"Hoy, antes del alba, subí a las colinas, miré los cielos apretados de luminarias y le dije a mi espíritu: cuando conozcamos todos estos mundos y el placer y la sabiduría de todas las cosas que contienen, ¿estaremos tranquilos y satisfechos? Y mi espíritu dijo: No, ganaremos esas alturas para seguir adelante". Walt Whitman
Este año nuevo voy a ser un poco más egoísta. Quiero decir que voy a intentar pensar un poco más en mí, pues me tenía, y me doy cuenta, bastante abandonado. No significa con ello que mengüe mi generosidad hacia los demás, sino que esta vez será mesurada y más pensada, al mismo tiempo que aumentará mi generosidad hacia mí mismo. Sí, uno de los mayores propósitos para este año será ser egoísta, o si se prefiere, más generoso conmigo mismo.
También intentaré disminuir mis vicios menores. Es cierto que nunca he bebido una gota de alcohol, ni probado un cigarrillo o cualquier tipo de droga. En eso no tengo queja en cuanto a mi comportamiento saludable. Pero soy un yonqui del azúcar, aunque quizás podría decir que soy un adicto a algunas cosas que llevan azúcar. Sí, soy vegetariano desde los dieciséis años, pero mis amigos siempre dicen que soy más bien galletariano. Prometo para este nuevo año comer menos galletas, y menos dosis de turrón de chocolate. Esos son mis pequeños vicios menores. No quiero rozar ningún tipo de perfección con respecto a ellos, pero sí cuidarlos…
Con respecto a los mayores, no creo tener muchos, excepto una enfermiza adicción al estar enamorado. Pero prometo no enamorarme este año, ni meterme en relaciones de ningún tipo. No deseo tener pareja y voy a intentar ser más huraño en cuanto a las relaciones en tercera fase que impliquen un compartir de flujos de cualquier tipo. En estos últimos años he sido demasiado alegre en cuanto a dejarme llevar por cualquiera que me sonriera un poco, me diera algo de cariño y me guiñara cualquiera de los ojos. Este año, mi propósito será ser un auténtico estúpido cuando alguien utilice algún tipo de artimaña para seducir mis carnes. Lo siento, pero aún no me siento recuperado de mi último envite, y ya pronto hará dos años. Cuando alguien me bese y me diga eso de «no quiero hacerte daño», saldré corriendo porque seguro que lo hará. No tengo, que yo sepa, ningún otro tipo de vicio mayor.
Este año me voy a dar algunos caprichos. Nunca lo hago excepto para favorecer a terceros. Pero este año quiero ser extremadamente derrochón conmigo mismo. Todo aquello que se me antoje buscaré la forma de hacerlo. Iré a tomar pizza cuando me apetezca, me compraré una moto eléctrica porque para coche aún no me llega y viajaré siempre que mis ingresos me lo permitan. Como mis ambiciones materiales están más o menos consumadas, inventaré alguna para darme la sensación de que aún soy excesivamente humano y necesito derrochar en algo, aunque sea una tontería como ir al cine o comer pizza. Prometo que este año haré cosas normales.
Lo de la salud es algo que me preocupa. Siento que con los extremos esfuerzos de estos meses tengo el sistema inmunológico hecho añicos. Así que intentaré trabajar menos en aquello que no sea satisfactorio para mi alma o para mi cuerpo. Todo aquel trabajo que requiera un exceso de esfuerzo lo rechazaré de inmediato. Si alguien me llama para construir un tejado, juro que lo mandaré al carajo.
Me gustaría ganar más dinero. Tengo la empresa abandonada y de tanto pensar en los otros me olvidé de mí mismo. Este año deseo potenciar todo lo que ahora tengo. Me gustaría editar menos libros, pero mejores, que me llenen de auténtica satisfacción, y a poder ser, que además me aporten beneficio. Uno se cansa de perder tanto y tanto dinero con autores que nunca agradecen tu labor. Quiero mantener unas finanzas saneadas y no dar tanto, practicando así un poco la contención cuando un tejado se derrumbe o cuando toda la casa se inunde. Seré más precavido conmigo mismo, y no dejaré que nada de lo que pase a mi alrededor perturbe mis finanzas, excepto por fuerza mayor.
Aunque hoy es el día de los santos Inocentes, todo esto es verdad, y por supuesto, también es verdad lo de la pizza. Este año voy a comer muchas más pizzas que el anterior.
«La cicatriz de Belén». Banksy instala en Belén un provocador pesebre con muro y agujero de proyectil
«En la naturaleza existen tres maravillas perpetuas: la magia de la materia, el milagro de la vida y el misterio de la humanidad. En todo ser humano se encuentran y se unen estas tres maravillas». Eros and Psyche, de Benchara Branford
Feliz Navidad a todos. Feliz renacer a la luz. Nace la luz y todo aquello que lo representa. Los dioses nacen en estas fechas, y los dioses son aquellos que portan la luz como hilos de consciencia que se precipitan en nuestra helada cueva. La luz vence porque requerimos de su esencia para poder ver en la oscuridad brillante que campa por todo el universo. La obsesión por la luz es precisamente esa. Allá fuera, en el universo, todo es oscuro.
Este año tuve la oportunidad de buscar la cuna en la cueva de Belén. Era una cueva oscura, desaliñada, desamparada. No era un lugar especialmente hermoso. La oscuridad era presente en el pequeño recinto que toda clase de peregrinos y turistas frecuentaban. Unos por fe, otros por curiosidad. Me aparté un tiempo mientras contemplaba a unos y otros ir y venir, e intentaba imaginar el pesebre. Allí escuché una voz y seguí una estrella, una luz, un rastro de luz. De todos aquellos que campan por el pesebre, ¿cuántos realmente llegarán hasta el Calvario? Es una reflexión profunda en estos tiempos, especialmente para aquellos que creen en la fe que envuelve toda la historia de Jesús el Cristo. ¿Quién realmente continua las sendas que ese inocente niño que hoy nace una y otra vez en nuestros corazones nos enseñó?
Pude seguir sus sendas, incluso oré en silencio en Getsemaní. Anduve por las calles de Jerusalén intentando entender el dolor que más tarde encontraría en el monte Calvario. Todos en el fondo tenemos sed de divinidad, hambre y apetencia de aquello que nos eleva como seres humanos. Pero necesitamos, año tras año, recordar el nacimiento de la Luz para poder acercarnos, aunque sea en breves instantes, a todo lo que ello comporta. A pesar de esa sed, nadie desea realmente implicarse en las arduas tareas del servicio y el sacrificio. Nadie está dispuesto a comprender los ciclos, con su expansión de vida, pero también con su decrepitud hasta la muerte. En estos tiempos de auténtica oscuridad, pocos festejan realmente la apetencia de Luz.
Cristo nació para recordarnos la importancia de dejar de ser humanos animales y convertirnos de verdad en seres humanos espirituales, que es como decir que seamos de verdad seres humanos. De ahí que lo que nace en Belén no es un pequeño niño cargado de símbolos y misterio, si no la anunciación de que algo nuevo está naciendo en el interior de todos los nosotros. Una semilla, un trozo del telar cósmico que se engendra para volvernos más cercanos a nuestra esencia. De ahí el recuerdo del nacimiento constante, en pleno solsticio de invierno, con la esperanza de que una y otra vez renazca en nosotros ese mensaje de fe y esperanza, de retorno a las fuentes primordiales, que no es más que el recuerdo de lo que realmente somos.
Necesitamos renacer continuamente en el recuerdo de nosotros mismos para revelar nuestras riquezas interiores. El mensaje de hoy es diminuto, casi no es percibido en su sutileza más profunda. Pasa desapercibido entre grandes cenas y comidas, entre fiestas y consumo. Pero es necesario reavivar en nosotros la llama de su esquema, de su realeza profunda. La Navidad no es solo un símbolo, es el recuerdo de todo nuestro peregrinar en la Tierra. Paz y amor a los seres humanos de buena voluntad, y que el recuerdo reavive la llama de luz. ¡Luz, más luz!
Con Maia, una niña especial que no me hubiera importado tener a conveniencia.
Soy un romántico. Lo admito. Acabo de rescatar mi viejo Prius y ya lo tengo de nuevo a mi lado. Tras más de un millón de kilómetros juntos parece mentira que esa nave espacial, mitad hotel, mitad coche, esté de nuevo conmigo. Siempre me fascinó conducir ese coche y ahora tendré que gastar algo de dinero para que circule algún tiempo más, pero es que no tengo remedio. Pongo un circo y me crecen los enanos, como me dice siempre enfada Dolores por mis decisiones excéntricas. Así me va.
Como estoy gafado en casi todo, no me extrañó cuando hoy el constructor dijo que se había puesto enfermo. La única semana en la cual después de tres meses no daba lluvia y va y se pone malo. ¿Qué hice? Pues me subí al tejado a clavar las losas yo mismo. ¡Qué desánimo! Este mes está siendo extraño, raro y difícil.
Ayer fui a Lugo para tomar un café con una amiga profesora, doctora y con ganas de tener hijos. Le acabamos de editar un libro que habla sobre inteligencia emocional y fui a llevarle algunos ejemplares. Tuvimos una conversación muy interesante sobre el mundo de la docencia y los hijos. Le confesé que por dentro también sentía el deseo de tener hijos pero que tal y como está el patio lo veo prácticamente imposible. Ella me dijo que se está preparando para ser madre soltera, que no necesita un padre a su lado y que en cuanto termine las oposiciones su siguiente reto será tener un hijo por medios no convencionales.
La conversación me resultó muy interesante porque de repente se me ocurrió que, viendo como está evolucionando el mundo de las parejas, y antes de que la Inteligencia Artificial invada nuestras vidas íntimas y privadas, incluidas en ellas nuestras relaciones con las máquinas (tiempo al tiempo), estamos viviendo un periodo de transición. En ese periodo de transición en el que las máquinas con inteligencia artificial pronto ocuparán el rol de las parejas actuales, aún estamos a tiempo de tener hijos por conveniencia. Es evidente que las parejas de hoy día no soportan, la mayoría de ellas, la relación con todas sus consecuencias. Tarde o temprano terminan dejando la relación y en la mayoría de las veces, con mal rollo o mal sabor de boca.
Se me ocurría conversando con esta amiga que quizás una salida noble, por decir algo, a todo este lío relacional que forcejea además con algunas necesidades primitivas o naturales como son las de tener hijos, podrían solventarse con un acuerdo. El acuerdo consistiría en tener un hijo con gastos, afectos y custodias compartidas, con las ventajas que eso supone para ambos y con el alivio de no tener que involucrarse emocionalmente en una relación. Serían hijos por conveniencia con padres convenientes.
Seguramente, dicho así, podría sonar absurdo, chocante o brusco. Pero viendo lo costoso de los divorcios, la ruina que supone normalmente para el padre que debe abandonar el hogar y pasar una alta pensión y dado que las nuevas relaciones no están por la labor de seguir con el viejo paradigma de pareja estable, pues, ¿por qué no llegar a un acuerdo donde se pacte tener hijos sin llegar a implicación emocional alguna? Como dicen los conservadores extremos, un coito que dura más de dos minutos es vicio o socialismo. Pues eso, la conveniencia puede durar solo dos minutos y un pacto bien amarrado para compartir la custodia de un hijo.
Quizás, tras mis fracasadas experiencias emocionales, me esté volviendo excesivamente frío y distante, escéptico diría en cuanto a relaciones estrechas se refiere, pero visto fríamente, no me parece una mala idea para aquellos que desean tener hijos pero no quieren meterse en líos emocionales de los que casi nunca se sale bien. En esta sociedad líquida e impermanente, ¿por qué no buscar soluciones igual de líquidas e impermanentes? No sé, por decir algo…
Es inevitable que para que nuestro negocio o trabajo funcionen tienen que existir al otro lado personas que consuman nuestros productos y servicios. Noviembre, junto a enero y agosto, es uno de los peores meses para los empresarios. Yo mismo lo noto en las cuentas de la editorial, donde todo son pérdidas y pocas las ventas de libros en estos días. La paradoja, excepto para los funcionarios, es que los empleados deben consumir inevitablemente para que el sistema funcione y sus puestos de trabajo no peligren. Es una paradoja que se retroalimenta una y otra vez y cuyas consecuencias ya estamos empezando a experimentar con el cambio climático. Es el precio del bienestar social. Sueldos dignos para mantener una vida digna que basa su existencia en el consumo extremo.
Si tuviera poder de convicción me gustaría invitaros a que pasarais unos días en el bosque. A muchos de vosotros os presentaría de nuevo a nuestra madre Naturaleza, tan olvidada en estos tiempos de prisas e internet. Os daría un paseo por los verdes prados, entre árboles, mirando al cielo y la luz que tenuemente recorre las veredas. Os hablaría del tiempo, de como transcurren las cosas cuando nos alejamos del ruido de la ciudad y como el silencio va fraguando en nosotros una calma especial, casi mística.
También os hablaría de la necesidad de empezar a practicar en nuestras vidas la simplicidad voluntaria. Es cierto que no os puedo pedir que vengáis todos a vivir a los bosques para, de una forma radical, ser coherentes con el ciclo urgente en el que vivimos, pero sí intentaría moldear vuestras prácticas de consumo, incitando a que cambies la forma de hacerlo. Y la mejor forma que se me ocurre es cambiar las cosas por experiencia o conocimiento, e incluyo en el conocimiento, en el saber, la cultura y el aprendizaje.
