor capaz de transformar al individuo en algo mayor. La expansión de consciencia que oportunamente se sufre al ser iniciado en los augustos misterios, debe inevitablemente despertar en nosotros una mayor visión hacia lo que está por encima de lo meramente mental. Técnica y torpemente lo llamamos espíritu, palabra que proviene del latín «spiritus», que a su vez deriva del verbo «spirare», que significa «soplar» o «respirar». En latín, «spiritus» originalmente se refería al «aliento». Es difícil traducir realmente lo que eso significa, pero tiene que ver con el halo de vida que nos recorre y se respira, y que, por lo tanto, está por encima del mero razonamiento y de la mera intelectualidad. El aliento es la energía que nos anima, hilozoísticamente hablando, al mismo tiempo que nos une al resto de la existencia. Es la consciencia lo que hace que ese aliento, esa energía, esa Vida, se manifieste con mayor o menor intensidad, con mayor fuerza. Que la Fuerza te acompañe no era una simple frase.

Digamos que el linaje intelectual es una palanca que nos empuja hacia esferas más profundas o, por el contrario, si no es motivado por una causa mayor, nos impide ver. El intelectual que no es capaz de conectar su base pituitaria con su corazón, es incapaz de proveer de espíritu a su vida. Se vuelve egoísta y frío, y por lo tanto, alejado de eso que llamamos humanidad. Son seres sin aliento, sin vida. Igual ocurre con aquellos frágiles pusilánimes que se dejan arrastrar por los avatares del corazón sin sufrir los atropellos de una mente lúcida. Solo en la unión del corazón y el intelecto puede forjarse el fuelle que nos da aliento, espíritu, poder y fuerza para penetrar en una visión mayor. Y esa visión, que no es más que ensanchar nuestra Vida con eso que torpemente llamamos Amor, requiere de sacrificio.

Esa visión-amor-fuerza (sabiduría, amor y voluntad para los más huesudos) solo tiene como respuesta un mayor grado de responsabilidad y sumisión a las leyes que se descubren más allá del libre albedrío y más allá de lo aparente. Leyes que no existían en el mundo de la ignorancia y que, sin embargo, dotan al ser moral iluminado ahora por el aliento, de mayor compromiso y adeudo para con la Vida.

La alquimia es compleja, pero tiene su lógica. El anhelo del corazón aviva la luz de la mente. Esa luz, mezclada con el anhelo del corazón, crea el aliento y nos acerca a la Fuerza. El aliento ensancha nuestras vidas y encarna el Amor. El Amor fulmina mediante el sacrificio toda la lacra y la ceniza sobrante, creando recipientes puros para albergar aquello que a todos nos une. Aquello que algunos olvidan, creando egoísmo, división y soledad. El paso para cesar las guerras es simplemente tomar consciencia de nuestro aliento. Respirar y conspirar juntos. Devolver al ser humano la humanidad consciente. Fortalecer el linaje que nos une, la mística que a todos nos abraza.

Mañana traeré al niño de nuevo junto a la biblioteca. Le susurraré estas cosas mientras su consciencia, aún prístina, saboree las texturas de un Dante, de un Platón o de un Goethe. Y será siempre en susurro, para que él pueda elegir libremente su propio linaje. El egregor de la fraternidad del espíritu libre será su guía y su fortaleza. Que sean sus manos, y no las mías, las que moldeen su propio linaje. Yo solo le mostraré el agua y la tierra para que él mismo cree sus propios barros. Sí, soy un idiota, pero también un príncipe. Luz, más luz.

Celebrando la Vida


Desde los risueños pueblos de la sierra, parten senderos que, entre dorados campos y pequeños bosques de encinas, llegan hasta el pie de las montañas. Como ahora, por las calores estivales, son prácticamente intransitables, solemos reinventar la vida adaptando los añorados paseos por las montañas a quehaceres más livianos y soportables.

Reposando en la vía pública nos encontramos el otro día, disfrutando de aquellos placeres mundanos que nos acercan al vecindario, aunque algunos nos brinden una cara de extrañeza al ver que las antiguas costumbres, con sus peculiares usos, se van extinguiendo. La incredulidad de unos y la ingenua mirada de otros no hacían que nuestras vergüenzas crecieran, sino que, más bien, aumentaba esa cimentación sobre lo hermoso que es retornar a ciertas esencias perdidas. Comer pipas, charlar a la fresca y reír con las ocurrencias de unos y de otros. La vida profana se extiende en las pequeñas cosas y engrandece con ello los minutos de este sempiterno compartir.

