Un mes de Noam


El pasado 13 de enero di a luz a una criatura por cuya vida llevaba velando algo más de 41 semanas, pero por quien llevaba luchando, aproximadamente, los tres últimos años. No era un simple deseo, sino mi más sincero anhelo del alma, algo mucho más profundo de lo que cabría expresar en unas líneas sentidas.
Es el amor más puro y prístino que jamás haya experimentado. El eje sobre el que todo gravita desde aquel instante en el que su primer llanto rompió el silencio del paritorio, naciendo él, naciendo yo; naciendo juntos. La Alexandra que durante 27 años había conocido se marchó aquel 13 de enero a las 13 horas, para renacer con él en una versión tan radicalmente nueva que, honestamente, da vértigo —como todo lo que realmente merece la pena en esta vida.
Hijo mío, hijo nuestro. Te imaginamos, te soñamos, te esperamos y te perdimos hasta cinco veces antes de que, por alguna razón, causa o misterio, a la sexta decidiste con firmeza quedarte a vivir en mi vientre, para ahora vivir a caballo entre mis brazos y los de tu padre, el mejor compañero con el que podría haberme embarcado en el gran reto de formar una familia y construir un Hogar, con mayúsculas.
Cuánta vida has traído a mi vida. Cuánta verdad. Cuánto sentido, cuánto propósito, cuánta dirección. Tanto, que todavía no he terminado de aterrizar en la inmensidad de ser Madre. Por más horas que me recree adorándote y admirándote, me resulta quimérico que estés aquí, al otro lado de la piel y, lo que es mejor, al otro lado de la imaginación, de lo ilusorio, de lo irreal.
Sin embargo, tras un mes sosteniéndote en mi regazo día y noche, alimentándote en mi pecho y acariciando cada uno de tus 51—ahora ya 55— centímetros, ha llegado el momento de acoger con el corazón abierto el milagro que estoy viviendo. De sentirme merecedora de este regalo sagrado y de abrazar con amor, responsabilidad y compromiso mi nueva y para siempre misión-labor 🌹
Alexandra

Bienvenido Noam. Mi nuevo mundo comienza contigo


Supongo que en la vida de cualquier persona hay dos momentos cumbre. El primero es el nacimiento. El segundo, la muerte. De ninguno de los dos somos totalmente conscientes. El primero ocurre desde lo más prístino y puro, y nuestra consciencia se va desplegando poco a poco, como si se tratara de una pequeña y suave ola que nace en lo profundo de un océano y va creciendo a medida que nosotros lo vamos haciendo. El segundo, la muerte, es más misteriosa si cabe. Puede ser una muerte instantánea. Puede ser de noche o de día. Por un brutal accidente o por una enfermedad incurable. Si bien la forma de nacer es una, los motivos para morir son múltiples y variados. Si bien sabemos la fecha exacta en la que nacemos, nunca sabremos la fecha exacta en la que vamos a morir. Nadie puede predecirla, a no ser por propia inmolación.

Hay un tercer acontecimiento importante, quizás el más importante de todos, del cual poco se habla: el nacimiento de un hijo. Nunca lo había pensado ni nunca lo había reflexionado hasta que el 13 de enero, a las 13 horas de la luna llena del lobo, nació Noam, nuestro hijo. Fue un momento que vivimos como único e irrepetible. Fue un momento que superó cualquier expectativa y que trascendió cualquier emoción o pensamiento que hasta ahora hubiéramos tenido. Fue el nacimiento de algo que pocas veces se experimenta y de lo que poco se habla: el amor incondicional y el valor de la esperanza.

Es cierto que con la edad uno hace todo lo posible por amar al prójimo y a la prójima de la mejor manera posible, sin desear el mal a nadie, sin buscar lugares comunes ni oscuros, sino viendo en el otro su punto de lucidez, de luz, de brillo. Llega un momento en que solo deseas amar a todos los seres sintientes de la mejor manera posible y desearles la más plena felicidad. Pero solo cuando participas del acto de la creación, del dispositivo que se despliega cuando la Vida, la Consciencia y el Amor se manifiestan por un acto de sagrada comunión, solo en ese instante comprendes profundamente y sin matices lo que encierra la palabra amor.