Esta es una forma de simplicidad voluntaria que puede generar el que con el tiempo los empresarios piensen más en crear experiencias y conocimiento que cosas. De hecho, las grandes empresas que gobiernan el panorama económico, Google y Facebook, generan experiencias, y no cosas, y no les va nada mal. Pero hay otras experiencias que pueden llegar a crear un matiz diferenciador, y pongo como ejemplo ese paseo por los bosques, donde siempre ocurren cosas que jamás se olvidan. Las semanas de experiencia que organizamos aquí en verano son muestra de ello.
Hoy es un día que nos incitan a consumir. Los empresarios necesitan generar dinero para poder pagar las nóminas de aquellos que tienen contratados. Forma parte del juego. Pero ese juego puede cambiar si empezamos a disfrutar de la vida con menos cosas y mayores experiencias y saberes. Y si esas experiencias están dentro del marco de generar cultura o inspiración o visión o de crear un modelo ecológico o una idea de compartir, de cooperar y de apoyarnos mutuamente, es decir, de crear un nuevo marco de relaciones, un nuevo paradigma de ética donde todos ganemos, entonces ese consumo, además de ser responsable, se convertirá en algo necesario.
Así que disfrutad del BlackFriday, pero hacedlo desde la más absoluta de las consciencias para que en el futuro sea un día luminoso, blanco y bello. Un WhiteFriday donde acompañemos a la naturaleza en su esplendor y belleza.
(Cuña publicitaria: si hoy compras un libro en alguno de nuestros sellos editoriales, te regalamos otro, ¡venga ánimo! Pon WhiteFriday en el asunto y te llegará un hermoso regalo en agradecimiento por consumir cultura, talento, arte. Ya sabes, además, que los beneficios van directamente al Proyecto O Couso… )
Este era el título de una de las versiones de la tesis doctoral. Por supuesto no gustó y fue censurado. También las ideas que allí se planteaban o que querían poner el acento en este tipo de cuestiones. La disidencia e independencia intelectual no siempre es posible. Al menos que seas codependiente de las instituciones que albergan y protegen el conocimiento y sepas camuflarte o adherirte a sus causas. El estar por fin separado de las instituciones y poder ser crítico con ellas me permitirá hablar más abiertamente de asuntos importantes que nos afectan a todos. Lo paradójico es que, tras esa censura, las propias Naciones Unidas son las que plantean ideas de corte parecido, poniendo el acento en la alarma mundial que padecemos. Véanse los Objetivos para el desarrollo sostenible.
Es desesperante y frustrante gritar para advertir sobre lo que parece irreparable. Muchos pueden pensar que no hay marcha atrás, que estamos navegando felices hacia el iceberg que lo hará estallar todo por los aires. A veces el optimismo y el navegar contra corriente resultan parecerse a esos ídolos caídos. Al principio nos parecían felices soñadores, luego pasan de golpe a convertirse en seres narcisistas y egocéntricos. Los ídolos caen en cuanto adentramos la perspectiva a otros lugares menos fantasiosos.
Muchos ya están cansados de pregonar o de potenciar esa engorrosa necesidad de tener que aportar argumentos suficientes sobre lo que está pasando. Ya no se trata de explicar que el mundo se está agotando. Más bien estamos en el punto de tener que decidir drásticamente si deseamos ser partícipes o no de su destrucción. Esto encierra una especie de radicalidad exponencial que nos acercaría más a la hipocresía extrema o a la decisión de cambiar para siempre nuestras vidas.
Lo primero es sencillo, solo tenemos que fingir que no pasa nada. Podemos lavar nuestras consciencias con depósitos enteros de buenas intenciones diarias. Reciclar algún plástico, bajar el consumo de grasa animal, comprar productos bio o hacer algún donativo a proyectos alternativos. Todo eso en esa gran fiesta bucólica en la que todo es posible gracias al fingir que todo está bien.
Pero la segunda opción es compleja. Requiere radicalidad y cambiar los fundamentos profundos de nuestras vidas. Y a eso no estamos dispuestos. Nadie está dispuesto a deconstruirse de repente, a no ser que haya tenido un arrebato de locura, o en el mejor de los casos, algún tipo de iluminación que le lleve hasta las puertas de la mismísima lucidez. ¿Quién dejaría hoy día el pescar peces para lanzarse a la compleja tarea de pescar almas? Elegir entre un mundo distópico o un ilusionante mundo utópico en el que albergar algún tipo de esperanza futura, esa es la cuestión. Lo primero podría parecer hipócrita y lo segundo, ingenuo.
Sería imposible imaginar que de repente las ciudades se despoblaran. Sería igualmente imposible imaginar que de repente, al menos la mitad de la población renunciara a los requisitos de consumo que hasta la fecha poseemos. Sería imposible imaginar que una gran parte de la humanidad decidiera abandonar el círculo vicioso de la ciudad -trabajo-consumo-más trabajo-más consumo- para albergar algún tipo de alternativa más natural, más en acorde con la naturaleza, y siempre, ante una tendencia decrecionista, donde menos es más y donde las cosas empiezan a cambiarse por las experiencias. La simplicidad voluntaria como camino alejados del crecimiento que nos inculcan desde los estamentos.
La patogénesis de la enfermedad que padece el planeta es bien clara: nosotros mismos confrontados a nuestra avaricia. Nos hemos convertido en una plaga que está envenenando todo cuanto tocamos. Ya somos más de siete mil millones de habitantes con deseos de crecer y crecer y crecer sin darnos cuenta de que vivimos en un planeta finito. Fingimos, en nuestra personal hipocresía, que todo está bien. Pero estamos incubando dentro de nosotros el final de los tiempos. Las alarmas crecen, el mundo está enfermo y no hay doctores suficientes capaces de diagnosticar y curar el cáncer que padecemos. El sistema doctrinal del que somos esclavos no nos permite ver con sinceridad y valentía lo que está ocurriendo. Tampoco nos permite actuar en consecuencia. Faltan grandes dosis de locura o lucidez. Tanto da cuando de lo que se trata es de salvar el mundo, y de paso, a nosotros mismos.
¿Cómo cambiar de paradigma? Por más que agito a mi alrededor nada cambia. Casi me cuesta una vida y un poco de locura el cambiarme a mí mismo. Sí, es cierto, me vine a vivir a los bosques y vivo en una pequeña cabaña de madera. Una locura. Pero insuficiente.
Una persona a la que tengo en alta estima despachó nuestra relación advirtiendo de que nos habíamos conocido en esta vida para saldar una deuda kármica y por lo tanto, una vez saldada, nuestra reciprocidad ya no tenía sentido. Qué cosa esa manía de justificarlo todo con el karma. No hemos venido a esta vida a pagar ninguna deuda. Hemos venido a ser útiles a la creación, a cooperar inteligentemente con todos los seres que nos rodean y, por lo tanto, no hemos venido a pagar deudas, si no a comprometernos con la realización del maravilloso plan de la existencia.
Culpar al karma de nuestras irresponsabilidades es no asumir nuestros errores en ese plan de luz y de amor, de alegría y felicidad. El karma es sólo una ley de consecuencia, de causa y efecto. No hay un juez rector que juzgue nuestras acciones. Sólo disfrutamos de los frutos de nuestra propia cosecha. Así de simple. Si cosechamos odio, recogemos odio. Si cosechamos amor, recogemos amor. No te encuentras con la gente para saldar deudas, te encuentras, o te reencuentras, para aprender a amarlas, a respetarlas, a comprometerte en la responsabilidad de hacer de un mundo bueno, un mundo mejor al lado del otro. No huyendo despavoridamente cuando las cosas no salen como a uno le gusta, cuando el otro pone de manifiesto todas nuestras imperfecciones y miserias.
Cuando creemos en el karma de la forma irresponsable en la que lo hacemos, estamos creando irresponsabilidad en nuestro entorno, en nosotros mismos. Es cierto que no tenemos porqué estar soportando a nadie, pero también es cierto que, si hay personas que han significado alguna cosa alguna vez en nuestra vida y deseamos cerrar ese ciclo, es bueno y necesario cerrarlo bien, con amor, con dulzura, con cariño, con tacto. Especialmente porque la gente es de carne y hueso, es frágil y además son seres sintientes. Aunque parezca mentira, y cada vez ocurre con mayor frecuencia, hay personas que un día te dicen que son tu alma gemela y al día siguiente te despachan por no sé sabe qué historias del karma.
Lo que sí hay es mucha ignorancia. Mucha irresponsabilidad con las relaciones. Como esas personas que te prometen el oro y el moro, te conquistan, te enredan y al día siguiente desaparecen sin más y para siempre. Para eso mejor que no entren en tu vida, que no te enreden, que no intenten embaucarte. Las nuevas generaciones son tremendas para eso. Acostumbrados a crecer en el más puro egoísmo, hacen de los otros meras marionetas, pequeños avatares o emoticonos de su realidad virtual. Hacen y deshacen sin crear vínculos verdaderos, comprometidos, responsables. Reducen al otro a un usar y tirar.
La verdad es que el tema de las relaciones es demoledor en estos tiempos que corren. Y todo por culpa del karma, claro. Pero a nadie se le ocurre acercarse al otro desde el dharma. Nadie habla en términos de deber o obligación hacia el otro, de cierta ley moral, de cierta correcta conducta, de cierta ética a la hora de rozar al prójimo. Es mejor sacar al otro de quicio, es mejor despojarlo de su dignidad, asumiendo que no tenemos ningún tipo de responsabilidad sobre nuestra a veces déspota y despiadada conducta. En fin… cosas del karma… para qué seguir… Pues eso…
Bueno, sólo una cosa más: no, no vamos a «regresar a casa» ni nos van a abducir ninguna nave espacial para llevarnos a no se sabe qué paraíso ni nos vamos a librar del karma iluminados de repente en no se sabe qué luz. Así no funciona el universo. Así funciona el escapismo, la irresponsabilidad y el don de no asumir nuestra parte en el curso inmediato de la vida.
San Francisco de Asís amando a los animales y tratándolos de hermanos
Y aquel en quien se sembró la semilla entre espinos, éste es el que oye la palabra, mas las preocupaciones del mundo y el engaño de las riquezas ahogan la palabra, y se queda sin fruto. (Mateo 13:22)
La censura hoy día existe, pero es sutil. Es creada por saturación. Hay tanta información, tantas cosas, que no importa lo que digamos o lo que expresemos o lo que sintamos en nuestro interior, caerá en un saco roto. Es la perfección de un sistema que ha conseguido afinar sus técnicas de manipulación masiva. Por eso ya casi no hay revoluciones, excepto cuando no podemos comprar cosas (acordaros de la crisis del 2008). Resulta paradójico. Si tenemos un sueldo y unos grandes almacenes cerca donde poder gastarlo, no pensamos, no actuamos, no nos quejamos y apaciguamos tranquilos los pastos y las veredas del conformismo. Sin cuestionarnos nuestras vidas, sin revelarnos ante ningún tipo de acontecimiento ni mirar hacia los cielos cargados de luminarias para preguntarnos qué hacemos aquí o para qué hemos venido, si la vida tiene algún tipo de sentido más allá de ir a los grandes almacenes con nuestro «cari» a comprar algún mueble inútil (a falta de «cari» propia, me encanta ver pasear a los «caris» en los grandes almacenes, me quedo embobado viéndolos, envidiándolos sanamente, observando sus sueños y sus manos entrecogidas, ignorando la ilusión de esa imagen que nadie sabe cuánto durará entrelazada en estos tiempos de futilidad en los muebles y en las relaciones). Las redes sociales hacen el resto. Nos atrapan, nos engullen, nos roban nuestro único tesoro verdadero: el tiempo. Con o sin caris.
Un amigo que trabaja en el servicio de inteligencia dice que el mayor temor del Estado no es el terrorismo ni el cambio climático ni siquiera los nacionalismo. El mayor temor es el paro. Si la gente se queda sin dinero, sin sueldo, sin trabajo, el caos se apodera del sistema, porque si no hay sueldo no puedes sobrevivir en un sistema perfectamente atado, sin posibilidad de salir. La hipoteca nos atrapa, las tarjetas de crédito nos atrapan, las tarjetas de fidelización nos atrapan sutilmente con sus excelentes descuentos, los créditos al consumo nos atrapan… Son las cadenas de nuestro tiempo. Es la esclavitud perfecta, la trampa perfecta orquestada de forma voluntaria por sus participantes. El panopticón social perfecto. No hacen falta esclavistas ni vigilantes, nosotros somos nuestros verdaderos verdugos. La autocensura es perfecta. Lo escribí en el libro «Creando Utopías, el papel de la rebeldía ante el Nuevo Orden Mundial«, (del cual ya estoy preparando la tercera edición revisada): «a los esclavos de sí mismos».
Los mercaderes de los que hablaba Jesús dominan todo el espectro. Sus deseos nacen de satisfacer la avaricia. Ya no desean cosas, desean cosas grandes, voluptuosas, impresionantes. No desean un coche, desean el coche más potente y más caro. No desean una casa, un apartamento, desean un palacete en una gran finca. La avaricia es el hilo conductor que sustenta todo el sistema. Lo llaman «progresar». Si la avaricia quebrara, el sistema quebraría. Los mercaderes dejarían de comprar cosas grandes, y por lo tanto, no necesitarían mano de obra barata y sumisa que enriqueciera sus arcas. Las ganancias, la verdadera plusvalía, viene de nuestra esclavitud. Ellos necesitan nuestro jugo más valioso, el tiempo, para comprar grandes cosas. Y esa mano barata no se vendería si no fuera por la ilusión irreal de aspirar, con un golpe de suerte, a tener también cosas grandes. ¡Qué gran trampa! Luego vendrá la revolución robótica y el sistema se autorregulará a un nuevo orden social mundial. ¿Quién comprará las cosas si son los robots los que trabajan? ¿Y si los robots fueran nuestros avatares? Por ahí irán los tiros. Pero este es otro debate.