El otro día tocó ir a un funeral orquestado por los hijos de la viuda. El hermano parecía sano y fuerte, pero de repente, nos dejó. Sentí gran pena, a pesar de que casi no había tenido trato con él, excepto algunas conversaciones en la lengua occitana para recordar viejas añoranzas terrenales, más allá de las conversaciones sobre lo divino. Su mirada entrañable se quedó grabada para siempre, y cuando recibí la noticia de su marcha, recordé la triste celebración de aquella otra vecina, también hermana, que quiso hacer una fiesta para celebrar la vida, y su preparación casi se la lleva por delante. Qué paradoja extraña aquella, que tanto marcó al vecindario y a la hermandad del espíritu libre.

La ceremonia fúnebre fue bien, con sus rituales y sus promesas de vida eterna acompañados de pétalos de rosa y hojas de acacia. El encendido de luces no podía faltar. Siempre hay un momento de tensión cuando intentas encender la vela, golpeas la cerilla contra su caja de cartón y ves cómo, en ese instante, se prende la llama, sin saber a ciencia cierta si continuará su flujo. Los expertos saben inclinar la cerilla con cierta elegancia para que la llama queme su madera y así la tenue flama continúe su frágil recorrido. Una vez que posa su calor en la negra mecha de algodón, de nuevo hay unos instantes de tensión para ver si prende. Consumí tiempo, abstraído ante los sinsabores del ritual fúnebre, pensando en la fragilidad de la llama, su dependencia ante la mecha de algodón y la cera que la alimenta, así como de otros componentes invisibles como el oxígeno y la oscuridad, que dan sentido a su luz.

Y llegando a la conclusión de que somos pequeñas mechas con una luz tenue en el infinito mundo de las formas oscuras, uno piensa que lo mejor que puede hacer es celebrar la vida mientras dure. Ya sea con esos pequeños detalles anónimos como ir a desayunar los viernes a el Fassi, o escuchar canciones profanas bajo la amenazante temperatura ascendente o reposando en la vía pública, viendo pasar a unos y a otros mientras el cotilleo y la curiosidad avivan una tarde cualquiera.

¿Cuántos años de vida útil nos quedan? Si ya estamos en esa edad en la que el colesterol empieza a hacer escollos, el ácido fólico baja tenuemente y la pesadez de los kilos nos arrincona con tallas cada vez más generosas, debemos empezar a plantearnos eso de que la vida es una, pero limitada por los pormenores de la existencia. Y aún no sabemos a ciencia cierta cuando la parca nos llevará de la mano hasta el otro lado de la orilla. Ese instante de transición puede ser mañana, o en un rato. Quien sabe.

No vale salvar lo que nos queda con profundas oraciones al Dios invisible, sino mostrar generosidad para con nosotros y para con el resto. Dios ya repartirá suerte en la vida eterna, pero nosotros, envilecidos en ese instante de desprendimiento fugaz, debemos abrirnos al mundo, de la misma manera que una flor se abre en primavera, y así expandir nuestro propio aroma todo cuánto podamos. No queda otra que ser llama, fuego cósmico, luz, aunque nuestro brillo dure lo que dura un instante. Y mientras la existencia pasa, celebremos cada segundo como fuente de vida eterna. Celebremos la vida.

 

Mística para la vida cotidiana


«La espiritualidad no es un lujo reservado a eremitas o sabios antiguos. Es un arte que puede florecer en la rutina diaria de cualquiera de nosotros».

“En este libro inspirador, se nos invita a descubrir que lo sagrado no está lejos, sino que habita en los pequeños gestos de cada día. Con una visión integradora que une enseñanzas de Oriente y Occidente, el autor nos guía a través de los diferentes cuerpos del ser humano — físico, etérico, emocional, mental y espiritual — y nos ofrece herramientas prácticas para armonizar cuerpo, mente y espíritu en nuestra vida cotidiana. Mística para la vida cotidiana no es un manual de autoayuda ni una guía dogmática. Es una invitación a despertar, a vivir con atención plena y a reconocer que el Misterio puede encontrarse tanto en una caminata bajo el sol como en la meditación más profunda, en el cuidado de nuestra alimentación o en la nobleza de nuestros pensamientos. Un viaje hacia el autoconocimiento y la trascendencia, accesible y transformador, para todos los buscadores contemporáneos”.

Esto es lo que pone, al menos, en alguna parte de la presentación del libro. Un libro que escribí entre momentos de paz y sosiego que encontraba en las estribaciones de mi pequeña cabaña de madera, allá en los bosques. Visto desde la distancia, parece que han pasado mil años de aquella tremenda aventura que duró toda una década de mi vida, y cuya respuesta espiritual se traduce en este librito que ahora comparto con vosotros. Vivir plenamente en la naturaleza fue muy inspirador. Vivir plenamente la vida es la esencia de toda búsqueda irremediable. El silencio de la meditación, el estudio entre castaños y robles y prados y montañas verdes, para luego, practicar el servicio, el más noble de los senderos espirituales.