No solo es un amor carnal hacia un ser de carne y hueso que ha nacido gracias a nuestra participación. También es una fiesta espiritual, porque de alguna manera, estamos dando la oportunidad a un ser para que desarrolle y despliegue toda su vida manifestada. Y eso mantiene en vilo toda la responsabilidad que se puede desarrollar. Porque, más allá de aportarle bienestar, seguridad y libertad, crece en nosotros el compromiso vital de originar valores, sensibilidad y pensamiento crítico ante una realidad compleja y extraña. También profundidad, para que pueda ver más allá de lo aparente, más allá de lo tangible, y pueda con ello ser capaz de desarrollar en sí mismo todo su potencial humano, todos sus dones y talentos.

Aún es pronto para saber nada de él, ni para cotejar qué habilidades o principios desplegará dentro de sí. No sabemos su grado de inteligencia o sensibilidad, si será o no una persona profunda o espiritual, si será un cocreador, un conservador o un destructor, siguiendo con la tradición oriental. No sabemos si mantendrá una posición egoísta o generosa ante la vida, si florecerán en él habilidades para las matemáticas o para el arte, o para la carpintería o la fontanería. En el fondo, no tenemos puestas ninguna expectativa sobre esas cosas, que él con el tiempo deberá elegir de forma libre y consciente. Nuestra labor será potenciar aquello que él quiera, siempre que sea algo bueno para él y para el conjunto, y siempre que sea para hacer el bien, sin importarnos el estatus o la riqueza que eso le pueda aportar. Nunca escuchará de nosotros eso de que debe ser rico o de provecho. Pero sí que sea buena persona, con él mismo, con el prójimo y especialmente con los inocentes seres sintientes con los que deberá convivir en este hermoso planeta. Haremos lo que esté en nuestras manos para hacer de un hombre bueno, un hombre mejor, pero siempre desde el respeto y la admiración. Haremos lo posible para que dentro de él se desplieguen las semillas del amor y la esperanza, porque de alguna manera, cada vez que nace un ser, nace un grito de amor y esperanza para un nuevo mundo, para una nueva tierra.

Es un shico, es hermoso, es bello. Deseamos lo mejor para él, para que cumpla con su propósito interior y ayude, en la medida de lo posible, a ser partícipe del gran propósito de la Vida, de esa Gran Obra en la que construimos lo mejor de nosotros para ofrendarlo a los otros.

Tránsitos


Suena música inspirada en Peter Deunov. Movimientos y variaciones de La Paneurythmie, o el hermoso Ether Bleu. Música adecuada para los que transitan, para los que se marcharon porque ya les llegó la hora. Una hora incierta, inquietante, misteriosa. Una hora que nos llega a todos, ricos y pobres, sin dejar a nadie atrás. Miro el cielo ahora azul, con el lento transitar de unas nubes blancas que se antojan caprichosas, sublimes en ese azar de formas y gaseosa existencia. Cada nube parece representar a alguien que quiso elevar su reino a otras alturas. Que dejó la densidad de la tierra para elevarse en espíritu a un mundo más celeste y brillante.

Solo hace unos días viajé a tierras de María santísima, al caluroso mediodía, para despedir a una de las matriarcas de la familia. Allí estaba el tanatorio con su cuerpo inerte, rodeado de los suyos, de toda la familia que por fin se reunía ante la fiesta de la muerte. Si para algo sirve la despedida de un ser querido es para avivar el fuego que late en la sangre de la manada. Es una llama invisible, pero real. La sangre guarda un misterioso lazo que nos une, a pesar de nuestras diferencias y nuestras dispares vidas. La sangre y su transmisión encierra un misterioso viaje grupal de dimensiones inexplicables.

Nos dimos cuenta en la iglesia, en la blanca y purísima ermita de Jesús. Todo el pueblo fue a la despedida de esta gran mujer, madre de todas las madres, Purificación para todos los que deseaban tener un abrazo sincero. El llanto y el recuerdo dio paso a la procesión hasta el cementerio. Una procesión lenta acompañada, ya a lo lejos, de las campanas de la iglesia que sonaban tristes y apagadas. Y allí quedaron los restos, mientras todos nos mirábamos con cierta incredulidad, como si aquello no hubiera pasado, como si la muerte realmente no existiera. El primero de la saga en caer fue mi padre, aún muy joven para abrazar a la extraña parca. Ella ha sido la segunda. Y el ciclo continua.

Sobre todo los ciclos sabía mucho Jaime, el cual acaba de trascender también a otro plano. Discípulo directo de Aïvanhov y director de la Fraternidad Blanca Universal en nuestro país, fue un gran conocedor y transmisor de las enseñanzas del espíritu. Fiel traductor de la biografía de Aïvanhov que editamos en nuestra editorial Nous, lo recordamos con esa sonrisa amiga, entrañable, traviesa, afable. Su partida deja un nuevo vacío en esa otra familia, la familia del alma, la familia amable que sugiere el abrazo y la complicidad, en esa otra sangre, la etérica, que también nos une.