En nuestra pequeñez, nos conformamos con comprar un apartamento con balcón. Tener balcón es síntoma de grandeza dentro de nuestro ridículo círculo, porque de alguna forma quiere emular el jardín, la finca. Además, nos da distinción ante los vecinos que viven en zulos sin balconada. Como no podemos tener grandes cosas, nos compramos pequeñas cosas, pero grandes, aunque tengamos que pagarlas a plazos. Grandes móviles, mucha ropa, grandes televisores. En el fondo es una especie de avaricia que nació en un tiesto pequeño. La vida en las ciudades tiene una lógica demoledora, subversiva.
Como no podemos jugar a la bolsa, que es el juego ludópata de los ricos, jugamos a la lotería, que es el juego ludópata de los pobres. La ilusión es la misma, la sensación es la misma, pero a diferente escala. Los ricos invierten millones de euros, los pobres algunos céntimos, normalmente lo que sobra cuando vienes de comprar el pan, solo para una cosa: tener más, aspirar a más olvidando la lógica aplastante del mercado y de nuestro mundo: todo es limitado y los recursos no son infinitos. Por eso todo es calderilla cargada de ilusión, porque si por un remoto casual nos tocara la lotería, todo ese dinero lo utilizaríamos, sin dudarlo, en comprar grandes cosas, el coche más potente, la finca más grande, quizás un yate y un avión privado. Es como el balcón o la terraza, porque qué sería de la avaricia si no viniera acompañada de cierta vanidad. Por supuesto no todos los pobres ni todos los ricos son iguales, es sólo un símil, solo una idea para la reflexión de unos y de otros. Pondré un ejemplo ilustrativo, casi gracioso y ridículo para llegar al fondo de la cuestión.
Esta noche, como ya es ritual en este lugar, me metía en el pequeño gallinero para hacer recuento: dos patos, diez gallinas, un gallo y los dos pavos, el pavo y la pava bizca, pobre. Estaban todos, no faltaba nadie. A pesar de ser diferentes, de especies diferentes, de tamaños diferentes y de colores diferentes, duermen todos juntos, comparten el mismo espacio de amor todas las noches y por el día, durante las primeras horas, comparten el trozo de corral que les pertoca. A media tarde, cuando ya han puesto los huevos que luego degustamos agradecidos, les abrimos las puertas y campan libres por toda la finca, excepto los patos, que se van corriendo al estanque como si no hubiera más vida que ese chapuzón diario y excepto la pava bizca, que aún no sabe si es pato, gallina o pavo (vive en un mar de dudas quizás por esa media visión de las cosas, pobre). Esta finca no es de ricos, es de pobres, porque al igual que los pavos y los patos y las gallinas, la compartimos. La diferencia es significativa. No nos mueve la avaricia ni la codicia ni la vanidad de poseer nada, sino la necesidad y el estímulo de compartir, con amigos y extraños, con patos, gallinas y pavos, aunque sean bizcos. Esta es la ilustración, la visión, la consciencia diferente (y diría que urgentemente necesaria para que la avaricia no acabe con nuestro mundo).
Aquí el conocimiento es sutil. No nos esclaviza, sino que nos libera. Al no despertar en nosotros la avaricia (lo bueno de vivir en los bosques es que existen pocos estímulos), no deseamos tener ni poseer cosas. Queremos abrazar la naturaleza, comprender su misterio, enraizar con ella. Queremos pocas cosas que siempre compartimos. Es una apuesta compleja y difícil, arriesgada en los tiempos que corren, criticada, muy criticada, pero no es novedosa. San Francisco lo intentó hace casi mil años y Jesús, hace dos mil.
Mi querida Mercé, (hoy es su cumpleaños, felicidades hermosa alma), me regaló, a modo de guiño, el cuadro que comparto en este artículo. San Francisco fue un ejemplo puro de simplicidad voluntaria, lo que antes se llamaba votos de pobreza. Ahora somos más modernos y lo llamamos de forma diferente, pero en el fondo es lo mismo. San Francisco, al igual que su mentor Jesús el Cristo, combatió la avaricia mediante el decrecimiento voluntario. Ya lo dijo en muchos textos: “No podéis servir a Dios y a las riquezas”. “En verdad os digo que es difícil que un rico entre en el reino de los cielos. Y otra vez os digo que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el reino de Dios”.
Realmente Jesús no se refería a los ricos ni a las riquezas en sí mismas que, si son compartidas, no hacen mal a nadie. El problema es el egoísmo que encierran en nosotros, seamos ricos o pobres, la avaricia y la vanidad que nos mueve. A día de hoy, esa avaricia (Weber decía que el capitalismo es una forma de ordenar nuestra avaricia, y por lo tanto es algo bueno) está destruyendo el mundo que habitamos. Por eso debemos buscar fórmulas para agitarnos, para compartir nuestras riquezas y convivir de forma humilde, con un bienestar mínimo, pero alejado de nuestras egoístas aspiraciones. Así que con vuestro permiso seguiré agitando las consciencias, sutilmente, pero despertando, al menos, la duda sobre lo que hacemos, de a quién le vendemos nuestro tiempo y lo más importante: para qué. Democratizar el conocimiento ha sido una gran revolución. Ahora nos queda pendiente democratizar las riquezas para que pavos y gallinas y patos puedan disfrutar por igual de una gran finca sin distinción de género, raza, creencia o condición social.
Gracias de corazón por apoyar esta escritura… ricos o pobres, gracias por democratizar vuestra riqueza… haré lo mismo con todo lo que aquí llegue…
“Después vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra habían dejado de existir”. (Apocalipsis 21:1)
Nuestros antepasados han invertido infinitos esfuerzos generación tras generación para mantener el estado de cosas en el que nos encontramos. El producto de ese titánico esfuerzo es lo que nos permite ahora mismo disfrutar de la tierra en la que vivimos. Para algunos, más bien pocos, esto no ha sido suficiente. La degradación a la que estamos sometiendo el planeta está conduciendo al mundo a un escenario apocalíptico. Los últimos incendios en grandes zonas de la Amazonia no es nada en comparación a lo que, globalmente, estamos condenando al planeta.
En el apocalipsis se habla siempre de dos ciudades antagónicas: Babilonia, la cual representaría la parte más grotesca del ser humano, y la Nueva Jerusalén, que representaría la parte más sublime, de gozo y alegría, de paz y amor. El problema de Babilonia y sus estímulos es que estamos enamorados completamente de la misma, de sus placeres, de sus encantos. Nadie por propia voluntad estaría dispuesto a abandonar ese lugar que provoca cierta seguridad. Como digo, demasiadas generaciones han invertido demasiado esfuerzo para su mantenimiento, y la hipnosis sobre esa idea es siempre colectiva. Luchamos y morimos por defenderla.
Son muy pocos los que piensan que debemos hacer algo para cambiar el escenario al que nos abocamos, a pesar de la hipnosis colectiva y la ceguera que la acompaña. Los antropólogos primitivistas norteamericanos de tendencia anarquista afirman que el único modo de encarrilar la humanidad es abandonando por completo el modelo de modernidad actual, la Babilonia apocalíptica en la que nos podemos encontrar dentro de poco si no regulamos nuestra forma de vida. Inspirados por el ensayo de Marshall Sahlins titulado “Economía en la Edad de Piedra”, estos teóricos de las ciencias sociales afirman que la auténtica revolución y liberación humana pasará por la vuelta al neolítico y por el abandono radical de nuestra actual forma de vida.
Dicho así, parece un imposible, si no fuera por esas pequeñas islas experimentales que de alguna forma intentan demostrar que otra forma de vida es posible. Es evidente que habrá dos formas de asumir el cambio: una por propia iniciativa individual cambiando nuestro modelo de vida y tomando, diría que heroicamente, las riendas de nuestras vidas hacia un estilo diferente, radicalmente diferente. La otra manera nacerá del inevitable cataclismo al que nos abocamos y que, en una, dos o tres generaciones a lo sumo, terminará con la vida humana tal y como ahora la conocemos. El primer escenario es esperanzador, pero aparentemente inútil. La gente solo reacciona ante la pérdida o el dolor, ante el sufrimiento de hechos inabarcables. Excepto en contadas ocasiones, que por rebeldía intelectual, moral o espiritual, deciden cambiar radicalmente. El segundo escenario ya se está dando. Sutilmente de momento, pero quizás de forma más desmedida a medida que pasen los años.
La nueva Jerusalén de la que habla el apocalipsis debe nacer en nosotros. Esto es una evidencia. Al menos parece una evidencia moral e intelectual clara. El problema es que esa evidencia no nos interesa porque no estamos por la labor de ningún tipo de restauración moral, intelectual o espiritual. Y sobre todo, porque no estamos dispuestos a derrumbar todo aquello que nuestros ancestros han construido generación tras generación. Romper con ese compromiso, con esa brecha generacional, con esa absurda reverencia hacia lo pasado será lo que cavará inevitablemente nuestra tumba social. Dicho así, el milenarismo ya ha llegado, y el apocalipsis va a llegar si no cumplimos con nuestra parte, si no radicalizamos nuestras vidas hacia un componente de cambio real, hacia una forma de entender la existencia totalmente diferente.
¿De qué está hecha nuestra sustancia arquetípica? ¿De arcilla, de barro, de puro mármol blanco, de brillo, de luz, de color? El verbo crea la sustancia y la moldea según su propia naturaleza. Nuestras vidas son el resultado de ese trabajo continuo de alfareros, de constructores, de marmolistas o de luminarias. Parte de nuestra vida consiste en construir una perfecta cárcel para algún día, descubrir la necesaria pureza del hecho destructor. Una hermosa paradoja entre lo que se construye, lo que se sostiene y lo que se derrumba ante el clamor de la fuerza interior.
Alguien hablaba en el siglo pasado sobre la necesidad de construir “un templo del cual surgirán las Palabras de Poder, a fin de liberar a muchos prisioneros”. Hay una hueste que nos habita, pero está atrapada, esclavizada al mundo de las formas, al mundo que desde el ego construimos, encerrando en oscuras cavernas nuestra más brillante esencia. El constructor de esa cárcel, el carcelero, es nuestro ego, nuestro pequeño ego, tan poderoso en el mundo de la forma que es capaz de tener atrapado a su prisionero, el alma. De ahí la necesidad, para muchos desconocida, incomprensible, de construir lugares donde poder liberar a muchos prisioneros. Lugares de fuerza donde mediante la actividad grupal se pueda desprender aquello que requiere liberación.
Este es un doble trabajo: primero, destruir lo construido desde el egoísmo y la ceguera para luego construir un lugar sagrado, puro, cristalino, desde el que liberar al que brilla dentro de nosotros. La verdadera magia consiste en dirigirse a los dioses en su propio lenguaje. Esto provoca un hecho milagroso, algo que libera parte de nuestra esclavitud, algo que provoca que nuestra nota clave sea dirigida con fuerza hacia esa liberación. Si se hace de forma grupal, el resultado es doble. Por una parte, liberamos al prisionero, y por otra, llamamos la atención de aquellos que ya están construyendo desde unas esferas más sutiles y brillantes.
Que trabajo tan difícil el de liberar prisioneros. Qué carga tan pesada cuando se hace desde la más pura intuición, sin mayores herramientas que aquellas que vamos adquiriendo mediante la ardua experiencia. Y que poco reconocimiento, que pocas formas de entender este duro trabajo. Y luego la liberación nunca es total, porque realmente el prisionero, en estos tiempos, está debilitado por el mundo de las formas. El carcelero, poderoso, se cree firme y fortalecido por las corrientes materialistas que imperan en nuestro tiempo. Un mundo egoísta solo puede enaltecer el egoísmo. Un mundo enfermo solo puede proteger a sus enfermos. Los médicos, los asistentes, los auxiliares, los enfermeros, son pocos. También son pocos los hospitales del alma donde sanar y crear visión, donde liberar al alma presa.
¿Cómo realizar esta ardua tarea ante seres que aún se alimentan de sangre, seres que aún llenan sus pulmones y venas sagradas con todo tipo de venenos, seres agazapados en la mentira de la ilusoria materia, con sus gobernantes, la avaricia y el egoísmo, dirigidos todos por el general encarnado en la ignorancia? ¿Cómo seguir liberando almas en esta batalla interminable cuando los monjes-guerreros son cada vez más escasos, más débiles, más cobardes? ¿Dónde está el cáliz que debe alimentar su coraje? ¿Dónde las fuentes que deben fortalecer su propósito? Aún en los bosques perdidos, en escarpadas montañas, se puede encontrar lugares ocultos donde ascender y liberar al prisionero. Aún en rincones perdidos existe un conjunto de hermanos del espíritu libre capaces de seguir en la lucha continua por la liberación.
Han llegado amigos desde todas partes. Barcelona, Madrid, Burdeos, en Francia… En estos días de reencuentro solicité paz, amor y alegría. Pedí al universo que fortaleciera las columnas de la belleza, la sabiduría y la fuerza. Las energías del caos habían atraído situaciones especiales, y había que volver a renovar los principios, los acuerdos y especialmente los roles asumidos. Hoy pedí a una gran persona que hiciera de maestra de ceremonias. Su belleza interior hizo que el ritual fuera excelente. Hicimos un círculo de sabiduría cuyo tema estaba centrado en la tolerancia, el cual fue la excusa para introducir el sentido exacto de este lugar.
