Nunca había asistido a un acontecimiento de ese tipo así que observé con detalle todos los rituales y escenificaciones de ese sociodrama tan conocido. Era mi primera vez y sentí mucha curiosidad antropológica. Estuve atento a todo lo que ocurría, pero sobre todo, al comportamiento de la gente, la gestión de sus emociones, privadas y colectivas, y la forma de racionalizar tal evento.
En el palco estaba el jefe de la oposición, Rajoy, y todas las personalidades pertinentes que asistían con emoción algunos y con expectación otros a esas instalaciones lúdicas creadas para divertir al pueblo. Supongo que su presencia daba rigor e importancia al evento y además, alguien que aspira a gobernar, debe saber hacerlo desde lo más sencillo, que es apelando a la célebre manía de dar al pueblo alimentos –hoy día llamados servicios sociales o Estado del Bienestar- y entretenimiento –de muy baja calidad, por cierto- para mantener a la masa tranquila y de paso ocultar o disimular hechos que podrían revelarse como controvertidos o incómodos.
Empezó la función con música, mucha música. Luego silencio. La gente se agolpaba en los asientos bien ordenados. Mi amiga era la única mujer del palco, cosa que contrastaba en un mundo, ese, totalmente masculino, sexista y recio. Al acto estaba permitida la entrada a mujeres y niños, pero no su participación en el juego, la cual, como en otras instituciones arcaicas como la Iglesia o la Masonería ortodoxa, está vetada. No deja de ser curioso que esto cause polémica en las instituciones religiosas pero no en las deportivas, como si fuera culturalmente aceptado que el hombre y la mujer son iguales socialmente, incluso deberían serlo a la hora de ordenar el “misterio”, la religiosidad o la espiritualidad, pero no en el deporte. Extraña esta hipocresía lúdica a no ser que la entendamos como una nueva religión que impone su patriarcado exclusivo.
Así que once hombres vestidos de rojo (allí les llamaban “la roja”) y once hombres vestidos de amarillo se enfrentaron unos a otros a la búsqueda, control y posesión de un objeto redondo que llaman “balón”. Me llamó la atención la uniformidad del vestuario, supongo que con la intención de hacer más fácil el juego y de paso alinear a los individuos en cierta cohesión grupal. Había, sin embargo, un matiz diferenciador en las botas, donde cada uno, y de forma más o menos libre, podía entronar su ego eligiendo el color y la marca preferida. Así que el control se manifiesta sutilmente no solo sobre el balón, sino sobre los individuos que lo mantienen, de los cuales se espera un comportamiento ejemplar, pero sobre todo, obediente y manifiestamente entregado a la causa, dejando el halo ilusorio –pobre expresión de libertad- a la hora de elegir sus botas. Un control que desde análisis macrosociológicos se expande hacia la sociedad total. Una especie de lavado de celebro que empieza en los “entrenamientos”, que sigue en las “concentraciones” y que termina en las ruedas –ruedos- de prensa con explicaciones vacuas, sencillas y carentes de inteligencia que la masa acepta, analiza y discute. Dicha alineación es practicada desde muy pequeñitos, pues esta es la forma que tienen nuestras sociedades de moldear al individuo en ilusiones y fantasías y mantener pasiva su creatividad o motivaciones esenciales encauzando muy sutilmente sus anhelos a meras quimeras futboleras.
El “campo”, visto en formato real, parece mucho más pequeño que esos macro espectáculos televisados que todo lo exageran tanto y donde parece que el esfuerzo de los “futbolistas” (así llaman a los hombres vestidos de multicolor) es desorbitado. Pero en realidad no hay tal esfuerzo. El campo es pequeño y no kilométrico como en la sabana africana. La yerba está bien cuidada y si caes no hay cocodrilos en ningún estanque, ni serpientes, ni escorpiones peligrosos. Como el balón sólo lo puede poseer una persona, los otros veintiún miembros se aburren o pasean de arriba abajo. Visto así, no lograba entender las cantidades astronómicas que se pagan a estos críos de veinti pocos años por jugar a un juego obscenamente estúpido, aburrido y sin ningún otro interés o función social que el de mantener a la “masa” entretenida.
Y la masa sólo se inquietaba o se emocionaba cuando en el campo había “dureza”. Una patada, un empujón, un insulto. Entonces se creaba expectación, tensión y cierta alegría colectiva acompañada de rabia, enfado o fastidio dependiendo de quién hiciera la agresión. Y entre los hinchas… bueno, esto fue lo más patético, así que mejor no comentarlo.
Violencia, mucha violencia integrada en esas emociones reprimidas. Y la violencia estaba implícita y explicita en muchos detalles. Primero, cada tres metros, había un guarda de seguridad que miraba atentamente las gradas y controlaba que todo estuviera en orden. Detrás de ellos, otra fila de policías que doblaban la “seguridad”. Por un momento pensé que estaba en una cárcel, en un campo de concentración (nunca mejor dicho) o en un auténtico y futurista circo romano, donde los gladiadores, algo más civilizados, buscaban no la sangre corporal de sus víctimas, sino la sangre vital y emocional de las mismas. Tanto monta.
El “partido” en sí me aburrió como una ostra, pero el espectáculo social me pareció alucinante y digno de estudio. El ver como nos engañan… como nos manipulan… como nos amansan… El sentir ese “pan y circo” para todos… El comprobar lo fácil que resulta dejar de pensar o fijar la atención en ese objeto redondo socialmente endiosado que necesita ser buscado, controlado y poseído para conseguir el objetivo de ser el mejor, de ser el ganador de la partida, de ser, en definitiva, el más estúpido entre los estúpidos…
Realmente me asustó lo vivido y experimentado en esas dos horas de “entretenimiento”. Me preguntaba porqué la sociedad es capaz de gastar tantos y tantos esfuerzos inútiles en espectáculos como ese y no es capaz de solucionar problemas tan complejos como el paro o el hambre en el mundo (aquí viene ahora la demanda demagógica). Hemos abandonado nuestros deberes como personas, nuestros deberes como sociedad civil, nuestros deberes como ciudadanos del mundo. Hemos abandonado nuestras obligaciones más esenciales, nuestros proyectos más vitales, a la espera, única y exclusivamente de “pan y circo”, donde nuestra única responsabilidad y nuestra única expresión de libertad se antoja en elegir “1”, “X” o “2” en las quinielas de turno. El fútbol ha sido capaz en nuestros días, en sustitución quizás de la concepción epidérmica y marxista de las religiones de antaño, de hacer soportable nuestra infeliz conciencia de servidumbre y esclavitud. Bienvenido sea el fútbol, la nueva religión social que, en boca de Heine, derrama en el amargo cáliz de la sufriente especie humana algunas dulces, soporíferas gotas de opio espiritual, algunas gotas de amor, esperanza y creencia.






