Le decía hoy a un amigo que poco a poco nos vamos todos, los de una y otra familia. Los primeros, parece que abunda la sangre y que habrá relevo. La otra, la familia espiritual, se me antoja cada vez más reducida, cada vez más lejana y perdida y peleada, como si de repente todo se fuera muriendo y no hubiera relevo posible. Murieron los grandes, y los pequeños que quedamos, andábamos perdidos en luchas de ego, en dialécticas anticuadas, en búsqueda de glorias y reconocimiento.

Dicen que en el 2025 habrá un gran cónclave, y que allí toda la energía se renovará y todo volverá a resurgir con mayor fuerza. Nada de eso sabemos en nuestra pequeñez. Ahora solo pensamos en los que se fueron, y lo hacemos con cierta alegría porque ahora viven en nuestro recuerdo. En aquellos infinitos y apretados abrazos de la tita Puri cada vez que en verano íbamos a ver a la familia al pueblo. Y de esa picaresca y amable sonrisa de Jaime cuando quedábamos en cualquier parte para hablar de libros, traducciones o misterios. Larga vida para ellos en la sangre que compartimos y en el recuerdo que pervive. Como esas nubes blancas que ahora transitan en todo cielo.

Preparando el nido


«¿Y por qué os preocupáis por el vestido? Observad cómo crecen los lirios del campo: no trabajan ni hilan,  y aun así ni el mismo Salomón, con toda su gloria, se vistió como uno de ellos».  Jesús.

Pacientemente, las golondrinas primero eligieron la ciudad, más tarde la calle y, por último, por alguna razón que nunca conoceremos, terminaron haciendo pacientemente un hermoso nido de barro en nuestra casa. Observábamos el tesón y la profesionalidad de la asustadiza pareja, que a pesar de que todos los días nos topábamos con ellas, desconfiaban de nuestra presencia. Día tras día iban colocando pequeñas motas de barro una tras otra, en filas semicirculares, concluyendo pacientes en un nido perfecto donde acoger la futura prole. Mientras hacían el nido, se las veía hacer el amor en los cables de la calle. Una vez terminada la morada, en cuestión de poco tiempo, tuvieron la primera puesta y nacieron los primeros cinco golondrinos. Cuando nos quisimos dar cuenta, esas cinco nuevas vidas empezaron a revolotear por la finca, aprendiendo las técnicas primarias de supervivencia, a hacer giros en el aire, a lanzarse al vacío y buscar comida. Al poco tiempo, una vez maduras las primeras cinco, llegó una segunda puesta, esta vez de tres polluelos. Y ahora que todos están criados, se las ve ir y venir, como buscando el mejor sitio para cuando les toque el año que viene ser ellas las precursores de la Vida. Y así generación tras generación hasta el final de los tiempos.

Es ley de vida que, para poder tener prole, hay que tener nido, un nido material y un nido espiritual. Fue lo primero que pensamos antes de ponernos manos a la obra con la difícil tarea de concebir. Ante los primeros abortos de repetición, decidimos que estar viviendo una vida bucólica en una cabaña en mitad de un perdido bosque, en las montañas, quizás no fuera lo mejor. Dadas las circunstancias y los adversos acontecimientos circundantes, volamos un poco más al sur, buscando tierras más cálidas, y buscamos un nido más confortable. Tras cinco intentos fallidos y cierta desesperación, el sexto cuajó con fuerza.

La gestación es algo lenta. Dura unas 40 semanas. Un tiempo largo en el que hemos tenido tiempo de pasar del miedo y la desconfianza más absoluta hasta cierta ilusión y esperanza al ver que de momento todo va bien. Al pasar el ecuador de las veinte semanas hace justo unos días, los ánimos nos hacen pensar ya en las diez mil cosas que un niño necesita para llegar al mundo civilizado. La cuna, el carrito, la ropita, los pañales… La civilización se ha llenado de necesidades para que el bebé no pierda el calor imprescindible para la vida. En estos días, la preparación del nido material se hace imprescindible.