Ella organizó todo de forma hermosa. Primero, nos hizo entrar al templo arrodillándonos simbólicamente ante una espada que, de no inclinarnos humildemente ante la grandeza de la vida y el misterio del universo, podía cortar nuestro cuello-ego. Antes de empezar la ceremonia, el círculo, antes de la que la luz se manifestara en la tierra como mensajera del sol, cantó una hermosa oración. Luego, como buena maestra de ceremonias encendió la luz, tocó a golpe de mallete el gon y pasó la palabra de occidente a oriente y del mediodía al septentrión. El círculo duró algo más de tres horas de plena atención, enseñanza y compartir. Tras anunciar la última palabra y al cerrar los trabajos, ella volvió a cerrar el círculo entonando primero el Padre Nuestro en arameo y la Gran Invocación, terminando todos cantando el “Non nobis, Domine, non nobis. Sed Nomini Tuo Da Gloriam («No a nosotros, Señor, no a nosotros. Sino a Tu nombre sea dada la gloria”), una de las frases emblemas de nuestro proyecto. Esta oración templaria, cantada entre todos en la ermita, en círculo, cogidos de la mano alrededor de la luz de la vela, representante del Cristo solar que hoy se crucificaba, ha sido una bonita forma ritual de poner orden en las energías del lugar. Energéticamente, se ha hecho un hermoso ritual psico-mágico representando todas las fuerzas.
Cuando el caos se apodera de nuestras vidas hay que cerrar los ojos y danzar alrededor de la luz, de la esperanza, de la fe en que todo puede terminar ordenándose. Así ha ocurrido, la alegría ha vuelto a reinar en nuestros corazones, en esta pequeña y modesta encomienda. El amor se ha desvelado como el misterio al cual acudir, como la revelación última a la que estamos llamados. De forma abstracta, simbólica, arquetípica, hoy la luz ha vencido a la oscuridad. Quizás solo por un momento, quizás solo por unos días, pero suficientes para que nos sirva de guía para siempre. Gracias de corazón a los aliados que han venido desde tan lejos para cumplir con su parte en el ritual. Gracias de corazón a los que elevaron la antorcha de sus corazones para guiar nuestra senda. Un día mágico y especial. Un día para el recuerdo. Gracias, gracias, gracias… Non nobis, Domine, non nobis.
Realmente mi vida es un libro en sí misma. No haría falta escribir muchas más páginas. Bastaría dejar pasar unas horas y podría contar mil anécdotas. Además, como tuve la suerte de servir para los servicios de inteligencia de mi país, puedo decir que ahora sí que soy un escritor de verdad. Porque un escritor que no haya sido espía, no es realmente un verdadero escritor. Espía, vagabundo, visionario, antropólogo, aventurero, repartidor de pizzas, embajador consorte, empresario, editor, utópico, hippie, burgués, asexual, amante empedernido, enamoradizo, ecologista, bohemio, político, caminante, peregrino, curandero, parapentista, mago, ciclista, pintor, filósofo, insumiso, presentador, doctorante, intelectual, alumno, profesor, conferenciante, actor, articulista, telefonista, repartidor, limpiador, rosacruz, masón, arcano, teósofo, místico, esotérico, ocultista, mentecato, naturalista, anarquista, administrativo, trabajador social, educador, monitor, poeta y a veces, sí, a veces, escribo libros. Si mi gran ego tuviera algo más de memoria podría recitar una cuarta más de oficios y beneficios de esta corta vida. Pero tengo más ego que memoria, así que lo dejo aquí, porque realmente, he venido a hablar de mi libro, que en el fondo, es un libro frágil, tímido, marginal.
En mi vida he ayudado a mucha gente y he sido ayudado por mucha gente. Es una balanza equilibrada la cual agradezco. Cuando era niño, medio a escondidas, hacía nidos de pájaros cogiendo maderas inútiles en la carpintería de mi tío. Recuerdo que eso fue lo primero que hice por algo o alguien que no fuera yo mismo. Eso me pareció trascendente, porque cuando haces algo por los demás, de alguna forma trasciendes tu vida, tu ego, tu visión de la vida. Los pájaros son seres muy frágiles, quizás por eso esa fue la primera página de mi verdadero libro, aquel pequeño nido para pájaros cuya intención no era otra que ayudar a las aves a anidar y repoblar así la tierra con música volátil. No hay nada más hermoso como sentarte bajo un árbol y escuchar a un pájaro libre cantar.
Luego mi ayuda se extendió como voluntario a Cáritas, la Cruz Roja y una decena de organizaciones donde, de forma tímida y voluntariosa, procuraba servir. A niños autistas, a niños marginados, a niños con síndrome de Down, a niños tetrapléjicos, a niños complejos. El servicio a los demás, al frágil, al abandonado, al débil, de forma desinteresada, fue una bonita página. Estudié trabajo social porque allí te daban herramientas para ayudar al marginado, al débil. Entonces ayudé a los marginados de la calle, a los vagabundos, a los pobres de verdad, los que habían perdido todo, incluso la esperanza, incluso la cordura, incluso la compañía.
Esa segunda página fue trascendental en mi vida. Yo había sido débil y frágil desde pequeñito hasta que entendí que el mundo estaba siendo humanizado por los frágiles poetas, por los débiles artistas, por los inútiles escritores que configuraban la realidad de lo que debería ser la existencia humana. Por eso me hice escritor, antropólogo, filósofo y utópico de la vida. Los frágiles y débiles diseñamos el mundo para que los fuertes puedan construirlo. Los frágiles y débiles crean la poesía, la escritura, la filosofía, la ciencia, el arte que hace que el mundo sea bello, humano. Mi vida es una vida de fragilidad, de ahí mi empeño en proteger a los marginados, a los que mueren poco a poco de pena o soledad. Como ser frágil, solo puedo dedicarme a pensar el mundo para que sea mejor. Luego ya vendrán los fuertes con sus grandes manos, y lo construirán. Como ser débil, solo puedo pararme a imaginar un mundo más bello, a describirlo con sumo detalle, a indicar de qué mejor manera se puede poner una placa solar, una cabaña octogonal en armonía con el bosque. Puedo imaginar una utopía y diseñarla y cumplir con la promesa de que se construya. Sí, los débiles imaginan el mundo, y al hacerlo, ayudan a su construcción, a su mejora, a su progreso. Soy débil, por eso imagino mundos, por eso escribo mundos… por eso, por ser débil, voy creando utopías…
Thérèse soñando (Thérèse rêvant), 1938, de Balthus
“Aunque el resplandor que en otro tiempo fue tan brillante hoy esté por siempre oculto a mis miradas. Aunque mis ojos ya no puedan ver ese puro destello que en mi juventud me deslumbraba. Aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores, no hay que afligirse, porque la belleza siempre subsiste en el recuerdo”. William Wordsworth
Me hubiera gustado ser padre. No lo niego. Al menos me hubiera gustado tener esa sensación, disponer de esa posibilidad. Pero la realidad se impone con cierta crudeza. En este mundo efímero, delicado y trágico resulta difícil comprender que no todo tiene cabida en la vida. La aventura de un guerrero no es compatible con la chifladura de un loco y ninguno de los dos arquetipos tiene cabida en la serena imagen de un padre de familia. Por más que he intentado conjugar esas tres formas de vida, una de ellas se resistió hasta el final.
Aún así, en este mundo que se derrumba, subsiste en mi recuerdo la dicha que en otros tiempos pudo con esa posibilidad. Ahora que todo se desintegra, ahora que la comunidad tradicional sucumbe, que los valores tradicionales se esparcen por las cloacas de la modernidad, entiendo que mi papel no es más que el papel que representa al nuevo hombre: apático, solitario, triste. Un guerrero desarmado, un loco sin camino, un padre invisible gracias a los avances de la fecundación in vitro. Poco más nos queda por hacer en ese reguero de modernidad aplastante excepto adaptarnos, invisibles, al teatro que se impone, al papel que se nos exige para estar en concordancia con los nuevos tiempos.
De alguna forma me alegro por los avances del feminismo. La mujer ha conquistado cuotas de poder y emancipación inimaginables hace un siglo. Al mismo tiempo, casi sin darnos cuenta, la mujer se ha masculinizado, perdiendo la suavidad de su rostro y la amabilidad del trato. Sus valores más arraigados, su propia belleza intrínseca, han desaparecido gracias a sus conquistas sociales. Aunque aún queda mucho camino por recorrer, es cierto que la mujer ha avanzado en derechos y obligaciones al mismo tiempo que perdía parte de su gloria.
Ese avance, hecho con torpeza, ha creado una nueva sociedad, una nueva forma de entender la vida, las relaciones, ahora de quita y pon, de pego, de paripé pueril y fugaz. Lo masculino se atrofia para dar paso a otro modelo sensiblero, miedoso, patético. Algo iconoclasta, pero más bien figurante. Algo casi de mentira que se abre paso intentando reivindicar un modelo obsoleto, apagado, estéril.
Es cierto que las mujeres tienen mil motivos para movilizarse una y otra vez. También es cierto que los hombres, ahora más feminizados que nunca, deben apoyar estas movilizaciones, fundirse con ellas, solidarizarse con ellas. Al mismo tiempo, hay que reordenar interiormente cosas que se están perdiendo por el camino, hay que revisar con sumo detalle roles y valores que están menguando o migrando, posiciones que deberían recuperarse para que unas cosas no fueran sustitutas de otras, sino más bien complementarias.
A pesar de todo la belleza siempre subsiste en el recuerdo. Así que mientras salimos hoy a la calle para exigir mayores conquistas, la polifonía seguirá engullendo todo aquello que pervive en los arquetipos, todo aquello que aún anhelamos cuando todo perdemos. Sigamos exigiendo, pero no perdamos el aroma suave de la hierba, el esplendor y la belleza de las flores. Igualemos los derechos y obligaciones, pero que la mujer siga siendo lo mejor de una mujer y el hombre, lo mejor de un hombre.
Nunca tenemos mucho tiempo para mirar a nuestro alrededor e interrogarnos sobre lo observado. Hemos creado unas vidas aceleradas que no cuestionan nada. Si se nos dice que vivimos en una esfera que da vueltas alrededor de un astro luminiscente, lo creemos sin cuestionarnos mucho más allá de esa aparente verdad. Realmente no es importante si vivimos en una tierra plana o esférica. Ni siquiera nos hemos parado a pensar si nuestro pensamiento es plano o se desarrolla con ramajes espirales, si es producto de un psicotrópico o de una mentira repetida cien veces.
Realmente no tenemos tiempo para nada de eso. Más bien obedecemos a las circunstancias que nos hemos implantado, seguidos por una corriente de tradición que nos guía desde la cuna sobre lo que tenemos que pensar, decir, sentir y hacer. Lo preocupante de todo es que creemos sin cuestionar todo lo que pensamos. Es decir, somos valedores de nuestra propia realidad, de nuestro propio pensar, por lo tanto, no hay forma humana de poder modificar nada sobre nosotros mismos. Si pensamos que la tierra es plana, sin cuestionar el origen de nuestras ideas, moriremos expuestos a nuestras creencias, y por lo tanto, moriremos en una realidad que durante toda nuestra vida nada o poco se habrá modificado. Somos hijos de lo que pensamos. El problema es cuando dejamos de hacerlo, de cuestionarnos, de cuestionar la vida.
En unos meses hará un año que deambulo solo por el hado. Podría estar perfectamente acompañado, disfrutar de una tradicional relación y sucumbir a los deseos astrales de la emoción. Podría estar embelesado salpicando el mundo de poesía o ensoñación, disfrutando de lo animado a tientas con lo intangible. Descubro que ahora que tengo tiempo y no debo explicación a nada ni a nadie, podría estar haciendo cualquier cosa y nadie sospecharía nada. A nadie realmente le importaría si subo o bajo, si giro a la izquierda o a la derecha. Realmente, si nos fijamos en las relaciones, todas se encuadran en un estereotipo básico aprendido y aceptado. Pero nadie se cuestiona las relaciones. Simplemente las aceptamos por algún grado de filiación o afinidad. Por lo tanto el estar o no acompañado, el tener o no relaciones, es como pensar si la tierra es esférica o plana.
Entonces, si todo lo aceptamos y nada nos cuestionamos, de parar algún día a hacerlo, podríamos habernos dado cuenta de que nuestras vidas más bien era algo vacío que se adaptaba a unos simples patrones de realidad, de proyección, de teatralidad, interpretando un papel basado en roles y estatutos que nosotros mismos nos autoimponemos. Siervos de la servidumbre de nuestras realidades, y especialmente, siervos de esa necesidad de destacar o demostrar algo, aunque eso solo sirva para mendigar rodajas de afecto vacuo.
Esta mañana me acordaba de los refugiados con los que tuvimos la suerte de interaccionar hace dos años frente a las costas turcas, en las islas griegas. Intenté buscar información sobre ellos, sobre qué había sido de sus realidades y sus vidas y no encontré absolutamente nada. Las ONGs que allí estaban sobre el terreno habían desaparecido. Los voluntarios andamos en otros asuntos y las noticias han cegado esa realidad. Y entonces me preguntaba sobre en qué realidad vivimos los que vivimos de forma mecánica la vida. En qué basamos nuestras vidas, sobre qué valores, sobre qué cuestionamientos, sobre qué clase de libertad para decidir realmente lo que deseamos. Aquí no hay guerras, excepto los que la tientan en su interior. Aquí no hay refugiados, excepto aquellos que se esconden en sus escenarios para no cuestionarse nada.