De eso ha pasado mucho tiempo, pero aún palpita en mí la idea de que esos cantos mañaneros, esos caminares meditativos, esos abrazos y ese trabajar por reconstruir viejas ruinas infligieron inevitablemente algún tipo de influencia positiva en el otro. Esa influencia nos ayudó a todos a recuperar el sentido de la vida, a experimentar en carne y hueso todo lo que da sentido y valor a la existencia. La mística no sirve de nada si no se plasma en la vida cotidiana, y por lo tanto, en el trato con el otro, con lo otro.

También con los más inofensivos, nuestros hermanos los animales. Si no somos capaces de amar a una ternera o un inofensivo pollo, ¿de qué manera podemos llenarnos la boca de palabras vacuas? No se puede ser espiritual si antes no aprendemos a amar a los más inocentes, a los que sufrieron nada más que por nacer. De ahí la insistencia en volver a las esencias, pero desde lo cotidiano. Solo podremos abrazar el verdadero amanecer de lo misterio en el alba de nuestros actos diarios. Este libro es una invitación a ello. Una invitación a encontrar un sentido diferente a tu vida desde el sagrado cotidiano. Y siempre sin agobios, haciendo lo que podamos, desde donde podamos. Sin más.

Se puede adquirir por 15€ en el siguiente enlace:

Mística para la vida cotidiana

 

Ars longa, vita brevis


Estaba haciendo la última corrección de un libro que llevaba ya años traducido por nosotros, pero que aguardaba en el cajón desastre la oportunidad para ser editado, cuando me encontré, en la página 18, primer párrafo, octava línea, con esta sentencia de Hipócrates, reseñada por el estudioso jesuita Irénée Hausherr, en su culta introducción al libro de próxima aparición “Diálogos sobre el alma”, de Juan el Solitario.

Siempre que se asoma para ver la lista que tengo en el escritorio sobre próximos libros a editar, me regaña cortésmente, casi con cierta condescendencia e indulgencia, en su mirada. “Ninguno de esos libros es comercial ni nos dará de comer”, y no solo de espíritu vive el hombre. La verdad es que tiene toda la razón. Un negocio, el que sea, no puede sostenerse mucho tiempo solo de los vaivenes de la pasión, por muy noble que la pasión sea. Hay una cuenta de resultados, un debe y un haber, una postproducción marcada por los números a final de mes. Eso para un poeta es insoportable, y para un místico, tormentoso. Y esa es la cuestión, ¿qué es más noble para el corazón? El Ser o no ser de toda existencia.

Aunque esta edición en español sea única, a Juan el Solitario no lo va a leer nadie. Al menos nadie de esta época de reguetón y de dudosa inteligencia. Lo culto no interesa, y cuando lees un par de frases en griego bajo una sospechosa traducción de un siriaco ya perdido, la cosa se complica. Plagiando al jesuita, podemos decir sin intervención ninguna de IA que valga, que Juan el Solitario despliega su espíritu de observación en los tres estadios de la vida espiritual. Pero la vida espiritual, que ahora se ha vuelto egoísta y por lo tanto, falta de espíritu, (vaya paradoja para este tiempo), se ha vuelto completamente invisible, ausente, desdeñada por el consumo y lo materialista. Ya nadie recae, quizás por ensimismamiento o perpetua ofuscación, en que el misterio de la muerte, y por lo tanto, de la vida, sigue estando ahí. Lo misterioso nos acecha, inevitablemente, aunque no queramos verlo. Y es el misterio, y en definitiva, el miedo a la muerte, lo que nos hace espirituales, y de paso, amables, amorosos y respetuosos con la vida plena.

De igual manera que te miran raro por editar cosas raras y hablar de cosas raras, si te ven escuchando sonatas o rapsodias de otros tiempos la cosa se complica (lo escribo mientras suena el Nocturno para piano Op. 9, el más famoso, el número 2, en mi bemol mayor, de Chopin, un clásico para los clásicos que escribió con la friolera de veinte años, tomen nota los del reguetón). La música, y por lo tanto la denigración del espíritu, también son productos mermados por la cronología descendente de nuestra civilización. Alguien le diría alguna vez a Chopin, un veinteañero de la época: «esa sonata no es comercial». Pero ahí está, eterna y universal, como el misterio. El conocimiento es largo de aprender, y la vida muy corta. «Vita brevis, ars longa, occasio praeceps, experimentum periculosum, iudicium difficile”, o lo que es lo mismo, para aquellos que nos quedamos en la triste efepé básica: la doctrina es larga; la vida, breve; la ocasión, fugaz; la experiencia, insegura; el juicio, difícil… Por lo tanto, ¿por qué no hacer cosas inmortales?

