Muchos conmemoran hoy la memoria de aquellos que, por circunstancias lejanas a su voluntad, tuvieron que abandonar sus trabajos, sus casas, sus pueblos, sus familias y ciudades, sus patrias, su cultura, su legado, su arraigo. Desde la fría Unión Soviética o la playa de Argelès-sur-Mer con sus campos de concentración hasta las tumbas de Antonio Machado en Collioure o Manuel Azaña en Montauban. Desde Argentina y Méjico al norte de África. Desde el paso de los Pirineos a las rutas marítimas emprendidas por el Sinaia, el Ipanema o el Stanbrook. Muchos son los que un día como hoy recuerdan a los que se marcharon para rehacer una vida ya de por sí difícil, huyendo de la muerte y buscando la vida allende los mares.
Sería grato también recordar los exiliados de nuestro tiempo, los que huyen del hambre, de la miseria, de las guerras y todas esas penurias de nuestro tiempo. No olvidemos a los gazatíes o ucranianos. También los exiliados invisibles, aquellos que huyen del supremacismo cultural o racial, aquellos que no han podido soportar que en su propia casa no se pueda hablar su idioma, o practicar su cultura, o rotular sus negocios en el idioma que les plazca.
El exilio es engañoso, excepto para aquellos que huyen de una muerte segura y venden su alma a cambio de un trozo de vida, sin importar dónde o con quien. Desterrados, expulsados, proscritos, abocados al ostracismo y la ignorancia, desarraigados para siempre sin posibilidad alguna de abrazar ninguna otra identidad excepto la del recuerdo lejano. Tachados de extranjeros, invasores, colonos, irregulares, maketos, charnegos, moros, jalufos, panchos y panchitos, cualquier cosa es válida para denigrar al ser humano que habita el exilio. Una vez denigrado y desacreditado, ya no se ve como una persona, sino como un ente extraño, ajeno, que crea desconfianza y sobre todo, rechazo.
El exilio es engañoso, porque uno sale de una miseria y se encuentra con otra. Sale de la miseria material y se encuentra con la miseria social y espiritual de una sociedad enferma, con el racismo, con la xenofobia, con la alterofobia. Siempre serás un extraño porque no eres de ese pueblo, de esa ciudad, de ese territorio, de esa cultura, de ese país. Puedes prostituir tus orígenes, puedes disimular tu nombre, tu cultura, tu lengua. Puedes integrarte y puedes incluso aculturizarte, pero por más que te esfuerces, nunca serás uno de ellos. Ni siquiera los hijos de tus hijos. Quizás hasta que la mezcla intergeneracional disimule el pasado y el exilio de los antepasados.
Y en eso olvidamos, especialmente los supremacistas de cualquier calaña, que todos tenemos un pasado de exilio. Que si tiramos del hilo histórico, todos somos descendientes de moros, de bárbaros, de romanos, de fenicios, de galos o de cualquier otra cultura que atravesara esta tierra. Todos somos hijos descendientes de algún exilio lejano, y de ahí que deberíamos tener algún sentido más profundo sobre la acogida, alejados de toda supremacía y toda xenofobia.
El odio y la repugnancia que sentimos hacia el otro, hacia el extraño, solo crea desdén, hostilidad e intransigencia. Olvidamos, como nos decía Beethoven hace ahora doscientos años, que todos somos hermanos, y que la raza humana requiere de una fraternidad profunda y verdadera basada en la libertad, la igualdad, la fraternidad y el amor hacia el otro. Escucha, hermano, la canción de la alegría, el canto alegre del que espera un nuevo día. Eso es lo que esperamos todos los exiliados. Un nuevo día, un nuevo canto alegre, una sonrisa del otro, del hermano. Un lugar de alegría para todos, un lugar habitable, sano, respetuoso, fraternal.