Esto es una verdad difícil al mismo tiempo que incómoda. Si basamos nuestra existencia en no pensar, en actuar de forma mecánica, como si fuéramos un artefacto sin autonomía ni voluntad, uno se pregunta qué clase de naturaleza posee y a qué ha venido a esta vida tan corta y tan milagrosa. Si tenemos tiempo y nos paramos en alguna vereda y miramos con suma atención a nuestro alrededor, el escenario deja de ser simple y llevadero. Digamos que si nos paramos un rato a contemplar la existencia en su máxima plenitud, empezamos a entrever una red de complejidades absolutamente extraordinarias, una especie de mundos dentro de otros mundos que se desarrollan de forma asombrosa no solo en sus partes tangibles, sino también en sus extraordinarias fuerzas de dimensiones intangibles. Si nos paramos un rato a pensar, quizás nuestras vidas empiecen a liberarse, empiecen a cuestionarse nuestras cegadas maneras de hacer las cosas. Si nos paramos, aunque sea por un momento, quizás demos a luz un inicio danzante, diferente, sublime, verdadero.
¿Qué es ser un pagano? Decían los antiguos que los paganos eran los que vivían en el campo. Eran los rústicos, los que habitaban los “pagus” y tendían a adorar a los dioses antiguos. Dioses que ayudaban en las cosechas, que vivían en los astros y nos animaban a sembrar en luna decreciente. Estos días estoy experimentando la vida en la aldea, la vida pagana donde adoramos al sol, al viento, a la tierra, al agua, al misterio del éter en toda nuestra más absoluta desnudez. Desnudos por el campo, asomando nuestros dedos a lo más profundo de la tierra húmeda, explicitando un arte gótico con los árboles, con la hierba, con las silvas, la Naturaleza se muestra como la representante más sagrada del Absoluto, del Misterio.
Los que tienen experiencia enseñan a los nuevos. Escuchamos atentos para saber cuando podar, cuando sembrar, cuando preparar la tierra. Dedicamos un tiempo prudente a entender los misterios que encierra la supervivencia en mitad de la nada, especialmente en estos tiempos donde la nada se ha apoderado de todo, y vivir una vida pagana resulta insólito e inquietante. Los dioses del dinero aquí no existen. Ni siquiera los dioses de las cosas, de lo superfluo. Aquí todo se vive con intensidad, con viveza aguda, con todos los sentidos, como si cada acto sencillo estuviera rodeado de cierta pureza, de cierta sacralidad.
La vida en el campo de alguna forma es sagrada en cuanto todo se venera. El hacer fuego es un ritual que ayuda a calentar la casa al mismo tiempo que hace el proceso alquímico de cocinar los alimentos. El viento se vive con intensidad, porque forma parte de esos dioses invisibles que permiten que todo quede limpio, que la vida se esparza. Aquí las catedrales se visten de verde, de musgo, de hierba. Los campanarios son esos árboles cargados de frutos o pájaros que te miran con curiosidad. El templo es cada rincón donde reposar cansados y observar la Obra mientras oramos en quietud.
Aquí no hay privilegios, solo inspiración, silencio, cariño por la vida y todo lo que se teje a su alrededor como un manto misterioso que cubre cada pétalo de existencia. El agua fluye desde los manantiales más profundos y el beberla ya supone un acto de tributo a lo más insondable. La propia vida es el centro de todo, por eso no se descuida, no se aniquila con máquinas que nos mantienen alejada de ella. La vida fluye incesante, como una fiesta, cada día como si fuera un ciclo nuevo, con sus sorpresas, con sus añadidos.
La vida pagana discurre lenta porque no hay distracciones. Cada segundo renueva en nosotros un hálito de sopor, una recompensa por el esfuerzo, aunque sea mínimo.
Los nuevos paganos son aquellos que hacen de la vida un arte sencillo y verdadero. Son aquellos capaces de apreciar en una rama o en el canto de un pajarillo la grandeza total de la infinitud. Son los que detienen los relojes y prenden la llama de un nuevo tiempo sopesado y administrado por el instante presente, por el ahora incombustible. Los nuevos paganos adoran la risa y el llanto, la alegría y el soñar. No tienen prisa por nada. Cada paso, cada momento, es una oración cargada de alabanzas al Creador de todas las cosas. Sus emociones se esparcen por la tierra y sus pensamientos se los lleva el viento. El alma se aposenta entre el canto del grillo y los atardeceres cargados de bosque. Los caminos consumen momentos de canto y la flauta del roble entona su propia ensoñación. No tenemos nada, pero al estar vacíos, poseemos la infinitud.
«El hombre santo, el hombre perfecto, es aquel que en la total espontaneidad de su amor creador y en cada uno de los tres reinos principales de la naturaleza, material, vital y social, cumple con todos sus deberes, desarrolla todas las verdades y conoce todas las bellezas, cada uno en su máxima potencialidad, en su yo natural”. Eros and Psyche, de Benchara Branford
La vida debería ser un juego alegre, divertido, cargado de humor, y no un constreñido aparato de seriedad pusilánime. Inclusive la vida espiritual, siempre encorsetada en estampas serias y reliquias fúnebres. Me gustaría hablar un poco de esta estrecha y angosta mirada, especialmente en aquellos que de repente se iluminan y miran al resto de la humanidad por encima del hombro, inclusive a su propia familia.
No quiero entrar en la reflexión de si debo abandonar a mi familia porque me he enamorado de otro u otra, o abandonar a la familia porque he encontrado un trabajo mejor o una oportunidad mejor de cualquier tipo. Esto, que ahora es tan frecuente y que se realiza de forma tan artificial e irresponsable, creo que no habría que discutirlo moralmente. En el mundo en el que vivimos, en el que todo vale y en el que las personas nos hemos convertido en objetos de uso, y no en sujetos sintientes, no vale la pena entrar en un debate estéril.
Pero hoy sí tenía ganas de comentar la cuestión, igual de problemática, de aquellos que de repente encuentran algún tipo de salvación o iluminación en alguna nueva creencia que entra en sus vidas como un huracán, arrasando a veces con todo, inclusive con la propia estabilidad económica y familiar. Una revelación, una nueva forma de ver las cosas, una iluminación interior, un descubrimiento, a veces rozando el puritanismo más atroz o la severidad más absurda o el ridículo más burdo. Esa grotesca imagen de una figura seria, estreñida entre recitales de mantras y entonaciones del om, entre serias meditaciones transcendentales o exóticos viajes a la India para adorar al gurú de turno, pero que carece de relación íntima con lo profundo. Una superficialidad como cualquier otra disfrazada de beatitud que deja de serlo en cuanto se vuelve seria, triste y amargada.
Quería hablar de aquellos que abrazan, iluminados, un dogma o una doctrina, un gurú o un maestro o cualquier cosa que de repente les hace sentir plenos y aparentemente reverentes, obviando todo lo que hasta ese momento era sus vidas. Por desgracia, he conocido a personas que de repente lo dejaban todo por abrazar su nueva fe o su nueva creencia, haciéndolo de forma inconsciente e irresponsable. Que destrozaban familias enteras porque de repente se veían o sentían superiores en conocimiento, verdad y creencia a los suyos. El azote de lo que muchos llaman el orgullo espiritual arrasaba con todo lo que hasta ahora era razonablemente sostenido.
El orgullo espiritual nos hace pensar que hemos sido elegidos especialmente para algún tipo de misión. El orgullo espiritual nos hace creer erróneamente que somos especiales y que, por lo tanto, debemos buscar personas especiales con las que desarrollar nuestro propósito. Nos aleja quizás de la tarea más espiritual de todas, que es la de amar a nuestra familia, a nuestros hijos, a nuestra pareja, estén o no “iluminadas”, sean o no sean como nosotros, piensen o no piensen como nosotros, desde la alegría, la broma y el buen humor. El orgullo espiritual nos aleja de unos de los trabajos más espirituales que existen en el mundo que es el de amar y respetar al prójimo, especialmente al prójimo familiar. La cantera de aprendizajes espirituales que desarrollamos en el entorno de la familia, el respeto, la comprensión, la empatía, la flexibilidad, la tolerancia, el amor incondicional, el compartir, la alegría y todo un cúmulo de valores y principios, jamás lo vamos a encontrar en el plano de las ideas o las creencias, siempre tan mustias y carentes de vida. El cúmulo de experiencias místicas que una familia te puede otorgar, jamás lo vamos a encontrar en el mayor de los credos.
El pensarnos o creernos iluminados, es lo que más nos aleja precisamente de esa iluminación. La arrogancia y el orgullo son escollos que solo desde el silencio y la humildad pueden superarse. No hay mayor iluminación que el abrazo a un hijo, que hacer el amor sincera y pasionalmente con tu pareja, que el pasear juntos y alegres por una vereda de experiencias en un campo en primavera. Jamás alcanzaremos ningún tipo de iluminación hasta que no abracemos con amor incondicional la experiencia humana que nos ha tocado vivir en nuestro entorno familiar e inmediato. Sanar nuestro árbol familiar, amar nuestras parejas y nuestra familia entera es lo más espiritual que podemos hacer. Jugar a la vida con alegría es lo más profundo que la vida nos pide. Porque la vida es juego, es diversión, es alegría si se enmarca realmente desde una perspectiva espiritual. Lo demás, inevitablemente, y posteriormente, vendrá por añadidura. Pero no antes, nunca antes. Como decía Eckhart, “Dios se conoce y se ama a Sí Mismo en nosotros”, no en nuestra idea de Dios, sino desde la manifestación en nuestra esencia y en nuestra vida ordinaria. Abrazar sinceramente esa nuestra vida ordinaria es lo más extraordinario que nos puede pasar. Es en la cotidianidad donde tenemos nuestro verdadero campo de experiencia espiritual.
«El Señor solar, con su calor y su luz, energetiza a los moribundos Señores lunares para una vida espúrea. Ésta es la gran desilusión, y el Maya de Su Presencia». AAB.
Ayer hablábamos de la importancia de los tiempos cíclicos y hoy recordaba con cierta añoranza los tiempos en los que uno empezaba a descubrir la fuerza del discernimiento, el mejor de los tiempos y la mejor guía posible para adentrarnos en el vasto mundo de la experiencia. Fue a principios de los años noventa, siendo yo aún muy joven e ingenuo para entender los avatares del tiempo, cuando alguien trajo desde México unos treinta juegos de la versión del Tzolkin realizada por José Argüelles. Como seguidor de un conocido grupo mexicano dedicado a los temas de la Nueva Era, o por alguna otra extraña razón, fui uno de los treinta afortunados españoles que recibió uno de los juegos maya: El encantamiento del sueño. En 1987 acababa de terminar la conocida Convergencia Armónica y ahora tocaba prepararse para el final de una era, que llegaría en alguna fecha determinada del 2012. El nuevo Tzolkin pasteurizado de Argüelles nos serviría como herramienta y guía imprescindible para poder descifrar los futuros avatares, y de paso, nuestra posición particular en el mundo y en el final de los tiempos, ahora ya muy próximos.
Si en algo estaba de acuerdo con Argüelles era en su visión al contemplar el tiempo como Arte. Su equivocación, quizás con esa buena voluntad de promover un calendario más universal, fue encapsular ese Arte en un nuevo calendario nacido de unas experiencias psicodélicas basadas en LSD (por favor, leer de nuevo el artículo sobre la incompatibilidad de las drogas con el mundo espiritual). Al encerrarlo en esa cápsula del tiempo, sus seguidores se empeñaron en codificar dicha interpretación temporal, olvidando el arte para sumergirse en la esclavitud cronológica de la medida. Los acólitos, como suele ocurrir en cualquier movimiento, se quedaron mirando el dedo que señalaba las estrellas. De alguna forma, Argüelles, sin darse cuenta, había creado otro modelo de esclavitud dirigido a aquellos que necesitan agazaparse a algún tipo de creencia nueva, innovadora y sugerente más allá de la ortodoxia dominante. Intentando crear algo que nos llevara más cerca del tiempo natural, creó otro modelo cronológico, otra aletargada y burlesca representación del dios Cronos, alejándonos de nuevo del verdadero tiempo Kairos, el tiempo de la ocasión, el tiempo del Arte o el tiempo de Dios, como lo conocen los creyentes cristianos: el momento adecuado y oportuno. Lo epidérmico de nuevo venció la batalla ante lo profundo.
No deja de ser una paradoja de mal gusto que José Argüelles muriera un año antes del final de los tiempos. De alguna forma, en el 2012 también murió un movimiento, el de la Nueva Era, que ya empezaba a desenmascarar sus propias contradicciones. Visto con distancia y desapego, muchas de las buenas energías y corrientes que el movimiento de la Nueva Era engendró a principios del siglo XX, empezaron a desvirtuarse, como siempre ocurre, a medida que el movimiento crecía. Sus ramas, sus secuencias y sus seguidores se encargaron de llenar de ilusión, de maya, todo aquello que pretendía un nuevo despertar de la consciencia a nivel global. Sin duda, hubo y hay cierto despertar gracias a esta corriente, y los viejos y caducos paradigmas cayeron para dar paso a algo nuevo. Ahora, la muerte inexorable de este movimiento va dejando sus propios cadáveres en todas partes y es bueno, mediante la ley del discernimiento, poder diferenciar entre aquello que es verdadero de aquello que es ilusorio, siempre desde la medida que cada cual entienda como verdadero o ilusorio.