Nos vamos a morir igual, que diría el otro, algo más campechano, así que mi lista de ediciones para los próximos meses seguirá siendo culta, espiritual, activista, y lejos de nuestro tiempo. Lo demás, como dijo el mesías, ya vendrá por añadidura. ¿Quién de nosotros, por mucho que se preocupe, puede añadir una sola hora al curso de su vida? Que se lo digan a los lirios del campo.

Tan bueno es emprender proyectos como saber desapegarse de ellos


Si puedes soñar sin que los sueños te dominen; Si puedes pensar y no hacer de tus pensamientos tu único objetivo; Si puedes encontrarte con el Triunfo y el Desastre, y tratar a esos dos impostores de la misma manera… Rudyard Kipling

Para los que creemos en las teorías hilozoístas, sentimos que las cosas, como las personas, tienen cierta vida. Así pasa con los coches, los objetos y también los edificios, los lugares, o los momentos. Incluso los recuerdos tienen vida propia en nuestro más profundo subconsciente. También ocurre con los sueños, que parecen vivir en una realidad paralela, pero tan real como la nuestra propia.

Trabajar un objeto con nuestras manos lo dota de mayor vida, como hacía Geppetto con sus maderas. Lo artesanal, a diferencia de lo industrial, tiene parte de nosotros, tiene parte de nuestras células, de nuestros átomos simientes, de nuestra vida, emociones y pensamientos. Por eso lo artesanal se valora de forma especial en nuestros tiempos, unos tiempos donde lo mecánico y artificial ha suprimido la vida profunda de las cosas.

Y esta reflexión nacía por la despedida que hace unos días hicimos de un emblemático edificio del cual muchos estuvimos enamorados desde que dimos con él. Y lo estábamos porque entre sus paredes, aún guardaba esa madera añeja, tan propia de edificios antiguos y singulares, pero también por todo lo vivido en él, cuando abrazaba aquel emblemático centro abierto donde tantas y tantas personas pudimos disfrutar de la inspiración de otros. Y tantos los proyectos que de allí salieron. Incluso, proyectos que sin nosotros saberlo, nacerían de los sueños que se tejieron allí, como el proyecto O Couso. Las carambolas de la vida quisieron que una de sus fundadoras encontrara inspiración en ese hermoso hogar de madera y ladrillo tolosano.

Como esos de antaño, hay muchos proyectos que se desarrollarán en nuestras vidas. Algunos personales, los más importantes; otros, profesionales; otros, ideológicos o activistas y otros de calado profundo o espiritual. Algunos serán un éxito y la mayoría, un fracaso. Pero no entendiendo fracaso en términos negativos, sino fracaso como lugar de aprendizaje. Nos equivocaremos una y otra vez hasta que se encienda dentro de nosotros esa luz, ese eureka. Arquímedes de Siracusa entendió que para descubrir algo, encontrar un hallazgo o resolver una ecuación compleja de nuestras vidas, primero hay que equivocarse tantas veces como haga falta, quizás hasta que la sabiduría nos alcance o hasta que la maestría y el poder de manifestación nos lleven hacia nuestras metas.

La visión o epifanía de sentir profundamente un tipo de propósito o misión es algo que va más allá de la propia heurística del invento o el descubrimiento. Tiene que ver con nuestra posición en el mundo, en ese mundo creado a nuestra imagen y semejanza, según nuestras limitaciones, nuestros recursos, nuestra imaginación, nuestras creencias, o incluso los apoyos que recibimos de otros. Al margen de si nuestras visiones van más allá de nosotros, o simplemente se desarrollan en el quehacer diario sin mayores aspiraciones, en algún momento de nuestro transitar humano nos topamos con ese amanecer musical que nos incluye en la sinfonía de la vida. Entonces participamos de ella con una consciencia superior, con un anhelo diferente, sin importar el éxito o el fracaso, como sentenciaba en su poema el masón Rudyard Kipling.

No importa si ganas o fracasas, lo que importa, al final, es tener esa certeza de participar de algo mayor, algo que es Vida, Amor y Consciencia al mismo tiempo. Algo que se extiende hacia el infinito sin que podamos descifrarlo. No algo divinizado desde la ignorancia humana, sino algo divino dentro de sí mismo.