Desde hace unos días el niño no para de moverse en el vientre materno. No parece que vaya a salir al padre, de carácter tranquilo y pausado, sino más bien a la madre, más nerviosa e inquieta. Aún no sabemos si físicamente tendrá reve mantequillero o será un bienichito, pero todos los días nos interrogamos sobre lo complejo que debe ser educar a un hijo, y de lo difícil que debe ser influenciar en su vida para que sea una persona de bien, justa, sincera, amable, alegre, con valores y una esencia bella.

Viendo las cosas que ocurren ahí fuera y los valores que esta sociedad suele inculcarnos, nos acordamos en demasía de la vida bucólica y salvaje que vivíamos en las montañas, algo aislados de ese a veces oscuro mundo materialista. Es evidente que allí donde naces y donde te crías, te influye poderosamente. Si naces en una sociedad racista, machista, xenófoba, egoísta, competitiva, y los que te rodean comparten esos valores, hay muchas probabilidades de que la nueva criatura obedezca a esa identidad grupal. ¿Cómo educarla en los valores del espíritu libre, en los valores del apoyo mutuo, la cooperación, el amor al prójimo, el respeto a los demás, la fraternidad, la igualdad, la libertad y la consciencia, en un entorno tan hostil?

Preparar el nido no es solo volcar las fuerzas en los aspectos materiales de la vida. También hay que hacer un gran esfuerzo para que las ideas y los valores sean hermosos y elegantes, y no un coctel peligroso de ideas rancias y violentas. En esas andamos, interiormente, preparándonos para mostrar lo mejor, y para guiar todo lo que podamos a ese nuevo ser que pronto se precipitará a este mundo, a esta familia, a este entorno. Y así generación tras generación hasta el final de los tiempos, transmitiendo la sangre de los antepasados a las futuras generaciones, mejorando en cada propuesta, todo lo que se pueda. En definitiva, cumpliendo con nuestra parte en el misterioso ciclo de la vida.

Tres latidos


Ha sido una mañana fría y gris de otoño y Madrid, como siempre, estaba llena de coches, ruidos y rutina. La sierra oeste parecía más calma, más tranquila, más sosegada. Cogimos el coche y llegamos puntuales al que decían era el mejor lugar de toda la capital. La imagen estrecha, la impuntualidad y la dejadez aparente junto a cierto hacinamiento no parecía indicar precisamente eso. Pero allí estábamos, dispuestos a enfrentarnos a lo que la vida y el destino caprichoso quisiera.

Nos cogíamos de la mano y mirábamos al infinito. Por dentro, preocupación, nerviosismo y esperanza, sobre todo, mucha esperanza. Las noticias de estos días, con la guerra en Ucrania-Rusia y en Israel-Palestina nos tenía preocupados. Tantas almas desencarnando. Tanto dolor, tanta tristeza, tanta desesperanza. Fuera el mundo se autodestruía, y dentro de nosotros se abría camino.

Ella entró primero. La miré a los ojos como si de una despedida se tratara. Angustiado, quedé en la sala, esperando, esperanzado, nervioso, preocupado, irascible, iracundo. A los pocos minutos alguien pronunció mi nombre y me invitó a entrar. De repente, entré en una pequeña sala semioscura que parecía una de esas cámaras de reflexiones donde no faltan objetos simbólicos. Me imaginaba estar en ese ombligo del mundo donde todo se escucha, en esa matriz oscura, pero a la vez luminosa. En ese lugar imitable de los templos donde hay una pequeña calavera, un reloj de arena, una vela apagada, algún sabio pergamino, una cadena rota, una pequeña daga y un jeroglífico.

Sin embargo, en esa pequeña sala de reflexión había algo más. Vida, más Vida. Un hilo hilozoísta que atravesaba todos los corazones. Nos dimos la mano mientras llorábamos. Se hizo un silencio enorme y de repente, para nuestra sorpresa, se escuchó un pequeño latido acelerado. La emoción llenó la sala, la mayor expresión de alegría y esperanza se apoderó de nosotros. Felicidad, alegría, felicidad, alegría, y una gran esperanza contenida.

Allí, en esa pequeña cámara de reflexión, de Vida, se escucharon tres latidos. Uno pequeño, rápido y poderoso. Y dos grandes, a punto de explotar de la emoción. Tic, tac, tic, tac, tic, tac. Tres corazones en uno. Dos corazones latiendo en armonía en un mismo cuerpo y un tercero acompasando el ritmo desde el abrazo continuo. Magia, milagro, Vida, más Vida. Y esperanza, una gran esperanza, contenida, prudente aún, pero llena de gozo y de gracia. Tres latidos, así es el milagro sempiterno de la existencia. Así es el latido del Mundo.