El Encantamiento del Sueño ha sido precisamente eso, una especie de flautista de Hamelín que ha hipnotizado a una gran masa de fieles creyentes sin criterio, sin autonomía propia y sin espíritu crítico que han terminado en el precipicio de la creencia, el fervor y la ilusión de los señores lunares. Llevados por las corrientes astrales de la confusión y la pérdida de sentido, siguen ensoñando, encantados por la música y el color que proviene de los bajos astrales. No hay peor sueño que la ignorancia, y no hay peor encantamiento que un puñado de soñadores absortos y prisioneros de algún encantador de serpientes. La luna, representante de esas fuerzas astrales, venció la batalla de la ilusión. Las trece lunas del nuevo calendario invadieron el mundo y atrapó a los carceleros. El sol, aletargado, espera de nuevo volver a reinar en el mundo de las sombras. La luz de la luna, ilusoria, dejará paso a la luz pura y radiante del astro sol que volverá a lucir en un tiempo próximo.
Para los que hemos hecho ciencia, o investigación académica o algún tipo de tesis sobre los misterios de la vida nos hemos encontrado alguna vez ante el dilema de tener que elegir entre dos hipótesis posibles. La navaja de Ockham es un principio metodológico por el cual, en igualdad de condiciones, siempre tenemos que elegir aquello que resulta más sencillo. Dicho de otra manera: la teoría más simple tiene más probabilidades de ser correcta que la compleja. Supongo que esto vale para todo en la vida, inclusive añadiría a este filo de la navaja algo así como que es bueno que las personas simples busquen a sus congéneres en simplicidad y los complejos, aquellos a los que les gusta enredarse en las marañas de la existencia, busquen un afín con esa capacidad de altos vuelos, para que la búsqueda intrínseca en los misterios, por lo menos, sea compartida.
Las personas simples, que somos la mayoría, bastante tenemos con nuestra simplicidad cotidiana. Nos preocupamos de igual forma por cosas simples, que siempre son las que más nos satisfacen en el plenilunio de nuestras vidas. Nos levantamos, vamos a trabajar, miramos las redes, le damos a me gusta, comemos algo, volvemos a casa, miramos con cara de sapo nuestro entorno, vemos algo la tele y volvemos al suave y cálido arropo de una cama que nos recuerda lo bien que estamos regodeándonos en nuestra propia ignorancia.
Las personas complejas, una minoría en fase de extinción, no siguen esa peculiar rutina. La mayoría de las veces no se levantan a una hora normal porque tampoco se acuestan a una hora normal. No miran las redes, las inventan. No dan a me gusta porque lo superficial casi nunca les agrada. Casi no comen, les aburre comer, es un mal menor. Lo mismo les da por comer el alpiste que les sobra a los pájaros o un buen plato de maíz cocido encontrado en cualquier parte, sin tener tiempo para discernir si el maíz es o no es transgénico. Nunca vuelven a casa porque no trabajan en lugares comunes, o sus trabajos son placer y por lo tanto lo pueden desarrollar en cualquier parte, incluso dormir en ellos, con ellos. Su trabajo es soñar, inventar, imaginar, componer, por lo tanto, cualquier rincón les vale. Son la versión de la anti-navaja, como lo definiría Leibniz con su principio de plenitud, el cual establece que: «Todo lo que sea posible que ocurra, inevitablemente ocurrirá». Y con una persona compleja, todo es posible y todo ocurre.
Miran su entorno con cara de asombro porque ven, entienden y expresan la realidad desde su compleja multidimensionalidad. Es decir, ellos no ven un tenedor o una cuchara, ven el origen del metal, la máquina que lo esculpió, la mano del hombre que le dio tamaña forma en su imaginación y sobre todo, se interrogan una y otra vez sobre el origen de todo, inclusive el origen de la propia naturaleza, de la inteligencia, de la vida. Cuando ven un objeto, sienten de alguna forma toda su compleja historia, intentan entenderla, explorarla y vaporizarla en teorías conexas. Es su única forma, desde su hipersensibilidad, de entender el mundo. Necesitan comprender el meollo de todo, el Misterio, el Asunto.
Por supuesto no tienen tele. Realmente porque no tienen tiempo para ella. Resultaría demasiado pesado perder diez minutos de vida viendo algo insulso que sale de una telepantalla y luego tener que restar esos escasos minutos de la cuenta atrás de la existencia. ¡Todo es tan breve! Y cuando llega la noche, no les espera una cálida cama con una amable compañía. Normalmente, al ser escasos, también son prudentes, y posiblemente almas errantes, solitarios, vagabundos de las relaciones. La cama, como la comida o las relaciones, son un mal menor. A no ser que encuentren a un prójimo, y entonces estalle una nueva supernova y las galaxias se multiplican y los universos se empequeñecen.
Por eso, si eres una persona simple, no pierdas el tiempo con una persona compleja. Es mejor que si lo encuentras, salgas huyendo a no ser que de repente te dejes encantar por su vida, por su forma misteriosa, y a veces un tanto atormentada, de ver y contemplar la existencia. A no ser que quieras llevar una vida apasionada de viajes y aventuras espaciotemporales inimaginables. A no ser que te de igual dormir o no en una cama si de lo que se trata es de contemplar las estrellas y el infinito en cualquier parte. Si eres simple y te encuentras con alguien complejo, terminarás amando la complejidad y terminarás, inevitablemente, transformándote en un ser igual de complejo, es decir, en un ser completamente libre, emancipado y pleno. O por el contrario, tu simplicidad te hará huir aterrado con la añoranza de volver a las brazos de aquel al que dejaste por su simplicidad exquisita, pasmosa y aburrida.
Dicho esto, recuerda la navaja de Ockham: la teoría más simple tiene más probabilidades de ser correcta que la compleja. Medir bien la simplicidad en la que vivimos, nos movemos y tenemos nuestro ser tiene sus propias ventajas. Y nuestra simplicidad siempre es proporcional a la vida que seamos capaces de abarcar.
(Foto: Hace unos días tuve el privilegio de compartir este hermoso paisaje con unas de las personas más complejas y maravillosas de las que he conocido. Doy gracias a la vida por mostrarme cuan simple soy cuando me encuentro ante la grandeza de los genios, y que gran deseo nace de mí por poder abrazar esa gran inmensidad humana).
La lista de herejías de todos los tiempos es infinitamente larga. Podríamos añadir, con cierta modestia, a los ocousianos del siglo XXI, una pequeña herejía aún naciente que pretende abolir la propiedad privada, la avaricia mercantilista y convivir en paz y hermandad con el prójimo y la naturaleza desde una visión integral y abierta. Son rasgos comunes en muchas utopías de viejo cuño. Realmente no hay novedad en las proclamas, sí en la fuerza de regeneración, en la energía empleada en perseguir, a sabiendas de su futuro fracaso, la esperanza de un mundo nuevo.
Podríamos decir que la herejía nace para instaurar un diálogo diferente a la norma, una misiva que parte de renglones torcidos y que pretende restaurar el origen común de hermandad humana. Es algo complejo porque desde que la fábrica inventó la ciudad, el ser humano se parceló y dividió así mismo para crear una masa uniforme sin ideas ni autonomía. La emancipación humana, la interior y la exterior, se ha vuelto la obsesión de las nuevas herejías.
Cuando nació la ciudad y se abolió la tierra comunal se gestó el final de la comunidad y el bien común para instalar la idea de propiedad. El tema de la abolición de la propiedad privada es recurrente en la historia herética. Para algunos es el origen del mal moderno, de la modernización, del poder acumulado en manos de unos pocos que gobiernan, bajo el manto de sus vanidosas manos, el destino humano. Viendo lo que ocurre en las oligarquías podríamos pensar, desde un pensamiento intelectual y filosófico, que lo que sucede es realmente bastante patético. Existe una organización cerrada de apoyo mutuo y cooperación entre los oligarcas donde se ayudan, gracias a la política mercenaria, para sobrevivir en la vorágine del mercado. Las empresas que manejan no suelen ser casi nunca rentables porque viven bajo el mantra de la deuda. Algo que nace con deuda y que vive de la misma no puede ser rentable ni puede ser realmente satisfactorio, a no ser que esa deuda sirva para impulsar un proyecto y luego para ser honrosamente devuelta sin exceso de aprovechamiento.
La tiranía de la avaricia a veces no responde a las lógicas del orden y el decoro y descubre con asombro que la deuda es una buena herramienta para garantizar un ritmo de vida desorbitado e insultante. Por eso muchas herejías, ante el pasotismo social imperante y la aceptación de estas normas de injusticia beneplácita, nacen con la única misión de advertirnos de que hay algo que no estamos haciendo bien. En la actualidad la evidencia es palpable en cuanto al cambio climático, porque la avaricia no es algo que acecha tan solo a una pequeña oligarquía, sino que se instala en aquellos que de alguna forma aspiran a ser parte de ella. Siempre queremos más, es nuestra naturaleza más inferior. Más y mejor, más grande y más potente y más fuerte y más poderoso.
Vaga es la idea de aquellos que renuncian a esa extrema experiencia del querer más y más y se abocan a una realidad paralela que pueda restaurar una naturaleza de miras más elevadas y sensatez más altiva. Son los valores los dueños de nuestras creencias y acciones. Es en los valores donde la herejía, la nueva herejía, deberá reunir todos sus esfuerzos. El resultado nunca será inmediato, pero formarán parte de ese núcleo, de esa lista de impulsores que pretendieron un cambio de paradigma y que, si todo va bien, algún día deberá implementarse.
Herejía deriva del griego hairein, una de cuyas acepciones es escoger y hairesis, por derivación, equivale a opinión. Por lo tanto, el hereje es el que escoge, el que opina. La herejía parte de esa sublevación por opinar diferente, por pensar diferente y de paso, por emanciparse de aquello que se torna norma. De ahí la importancia de la herejía. De ahí la importancia de alimentarla, cuidarla y protegerla. Sólo aquellos que se atreven a mirar de forma diferente al mundo podrán originar el cambio que necesita.
Una pequeña placa de no más de treinta euros conectada a una batería reciclada de coche es lo que alumbra la pequeña cabaña. En verano da para conectar incluso el ordenador. En invierno se conforma con proyectar una tenue luz de esta maravillosa tecnología llamada led. Esta pequeña luz es lo más parecido a la libertad y emancipación energética. Si tuviéramos algo más de recursos compraríamos una instalación completa. Hemos calculado que con mil euros podemos satisfacer cada una de las caravanas o cabañas y así poder trabajar con nuestros ordenadores sin recurrir de momento a argucias extrañas como la de tener que conectar el ordenador de noche a la batería del coche híbrido. Con algo más de presupuesto, algún día toda la casa de piedra entera será totalmente autónoma y podremos ducharnos con agua caliente y tener luz eléctrica sin tener que trasladarnos a otros lugares. Sin necesidad de estar conectados a la red, pues así llevamos casi tres años, y sin ánimo de conectarnos en un futuro.
Sin embargo, estas condiciones de austeridad no se pueden aplicar a todo el mundo. Lo ocurrido en Reus con la pobre anciana muerta en un incendio provocado por la falta de luz eléctrica es un atentado criminal. Ahora todo el mundo se lava las manos, pero la injusticia de que una gran empresa eléctrica ofrezca suculentos resultados a unos pocos a costa incluso de la muerte de otros es terrorismo económico y social. Lo cierto es que lo disparatado de todo esto es ese juego que seguimos, los votantes económicos, políticos y sociales, haciendo a estas grandes compañías poderosas e intocables. Entre la indiferencia y la indignación, pocos, por no decir nadie, busca alternativas a este tipo de crímenes. De alguna forma, todos seguimos siendo cómplices de este juego macabro. Incluso, lo siento, de la muerte de esa pobre mujer.
Pobre anciana, sí, claro, pobre anciana. Pero sigamos conectados a esos leviatanes que miran para otro lado, sigamos votando a esos que incitan este tipo de provocaciones indecentes.
No digo con esta rabieta que vayamos todos a la montaña y nos hagamos unos utópicos de la nueva era. No hace falta que radicalicemos nuestras vidas hasta tal extremo. Pero al menos actuad con cierta diligencia, compasión y justicia. Buscad alternativas para que las mismas hagan presión sobre el conjunto de la sociedad.
Sí, apaga la luz y vámonos, pero sin necesidad de tirarnos todos al monte, no vaya a que ahora todos queramos vivir utópicamente y también nos quedemos sin montes. Pero al menos cambiad de compañías a unas cuya ética sea de grado superior. Cambiad por favor a entidades que tienen otros valores, no solo el de lucro, para crear una sociedad más justa, limpia, ecológica y equilibrada, donde la prioridad sean las personas y lo demás, incluso el lucro, venga por añadidura.
Os pongo tan solo un ejemplo de que esto es posible. No cuesta nada, solo hacerlo.
Muchos vegetarianos somos por naturaleza arrogantes y engreídos. Vamos de salvadores por la vida, pensando que por el hecho de no comer animalitos somos más sensibles o humanos. Realmente no es así. Se nos ve el plumero en cuanto la vida nos pone ante situaciones delicadas.
Me pasaba hoy en el aeropuerto de Santiago mientras esperaba el vuelo que me llevará a Ginebra, no para blanquear dinero (qué más quisiera yo), sino para blanquear libros, es decir, editar libros que por los años, quedaron perdidos y excesivamente ahuesados.
Pues andaba con algo de hambre y fui al único local de la sala de embarque donde preparan comidas. Pedí un vegetal, sin pollo por favor. Porque aquí el concepto vegetal no puede ir disociado de un trozo de algo que no sea vegetal. El amable camarero me dijo que sin problema, me preparaba uno de forma inmediata. Tras pagar por el bocadillo lo que en cualquier otro lugar del mundo te costaría un menú normal con primero, segundo, postre y bebida, me llega el esperado, ahora sí, bocadillo vegetal. Cuando llego a la mesa para degustar un trozo de pan con lechuga y tomate me veo con la desagradable sorpresa de que el “vegetal” tenía… ¡atún! Para mi estupor, de forma civilizada y amable me vuelvo hasta la barra y reclamo que había pedido un vegetal, por si me podían quitar el atún del mismo. La respuesta fue contundente: “aquí los vegetales los hacemos con pollo y con atún”. Es como si pides un arroz y te ponen alubias y te dicen que los arroces los hacen como les da la gana, y si en vez de arroz hay alubias, pues eso es lo que hay. Disgustado vuelvo a la mesa con mi «vegatal» y con delicada paciencia voy sacando trozo a trozo esa chicha oceánica.