De ahí la libertad y la liberación de actuar sin importar el resultado. Solo cumpliendo con nuestra parte en el ciclo de la vida, desde donde podamos, como podamos, hasta donde podamos, sin forzar, sin obligar, solo por el placer y la virtud de sentirnos un eslabón más, un nudo en la cuerda, una piedra pulida que encaja como puede en el edificio de la vida. Si puedes soñar sin que los sueños te dominen, no dejes nunca de hacerlo. Sueña, ejecuta, desapégate.

Vuela con Phylira, la metamorfosis del libro


Todos los años, Lisa Seitz nos solicita una donación para apoyar Wikipedia y todos los años, puntuales, apoyamos modestamente como podemos su labor. Hay un lema de esta fundación que me llama poderosamente la atención: Wikipedia es diferente porque no se vende a nadie. Realmente es una institución que ofrece gratuitamente y a cambio de nada un servicio esencial en nuestro tiempo. Y lo ha hecho practicando la economía del don, algo en lo que creemos firmemente.

De forma mucho más modesta, es algo que hemos intentado mantener hasta ahora en nuestra editorial, y nos ha permitido la libertad de hacer muchas cosas, por ejemplo, volcar todos nuestros recursos durante una década al proyecto O Couso, o editar libremente aquello que siempre hemos considerado oportuno, sin dar explicaciones a nadie. Es cierto que si hubiera hecho una gestión más comercial de la editorial, quizás hubiera podido emprender más proyectos O Couso y donar más generosamente a otras instituciones que hacen cosas valiosas por la humanidad.

Estos días, que andamos como locos buscando financiación para otros proyectos, se nos ocurrió la idea de volver a relanzar el sello Phylira, un sello que nació hace ya muchos años a caballo entre Alemania y el café de la Luz, en Malasaña, gracias a interminables lluvias de ideas que tenía con mi querida editora de aquel tiempo, Laura Bermejo. Phylira dio muchas alegrías para poder rehabilitar O Couso. Fue una segura fuente de financiación, lejos del romanticismo, a veces ruinoso, de los otros tres sellos editoriales. Por ello deseamos que Phylira sea, a partir de ahora, nuestro sello más comercial, con la intención de seguir con nuestras ideas románticas, pero ahora, de forma más segura y holgada.

Es cierto que desde que nació Phylira allá por el año 2008 en los gélidos inviernos de la Baja Sajonia y en las alegres primaveras de Malasaña, ha pasado mucho tiempo y la competencia se ha disparado por mil. Pero confiamos en que este nuevo impulso y esta nueva renovación editorial sirvan para apoyar todas las demás ideas.

Editar un libro en España desde la edición tradicional tiene un coste elevado que ronda entre los cinco mil y los diez mil euros, dependiendo del libro y la tirada. Esto es un riesgo comercial que asume completamente la editorial, y es un riesgo que no siempre obtiene un retorno. Nuestros sellos, durante muchos años, han apostado por editores noveles, y eso repercutió mucho en nuestras cuentas.  Phylira obedece a otra lógica. Es una cantera donde descubrir nuevas voces a menor riesgo. En la editorial recibimos cientos de manuscritos al año, la mayoría de autores noveles que quieren dar el paso al complejo mundo de la edición. A veces, hemos conseguido grandes éxitos de autores desconocidos que luego han editado con grandes sellos editoriales como Planeta o Penguin. Ahora vamos a potenciar esa cantera, gracias a las nuevas tecnologías de impresión bajo demanda y su internacionalización, vamos a facilitar la entrada el mercado editorial a aquellos que destaquen y sean más leídos. Con esta nueva lógica comercial, esperamos seguir haciendo grandes cosas. Tal y como hacen instituciones como Wikipedia y su economía del don.

Si queréis apoyarnos con esta idea, visitad nuestra nueva web. Hay paquetes gratuitos sin coste alguno apoyados por la Fundación Dharana para descubrir nuevas voces.

www.phylira.com

 

 

El cielo gris es hermoso. Es preludio de lluvia, y la lluvia alimenta los campos.


El jardín asalvajado, algo más limpio.

El cielo gris es hermoso. Es preludio de lluvia, y la lluvia alimenta los campos. Esa frase me venía a la mente mientras desbrozaba esta tarde el jardín, totalmente asalvajado por la falta de tiempo y la preparación de la feria del libro. Tras un puente sin descanso preparando nuevos libros y la nueva web de Phylira, pensé que hoy sábado merecía un desahogo ordenando la selva que ha crecido gracias a las últimas y abundantes lluvias.

Durante estos días, cuando podía miraba las noticias y veía cómo medio mundo había aprovechado estos días para un merecido descanso. Y cuando asaltaban las primeras gotas de lluvia, pensé que mi merecido descanso era soportar el peso de la pesada desbrozadora, culminando con ello el sueño alegre de una tarde diferente.