La anécdota me crea cierto estupor, diría que casi me vuelve a mi estado pre-humano, donde la saliva empieza a caer por entre los labios mientras miro a ver si encuentro alguna piedra a mi alrededor para poner un poco de orden en este desaguisado. La violencia congénita que llevo dentro me dice que puedo salvar la situación con un poco de sangre, dolor y lágrimas.
Luego recuerdo que este fin de semana estuve en un curso de mindfulness, de esos donde el ego queda relegado a nada y la paz universal inunda todo cuanto se respira. Recordé la técnica del “stop”, es decir, de parar toda mi actividad mental y emocional y bucear al mismo tiempo en el delicado barómetro del ser, en el punto de quietud y en el flow de la vida. Respiro profundamente mientras inhalo serenidad que me llega de alguna dimensión desconocida. Intento indagar en los estratos profundos de mi condición humana y examino a raudales todas mis emociones congénitas, todo mi pesar, toda mi constitución elemental.
Observo por fin la raíz del problema. Somos humanos. Llevamos millones de años venciendo a la vida a base de violencia, de sangre, de guerras, de canibalismo primero y luego dietas más suaves a base de vacas, pollos y terneras. En resumen, la constitución humana, incluida la mía, lleva millones de años viviendo de la sangre de unos y de otros, y por lo tanto, la violencia está ahí, inherente, incluso en el plato de comida. Es algo de lo que nadie se da cuenta. Mientras comemos cadáveres vemos las noticias donde nos muestran un cuerpo destripado o el último bombardeo de turno. Son cosas que nos parecen normal, de ahí la cara de alucine del camarero cuando he reclamado un bocadillo vegetal, pero de los de verdad. No estamos acostumbrados a estos esnobismos más propios de hippies de la nueva era que de personas «civilizadas». Lo normal, aunque parezca algo surrealista, es vivir en un mundo violento.
Por eso entiendo mi necesidad de suavizar mis ademanes arrogantes y engreídos en pro de un mundo mejor. Practicaré más todo eso de la atención plena, el mindfulness moderno, y que sea lo que Dios quiera. Mientras, amaré también a mi prójimo carnívoro, aunque esté en una escala superior de la evolución social y cultural, y nosotros, los vegetarianos, no hayamos sobrevivido por mil causas a un mundo violento que nos relega constantemente a la inferioridad de los débiles. Quizás por eso algo me dice que seguiremos siendo engreídos y arrogantes. Por pura supervivencia.
(Foto: ¿A que esta foto parece algo normal y apetitoso? Pues son trozos de atún cazado en alta mar, troceado en alguna bodega y expuesto para alimentación masiva en mercados y bares. Para alguien anormal no dejaría de ser una exposición violenta de las sobras de hoy).
Max Edwards ha muerto con tan solo 16 años de un cáncer terminal. De no haberlo hecho tan joven quizás se hubiera postulado como uno de esos pensadores que remueve consciencias, que asusta al establishment, una persona moralmente peligrosa a la que hay que cuidar para que no alborote el patio trasero de casa. Es cierto que el comunismo ya no está de moda. Era un postulado que sirvió para conseguir algunos derechos sociales en siglos recientes. De alguna forma, nos emancipamos como individuos, estableciendo una esclavitud pactada a cambio de bienestar material. En esa época conseguimos condiciones inimaginables en cuanto a salubridad, seguridad y trabajo. Digamos que lo revolucionario fue dejar la communitas del campo para albergar la posibilidad de una vida digna en las celdas-conejeras de la ciudad. No está mal.
A cambio nos olvidamos de la solidaridad, del intercambio, de la familia, de la vida orgánica, del calor de un fuego, de los ciclos de la naturaleza, del aire puro, de la tierna caricia, de la lluvia, de los prados, de los bosques. Todo se volvió mecánico. Incluso el tiempo. Los más inconformistas, como Max Edwards, hablaban de una nueva revolución.
Ahora la explotación por la que hay que luchar ya no es material. Podemos presumir que gracias a las antiguas revoluciones hemos conseguido algo que antes ni siquiera podíamos imaginar. Hemos entrado a la era posmoderna y posmaterialista con una visión diferente de las cosas. Ahora que ya lo tenemos todo, queremos dejar de un lado el individualismo porque de alguna forma, añoramos el calor del hogar, el saludo del vecino, la vida en común, el contacto directo con la lluvia, el sol, las montañas, las flores, los animales.
La causa revolucionaria de estos días tiene más que ver con una emancipación espiritual. Una necesidad de reencantar el mundo de la materia para que vuelva a la simplicidad, a lo sencillo, a lo más puramente humano. Max Edwards no era creyente. Como buen comunista pensaba que Dios murió con la emancipación material. Quizás él se refería ingenuamente a ese Dios de las películas de Semana Santa o a ese otro tan humano capaz de odiar a sus criaturas. Pero la naturaleza alcanza a mayores misterios. No necesita por sí misma el que nosotros, sus hijos, creamos o no en ella. Desde nuestra profunda arrogancia e ignorancia, solo podemos inclinarnos con humildad y devolver a la tierra esa capa virgen de flores silvestres, ese polen y esas abejas que viajan cientos de kilómetros para traer el néctar. Esa debería ser nuestra obligación como hijos. ¿Pero cómo hacer algo así con nuestra madre tierra si a nuestras madres biológicas las encerramos en angustiosas cárceles cuando ya no se valen por sí mismas?
Debería ser sano pensar que la próxima revolución se volverá a hacer en las montañas, en los bosques, en los prados. Volveremos de nuevo al verde de la floresta, al mundo de la comunicación real mediante el roce, el abrazo y el abrigo del fuego humano. Saldremos del ruido para contemplar los atardeceres y abrazar la vida en comunidad. La prisa y el tiempo mecánico dejará lugar al beso candente en noches estrelladas. La felicidad no será el resultado de esa prisionera celda donde acumulamos muebles baratos y baratijas de moda. La felicidad vendrá de reencontrarnos con el silencioso paso de nuestro ser por la tierra, del encanto de practicar los caminos con senda sigilosa. Nos emanciparemos de nuevo, pero esta vez, para abrazar fuertemente el espíritu que nos mueve. Libres, ilusionados por compartir con el otro lo mejor de nosotros. Y de paso, respetuosos con lo más sagrado de nuestras vidas. La propia vida, la propia naturaleza, el canto verde que florece cada primavera.
«Una dictadura perfecta tendría la apariencia de una democracia, pero básicamente sería una cárcel sin muros de la cual los prisioneros no soñarían evadirse. Sería esencialmente, un sistema de esclavitud donde gracias al consumo y el entretenimiento, los esclavos tendrían amor a su servidumbre». Adous Huxley
Hoy le comentaba a una amiga que estaba realizando de nuevo gestiones para intentar vender todo lo que aún me queda en el plano material. Empresas, propiedades o cualquier cosa que ocupe un mínimo de tiempo en alejarme de la verdadera vida, de esa que corre por la sangre y no necesita nada. Es como si de repente percibiera cierta lucidez y pensara, como decía Chaplin en el discurso en el que emulaba al Gran Dictador: «lo siento, pero yo no quiero ser emperador; ése no es mi oficio. No quiero gobernar ni conquistar a nadie, sino ayudar a todos si fuera posible». Con cierta humildad, con cierta sinceridad desnuda, siento algo parecido.
No tengo deseos de gobernar cosas, de encerrarme en ellas, de encadenarme de por vida al miedo de perderlas, de atesorarlas, de multiplicarlas. No deseo acumular polillas en el orbe de la codicia, ni empantanar el alma con odio o perversión. Si la libertad existe, sé que no está en las cosas. Sé que la tierra es lo suficientemente rica como para alimentarnos a todos, para atesorar en el alma las riquezas verdaderas. Sé que la esclavitud perfecta es aquella que disimula su rostro, que nos mantiene atados sin saberlo, ofreciéndonos pequeños obsequios como a los loritos cuando aprenden una palabra. Ese pensamiento es perverso porque no queremos aceptarlo. Nos duele la idea de pensar que cuando todo acabe, ni siquiera podremos arrastrar un trozo de metal al otro lado. Pero más perversa resulta la idea de abandonarlo todo ahora que podemos. De saciar nuestra codicia no con cosas, sino con ideas, con experiencias, con paseos nocturnos hacia la luna. Ya lo dijo Jesús: si quieres ser perfecto, ve y vende lo que posees y dáselo a los pobres, y tendrás tesoros en los cielos. Ven y sígueme. Es un mensaje tan revolucionario que terminó crucificado. ¿Cómo hacer esa revolución en nosotros sin terminar en la cruz? Es como si el mensaje fuera doblemente perverso: si no quieres terminar en la cruz, atesora aquí en la tierra. Parece una macabra burla del destino.
Siempre deseamos más. Siempre queremos mayores cosas por miedo a esa cruz, a ese qué dirán, a ese odioso desprecio hacia lo diferente. Es algo que no tiene fin. Nunca estamos tranquilos y satisfechos porque algo crece en nosotros que nos obliga a buscar en lo inerte algún tipo de tesoro. La aparente abundancia nos hace pobres, mendigos de migajas materiales que se evaporan a cambio de nuevas migajas. Como arma de defensa se apodera de nosotros el cinismo, el orgullo, la vanidad. Ni siquiera somos capaces de despertar a otro modo de vida que no sea el nuestro, que no sea nuestra verdad, que siempre es absoluta e inamovible. Y todo porque alguien nos dijo que debíamos comer así, debíamos vestir así, debíamos pensar de esta manera sin cuestionar nunca esas verdades. Somos un perfecto ganado obediente, redimido a la plácida sensación de seguridad. Pero cuando la vida te arrastra hacia la nada, cuando todo lo pierdes por necesidad, entonces dejamos de ser rebaño y recobramos nuestra hermosa condición humana. Esa que nos hace libres, esa que nos arrastra hacia dimensiones de mística revelación, esa que nos empuja irremediablemente a amar el mundo, su oscuridad, su belleza plena, su atisbo de esperanza.
Cuando de nuevo llegue la guerra o el hambre, cuando de repente lo perdamos todo, entonces volverá a nacer en nosotros la fe, la conexión con el misterio, el anhelo y la certeza de que todo puede ir a mejor. Cuando esa guerra y ese hambre sean condiciones de nuestro propio espíritu, cuando estemos en condiciones de vencer la batalla de la vida, lo más inmanente que hay en nosotros se manifestará inevitablemente. Sólo entonces entenderemos esa necesidad de comprender que llevamos el amor en nuestros corazones, y que la magnitud de nuestra compasión es equiparable al hecho de que estamos vivos. No desfallezcamos. Seamos amorosos, libres, estrechamente ligados a nuestra condición humana. Vayamos a esa cruz y descolguemos al mensajero. Digamos al mundo: ven y sígueme, seamos perfectamente humanos.
Las relaciones humanas se están reduciendo a un “me gusta” en perfiles que nos deshumanizan, que nos alejan del calor real del otro, que esconden la verdadera naturaleza de nuestro ser. No se trata de un comportamiento adolescente, sino de una situación profundamente dolorosa. Nos hemos convertido en una fría piedra virtual. En una máquina, en un perfil de redes.
Pero no somos objetos estanco, sino sujetos cargados de emociones. Eso nos hace humanos y nos aleja, por suerte, de ser frías máquinas que ordenan datos. Como diría Unamuno, somos personas de carne y hueso, seres sintientes (que sienten, que experimentan emociones, muchas emociones).
En el mundo real no puedes entrar en la vida de una persona, decirle que quieres tener hijos con ella y luego desaparecer durante un tiempo sin decir nada. Eso solo puede ocurrir virtualmente. Sin mirarnos a los ojos, sin escuchar la voz temblorosa, con su carga semántica y viva, sin rozar nuestras carnes, no se pueden tejer relaciones verdaderas. El aliento, el olor, la mirada, la aventura, la risa, la alegría, no son cosas que se pueden transmitir totalmente desde una red social.
No es ni normal ni justo la reducción de un ser humano a un “like”, entre otras cosas porque la otra persona, de alguna forma, enloquece de miedo, de sufrimiento o de desconcierto, pero sobre todo, de auténtica soledad. Se protege en una inteligencia reducida, mancillada, en una lucidez que desaparece y da paso a la mentira de la complacencia. Las habilidades sociales se convierten en habilidades virtuales, donde todo es engaño y mentira.
En el mundo real, cuando rozas la piel de otra persona, cuando haces el amor con esa persona como nunca lo habías hecho con nadie, no puedes utilizarla como si fuera un spam. No puedes amar y luego dejar de hacerlo, como si nada. No puedes obviar ese flujo de energías visibles e invisibles que te atraviesan con su contacto.
El mundo virtual solo ha servido para que en nuestras cabezas ordenáramos datos y más datos y configuráramos una reacción programada de a+b=c. Pero el ser humano no es así. Es mucho más complejo, mucho más maravilloso, mucho más increíble. No se puede reducir a una ecuación, ni a un dato, ni a un programa lógico. Ni siquiera se puede reducir una persona a un mal momento, o a una mala reacción, o a una foto manipulada por internet. No somos un mapa de bits ni somos un algoritmo plano.