Es evidente que los cielos aparentemente grises traen siempre un regalo escondido. Ocurre también con los tonos tristes del alma. Vienen cargados de lluvia bendita que luego, en la primavera, hace crecer un florido jardín. Hoy, en la pausa del café, me hacían firmar tres libros de mi autoría a modo de regalo, y recordaba la última vez que firmé un libro, justo ahora hace un año. No soy dado a exponer ante los otros las obras que nacen de ese jardín interior, y me da cierto recelo y pudor tener que hacerlo. Quizás por eso nunca presento ninguno de mis libros, ni tan siquiera aquellos cuya autoría comparto con otros autores mucho más famosos. Alguien alguna vez me dijo que lo ideal es trabajar en silencio. Hacer buenas obras en silencio. Ayudar al otro en silencio. Provocar buenas acciones en silencio. Y lo demás ya vendrá por añadidura. Incluso cuando desbrozas en silencio un jardín abandonado.

Los diarios íntimos nunca son náufragos. Siempre hay alguien que puede encontrar inspiración en lo que a los antropólogos gusta llamar “historias de vida”. Contar un poco de uno puede servir de inspiración a otros. En el fondo, los libros, o lugares como este, no pretenden más que inspirar. Inspirar buenas acciones, inspirar valores, virtudes o legados que nos puedan hacer pulir nuestra piedra aún bruta. Devastar nuestras imperfecciones hace que seamos una piedra viva del edificio vivo que es nuestro mundo. Una piedra bien labrada, bien construida, bien ceñida a los patrones de la virtud, hace más fácil la vida. Si estamos de paso, ¿por qué no trabajar en hacer la vida más sencilla y feliz a los otros? A un hijo, a una pareja, a un amigo, a un familiar, a un vecino, incluso a un desconocido que requiere nuestra ayuda.

Por eso cuando veía la gran nube llegar, me surgió esa primera frase. Lo gris, incluso lo oscuro, tiene su propia función. Y tiene que ver con los tesoros ocultos, con la lluvia inmaculada que lo riega todo, con la satisfacción de que un invierno frío traerá una primavera exuberante y generosa. De ahí que, en mi reflexión, no me haya importado trabajar sin descanso estos días. Puede sonar gris o triste, pero seguro que algún fruto se recolectará.

Aquí entre nosotros, y sirva a modo de desahogo, solo me molestó, por decir algo, la intransigencia de un autor impaciente que me decía, con exagerada exigencia, que tendría cinco días por delante para sacar su libro. Le recordé que el proletariado y el artesanado, aunque él viva en otras esferas, tiene derecho a descanso, y aunque no ha sido mi caso, no iba a dedicar mi tiempo a ninguna exigencia, sino a sembrar lo que saliera del alma. Y lo que salió fue la urgencia de darle alas de nuevo a Phylira, por esa necesidad urgente de crear riqueza para terminar la construcción del almacén de la editorial. Reconozco que me dio tiempo a revisar completamente la exigencia del autor paladino. Pero lo que más me motivó fue pintar de azul el cielo gris, un azul lleno de mariposas, de Phylira, de esperanza.

Ahora ya llueve. He tenido que dejar el trabajo en el jardín exterior, pero me apetecía seguir regando el interior. No pude terminar de desbrozar toda la selva. Pero sí de desahogar en letras la lluvia de dentro. Dejaré un poquito para mañana, que es día del Señor y del descanso. Un día largo en el que preparar la aún más larga semana que nos espera.

La gran luz


El día de mi cumpleaños atrapados en la gran ciudad

En la vida, como en el lenguaje, hay palabras, giros, modismos, epítetos y figuras de dicción tan privativos como los secretos íntimos de la expresión simbólica. Comunicar es compartir, y después de tantos meses sin hacerlo, el gran apagón me recordó la necesidad de aportar una gran luz al mundo. Como siempre, seguimos enredando. O más bien tejiendo. Más que enmarañar, estamos tejiendo futuros y lugares de encuentro en una vida ahora tranquila, familiar y llena de rutina y trabajo, pero no por ello menos excepcional.

El día de mi cumpleaños quisimos improvisar un viaje a la tierra que me vio nacer, pero a la altura de Madrid, donde paramos para hacer unos recados, algo nos dijo que volviéramos a casa. Decidimos hacer los recados y volver, pero de repente se apagaron los semáforos y la gente empezó a salir de los túneles, de las cuevas, de la oscuridad en la que habitaba para disfrutar de la luz del día. Algunos se mostraron solidarios ante el gran apagón y otros irracionales y violentos. Varias veces golpearon nuestro coche. La gran ciudad se volvió un hervidero peligroso y decidimos volver a casa sin celebrar el cumpleaños ante la incertidumbre desatada. Callejeamos y volvimos por carreteras secundarias casi tras cuatro horas atrapados en las carreteras de la ciudad.

Ante la falta de luz, decidimos dar un paseo por el pueblo y eso se convirtió en una auténtica fiesta. Si en la ciudad estaban todos desesperados, aquí parecía todo un aluvión de alegría, de gente en las calles, unos hablando con otros, los niños jugando en las plazas, la primavera exuberante. Lejos de las telepantallas, el gran hermano había perdido la partida a favor de la hermandad y el cobijo humano, el compartir y la alegría ante la incertidumbre. Por un día, la gente de los pueblos se sentía feliz por la desconexión virtual y la conexión a lo real.

Hoy parece que la vida vuelve a su rutina. La nuestra es como casi siempre. Disfrutando de la paternidad como acontecimiento excepcional y único, acompañado de nuestro tradicional café de los viernes en la tetería El Fassi para celebrar la semana y nuestros churros con chocolate de los domingos, a veces en Navas, donde fuimos andando la última vez con dos de nuestros amores, o en Valdemorillo, para disfrutar de un lugar diferente no muy lejos de aquí.

En lo extraordinario, el comienzo de la obra del almacén y las futuras oficinas de la editorial y la fundación. Un seguro futuro lugar de encuentro que no sabemos si vamos a poder continuar por la falta de financiación y la complejidad de este tiempo. Haremos lo que podamos, y el que hace lo que puede, como dice la amiga Dolores, no está obligado a más. Quizás me toque subirme de nuevo a los tejados. Veremos cual es nuestra capacidad actual para generar recursos extraordinarios y terminar la obra.

También seguimos trabajando a fondo con la editorial y sacando novedades mensuales que rozan lo milagroso. Ante la imposibilidad y la oportunidad de comprar un reconocido sello editorial con el que llevábamos meses negociando (ay la falta de cash), quizás resucitemos el antiguo sello editorial Phylira, una idea que surgió cuando vivía en Alemania y que nos dio algo de dinero extra para la reconstrucción de O Couso. Proyecto, por cierto, de nuevo en venta por indisponibilidad de los nuevos propietarios. Ay si yo fuera rico, cuántas cosas crearía.

Pues eso, el gran apagón nos recordó de nuevo la urgencia del vivir, y por qué no decirlo, la urgencia de compartir vida. Intentaré buscar algún hueco entre risas y emociones para compartir en este pequeño rincón utópico. Porque, de alguna manera, este gran apagón nos ha recordado la urgencia de compartir la vida, la consciencia y el amor. También la utopía.

 

Un mes de Noam


El pasado 13 de enero di a luz a una criatura por cuya vida llevaba velando algo más de 41 semanas, pero por quien llevaba luchando, aproximadamente, los tres últimos años. No era un simple deseo, sino mi más sincero anhelo del alma, algo mucho más profundo de lo que cabría expresar en unas líneas sentidas.
Es el amor más puro y prístino que jamás haya experimentado. El eje sobre el que todo gravita desde aquel instante en el que su primer llanto rompió el silencio del paritorio, naciendo él, naciendo yo; naciendo juntos. La Alexandra que durante 27 años había conocido se marchó aquel 13 de enero a las 13 horas, para renacer con él en una versión tan radicalmente nueva que, honestamente, da vértigo —como todo lo que realmente merece la pena en esta vida.
Hijo mío, hijo nuestro. Te imaginamos, te soñamos, te esperamos y te perdimos hasta cinco veces antes de que, por alguna razón, causa o misterio, a la sexta decidiste con firmeza quedarte a vivir en mi vientre, para ahora vivir a caballo entre mis brazos y los de tu padre, el mejor compañero con el que podría haberme embarcado en el gran reto de formar una familia y construir un Hogar, con mayúsculas.
Cuánta vida has traído a mi vida. Cuánta verdad. Cuánto sentido, cuánto propósito, cuánta dirección. Tanto, que todavía no he terminado de aterrizar en la inmensidad de ser Madre. Por más horas que me recree adorándote y admirándote, me resulta quimérico que estés aquí, al otro lado de la piel y, lo que es mejor, al otro lado de la imaginación, de lo ilusorio, de lo irreal.
Sin embargo, tras un mes sosteniéndote en mi regazo día y noche, alimentándote en mi pecho y acariciando cada uno de tus 51—ahora ya 55— centímetros, ha llegado el momento de acoger con el corazón abierto el milagro que estoy viviendo. De sentirme merecedora de este regalo sagrado y de abrazar con amor, responsabilidad y compromiso mi nueva y para siempre misión-labor 🌹
Alexandra

Bienvenido Noam. Mi nuevo mundo comienza contigo


Supongo que en la vida de cualquier persona hay dos momentos cumbre. El primero es el nacimiento. El segundo, la muerte. De ninguno de los dos somos totalmente conscientes. El primero ocurre desde lo más prístino y puro, y nuestra consciencia se va desplegando poco a poco, como si se tratara de una pequeña y suave ola que nace en lo profundo de un océano y va creciendo a medida que nosotros lo vamos haciendo. El segundo, la muerte, es más misteriosa si cabe. Puede ser una muerte instantánea. Puede ser de noche o de día. Por un brutal accidente o por una enfermedad incurable. Si bien la forma de nacer es una, los motivos para morir son múltiples y variados. Si bien sabemos la fecha exacta en la que nacemos, nunca sabremos la fecha exacta en la que vamos a morir. Nadie puede predecirla, a no ser por propia inmolación.

Hay un tercer acontecimiento importante, quizás el más importante de todos, del cual poco se habla: el nacimiento de un hijo. Nunca lo había pensado ni nunca lo había reflexionado hasta que el 13 de enero, a las 13 horas de la luna llena del lobo, nació Noam, nuestro hijo. Fue un momento que vivimos como único e irrepetible. Fue un momento que superó cualquier expectativa y que trascendió cualquier emoción o pensamiento que hasta ahora hubiéramos tenido. Fue el nacimiento de algo que pocas veces se experimenta y de lo que poco se habla: el amor incondicional y el valor de la esperanza.

Es cierto que con la edad uno hace todo lo posible por amar al prójimo y a la prójima de la mejor manera posible, sin desear el mal a nadie, sin buscar lugares comunes ni oscuros, sino viendo en el otro su punto de lucidez, de luz, de brillo. Llega un momento en que solo deseas amar a todos los seres sintientes de la mejor manera posible y desearles la más plena felicidad. Pero solo cuando participas del acto de la creación, del dispositivo que se despliega cuando la Vida, la Consciencia y el Amor se manifiestan por un acto de sagrada comunión, solo en ese instante comprendes profundamente y sin matices lo que encierra la palabra amor.

No solo es un amor carnal hacia un ser de carne y hueso que ha nacido gracias a nuestra participación. También es una fiesta espiritual, porque de alguna manera, estamos dando la oportunidad a un ser para que desarrolle y despliegue toda su vida manifestada. Y eso mantiene en vilo toda la responsabilidad que se puede desarrollar. Porque, más allá de aportarle bienestar, seguridad y libertad, crece en nosotros el compromiso vital de originar valores, sensibilidad y pensamiento crítico ante una realidad compleja y extraña. También profundidad, para que pueda ver más allá de lo aparente, más allá de lo tangible, y pueda con ello ser capaz de desarrollar en sí mismo todo su potencial humano, todos sus dones y talentos.

Aún es pronto para saber nada de él, ni para cotejar qué habilidades o principios desplegará dentro de sí. No sabemos su grado de inteligencia o sensibilidad, si será o no una persona profunda o espiritual, si será un cocreador, un conservador o un destructor, siguiendo con la tradición oriental. No sabemos si mantendrá una posición egoísta o generosa ante la vida, si florecerán en él habilidades para las matemáticas o para el arte, o para la carpintería o la fontanería. En el fondo, no tenemos puestas ninguna expectativa sobre esas cosas, que él con el tiempo deberá elegir de forma libre y consciente. Nuestra labor será potenciar aquello que él quiera, siempre que sea algo bueno para él y para el conjunto, y siempre que sea para hacer el bien, sin importarnos el estatus o la riqueza que eso le pueda aportar. Nunca escuchará de nosotros eso de que debe ser rico o de provecho. Pero sí que sea buena persona, con él mismo, con el prójimo y especialmente con los inocentes seres sintientes con los que deberá convivir en este hermoso planeta. Haremos lo que esté en nuestras manos para hacer de un hombre bueno, un hombre mejor, pero siempre desde el respeto y la admiración. Haremos lo posible para que dentro de él se desplieguen las semillas del amor y la esperanza, porque de alguna manera, cada vez que nace un ser, nace un grito de amor y esperanza para un nuevo mundo, para una nueva tierra.

Es un shico, es hermoso, es bello. Deseamos lo mejor para él, para que cumpla con su propósito interior y ayude, en la medida de lo posible, a ser partícipe del gran propósito de la Vida, de esa Gran Obra en la que construimos lo mejor de nosotros para ofrendarlo a los otros.