Estamos perdiendo el sentido de la vida, dejamos de tener conversaciones de adultos en un entorno real para aparecer como seres de paja en esta virtualidad donde nos gusta escondernos. Ahí nos disfrazamos de héroes o villanos pero escondemos nuestra verdadera cara, nuestro brillo en los ojos, nuestro efluvio humano. Forjamos una imagen distorsionada. Forjamos el mito de algo que no somos.
Durante todo este tiempo estamos utilizando el infame mail, el divertido chat o los mensajes de todo calado para escondernos, para justificar la cobardía de no querer afrontar un encuentro real, de seres humanos que sufren, que lloran, que aman. Estamos perdiendo la capacidad de abrazar la naturaleza que somos para dejarnos caer por el precipicio de la conexión. Sí, estamos conectados, tenemos cientos y miles de amigos que jamás darían un minuto de su vida para dar un paseo a tu lado. Sí, cada vez recibimos más “me gusta” en un mundo alejado de la belleza de lo imperfecto. Ya nadie quiere seres inconclusos, inacabados. Ahora deseamos la perfección virtual. Ahora queremos la soledad de la pantalla.
Hoy me han desechado. Me han enviado a la papelera de reciclaje, me han convertido en un spam. Hoy he sentido de nuevo el aullido de la selva, la vuelta al bosque animado y salvaje.
(Foto: en el bosque con bellos seres de carne y hueso)
«Por mi parte, después de dos años viviendo en una apartada comunidad en mitad de un perdido bosque en una pequeña y modesta caravana, algo he sido influenciado sobre la idea utópica. Creo que es cierto que la humanidad se ha convertido en una plaga y creo que me será muy difícil volver a ella. Aquí, en los bosques, cierta rebeldía se apodera de mi vida. Incesantemente«. (Frase final de mi tesis doctoral).
Esta mañana he dado un solitario paseo desde la caravana hasta el pueblo. Al menos más de una hora andando silencioso bajo la lluvia, el viento y el frío para conseguir algo de electricidad. Al parecer la placa solar en invierno se resiste a darnos algo de luz imprescindible para seguir trabajando en los planos académicos. Un pequeño tributo por vivir desconectado de casi todo.
La recompensa ha sido el disfrute y contemplación de los majestuosos decorados y paisajes de invierno. Algo salvaje se despierta cuando la mirada se adentra entre el bosque, el frondoso verdor de los prados y los riachuelos que nacen entre las rocas para derramarse en las veredas. Lejos del refugio del hogar, ahí fuera se respira un aire diferente, salvaje, subversivo, inquietante.
Admito que me gustan las cosas buenas de la civilización. El papel higiénico o el calor de la chimenea, la cómoda ropa que nos protege y los suculentos alimentos que podemos comprar en el supermercado son cosas a las que me costaría renunciar. Pero me pregunto cual ha sido el precio de todo ello, y de qué manera podría participar en un mundo que retrocediera a ciertos orígenes salvajes en cuanto al trato con la naturaleza, sin que esta fuera dañada, insultada o destruida y sin que nosotros sufriéramos en exceso por ello.
A estas alturas, tras años investigando formas alternativas de vida, no he podido encontrar la solución. Al menos sí algunos indicadores del fallo humano, del producto que somos como especie, una entidad totalmente extraterrestre que ha sido invadida por valores ajenos a la propia naturaleza de este hermoso y bello planeta. Cuando observo al ser humano, sus contradicciones, sus empresas y avatares, me doy cuenta de que algo fuertemente arraigado a su ser está fallando. No me atrevería a describir la esencia de ese fallo, ni tampoco a catalogar posibles soluciones para el error que somos. Yo mismo, a pesar de los esfuerzos por mejorar, me doy cuenta de lo inútil de la empresa. Cuando tomas consciencia de que formas parte de una plaga imparable y destructiva pocas recetas puedes aplicar para contener esa macabra idea.
No encuentro ninguna fórmula, excepto ese ya manido cambia tu mundo para poder cambiar el mundo. Pero es tan costoso cambiarse a uno mismo. Aquí en los bosques hacemos grandes esfuerzos para que nuestro impacto sea el mínimo, para que nuestra huella sea lo más positiva posible. Pero siempre hay un sentimiento de fracaso, de derrumbe, precedido y dominado siempre por un arrebato inevitable de optimismo, fuerza y resistencia. Ese optimismo es necesario para continuar y no caer en la tentativa del suicidio colectivo como única solución para acabar con la plaga. Pero nunca sabemos si será suficiente.
Tras terminar la tesis doctoral, o al menos el primer borrador sobre la vida alternativa en comunidades como medio de aplacar este azote humano del que somos partícipes, lo único que se me ocurre es seguir viviendo en esta rebeldía. Todo lo demás ya no me sirve. Aún en la derrota de no poder cambiarme, aún en la desesperada visión de lo que somos, guardo cierta esperanza, cierto optimismo interior. Quizás sea por supervivencia. Quizás sea porque más allá de todo este telón exista mucha más vida de la imaginada. Sea como sea, la vida salvaje me llama. Incesantemente.
En estas fechas tan señaladas para la cultura cristiana siempre siento cierta desazón, una especie de amargura interior que a veces resulta casi insoportable. Tiene mucho que ver con esas contradicciones propias de la estética secular, con esa hipocresía ciega y repetitiva que durante dos mil años se ha gesticulado alrededor de un mensaje potente, hermoso, profundo, pero totalmente mancillado y vilipendiado por unos y otros.
No puedo evitar cierta vergüenza interior al ver como la deslealtad se apodera de estos días. Schiller ya apuntaba sobre la necesidad de una educación hacia la sensibilidad. Inevitablemente la estética nos debería llevar hacia un concepto de belleza, hacia una lealtad amorosa sobre todo cuanto somos y queremos ser. Pero en estos días se ve claramente como esa estética pasa por lo horterada más sublime, adornada con objetos luminosos, chillones, con canciones estereotipadas, cutres hasta la médula, que pretenden adornar superficialmente algo tan importante como el nacimiento de un mensaje de esperanza y amor.
La Navidad no sólo se ha convertido en algo hortera e hipócrita, sino en una excusa perfecta para representar el papel y el rol que nos corresponde socialmente de forma educada y hasta cierto punto de forma obligada. Cuando la jornada termine, volveremos a arrinconarnos en nuestros egoísmos, en nuestras deslealtades continuas hacia unos y otros, volveremos inevitablemente al ruido del que venimos, a la jungla que amamos y aborrecemos por partes iguales.
Lo que debería ser un día de luz se ha convertido en un reino de sombras. Por eso desde hace años me escondo, me acurruco dolorido en algún rincón donde no pueda hacer daño, donde no pueda ser cómplice de esta compleja falsedad. Y cuento una por una todas las deslealtades sufridas a lo largo del año, para entender así de forma global, cuan sola se haya el alma, cuan perdida se encuentra la plaga en la que nos hemos convertido. Una deslealtad tras otra. Un continuo de putrefactas mentiras que se inyectan en la sangre hasta envenenar el deseo de pureza.
Nadie escapa de esa máscara. Ni siquiera los orgullosos y vanidosos que pretenden haberla descubierto. Es tal el miedo a arrancarla o a ser delatados que ocultamos la mirada, nos alejamos en las esquinas sombrías y callamos con tal de no herir la gran fiesta. Ya no hay poesía ni verdad, ya no hay divinidad en el corazón humano, ni anhelo, ni fe, ni esperanza. Sólo un cúmulo de cosas que se suman a la experiencia de poseer, de engrandecer la jactancia y la pedantería. No existe ya valentía ni belleza. Ya no somos sinceros, ni verdaderos, ni sublimes.
Somos desleales. A nosotros mismos, a nuestra alma y sus anhelos, a la pureza de nuestro espíritu, desleales a la vida y al amor, que son conjunciones dinámicas de una misma fuerza y fuente. Somos desleales al otro, a nuestra propia naturaleza y a la Naturaleza. Lo somos ante las oportunidades, ante los retos, ante los amigos, ante la misericordia, ante la razón, ante la consciencia. Somos desleales a nuestra inteligencia, a los sabios que nos advierten, a los filósofos que razonan, a los pensadores que nos guían, a las almas bellas que decoran el espectro de nuestra raza. No nos damos cuenta porque preferimos simular e inventar una alegría hueca y vacía. No nos damos cuenta de esta gran traición. Así somos, con nuestras miserias adornadas con bolas y estrellas luminosas que intentan imitar la verdadera luz.
Estoy cansado de tanta deslealtad. Estoy cansado de tanta traición.
«Este ataque no es más que el principio de la tempestad«, advierte el comunicado del Estado Islámico. Hoy han muerto unas 150 mil personas en todo el mundo. Algunas por enfermedad natural, otras por guerras, hambres, catástrofes naturales. En Francia han muerto casi 130 personas. De repente veo que todo el mundo se moviliza y solidariza por esas 130 muertes inocentes. Nadie dice nada del resto. Hay un silencio obtuso, incomprensible, misterioso. Mañana volverán a morir otras 150 mil personas y nadie se movilizará, nadie dirá nada.
Mañana también, como hoy, gastaremos más de cinco billones de euros en armamento a nivel mundial solo en un día. Casi doscientos millones de euros serán destinados mañana, igual que hoy, al consumo de videojuegos. La mayoría de ellos basados en batallas, guerras y muerte.
Este año hemos liberado al suelo, al agua y a la tierra más de diez millones de toneladas de químicos tóxicos. Sólo en lo que va de año hemos deforestado casi cinco millones de hectáreas de bosque y hemos contribuido a la desertización de más de diez millones de hectáreas. Hemos perdido por erosión seis millones de hectáreas y hemos emitido más de treinta millones de toneladas de CO2 a la atmósfera.
Se calcula que han muerto unos treinta mil personas en el conflicto contra el Estado Islámico. La muerte de los líderes tribales en manos de las fuerzas occidentales fueron la causa y el despertar de toda esta tiranía incontrolable.
Mientras el planeta se asfixia en una lenta agonía. Ve como la plaga humana intoxica cada vez más todo cuanto de vida alberga. Para ella no ha habido hoy ningún tipo de estremecimiento especial. De seguir con estos datos, en unos años no nos acordaremos de las 130 víctimas de hoy como ya hemos olvidado las millones de víctimas de las grandes guerras y como ya hemos olvidado todo el mal que día a día, conscientes o inconscientemente, creamos sobre la Tierra. No ellos, ni los poderosos, ni los de más allá. Nosotros. Únicamente nosotros somos víctimas y cómplices de esta gran mentira.
Siento una pena inmensa por esas almas inocentes que hoy de forma incomprensible nos han abandonado. Pero también siento una pena inmensa por el propio ser humano. No tenemos remedio. No vamos por buen camino. Es cierto, estamos ante el principio de la tempestad, pero no de la que imagina el Estado Islámico, sino de una aún peor.
Al parecer los mandatos deben ser algo así como algo todopoderoso. Preocupado por la situación en el bosque, hoy me he tomado la osadía de seguir en vivo todo lo que estaba pasando en cada rincón del valle del Mao. Escuchaba a unos y a otros y lo que más se oía era el susurro del aire, el briznar de la hierba acariciando cada insecto, la complacencia del sol con sus rayos benévolos. También había palabras grandilocuentes dentro del tímido rugido del atardecer, en el cielo inmaculado, en la tierra chispeante de pequeñas gotas de rocío que habían quedado atrapadas en las sombras de la cara norte. No estoy en contra de que la naturaleza se exprese libremente en los campos o en las montañas o que incluso ponga sobre la rutina diaria una nueva forma de expandir la vida, llámese introspección, abstracción, inteligencia, emoción o consciencia. Tampoco estoy del todo de acuerdo en eso de que la naturaleza siempre tiene razón. A veces eso que llamamos naturaleza ha sido partícipe de las mayores catástrofes de la humanidad, o cómplice, o articulador, o verdugo de cosas terribles. Quizás sea nuestra ignorancia sobre ciertos hechos misteriosos, pero la naturaleza a veces resulta cruel.
Mientras estos años muchos salíamos al campo para contemplar la situación natural y cíclica de nuestro bello paisaje, la naturaleza, su propia profundidad, prefería seguir su curso, expandir la vida independientemente de todo cuanto nosotros pensáramos o hiciéramos. Es como si nosotros, hijos de la naturaleza, siguiéramos haciendo nuestras cosas y ella siguiera su ritmo vital.
Si en este hermoso valle del Mao un setenta u ochenta por ciento de los ciudadanos hubieran sido más consecuentes con el misterio de la naturaleza, posiblemente tendríamos que pensar seriamente en buscar una solución a este lío en el que nos encontramos con el ecosistema. El problema es que no somos conscientes del todo, o al menos consecuentes con lo que está ocurriendo. Ignoramos a la naturaleza, ninguneamos sus principios vitales y la despreciamos en cada acto que hacemos.
Para los causantes del lío ecológico en el que estamos, tantos y tantos millones de sufridos ciudadanos, sería suficiente un simple gesto para determinar una hoja de ruta que pretenda crear un marco jurídico nuevo, es decir, una ley nueva, más acorde con la propia ley natural de la que somos consecuencia. Para ello deberíamos incitar a las masas a crear un mandato democrático que hiciera hacer temblar y convencer a los que están en el poder. Un mandato que dejara de un lado las miserias políticas diarias para centrar la atención en los profundos avatares a los que nos enfrentamos como especie y humanidad. Un mandato que emancipara al individuo y a la colectividad de la atrocidad ecológica que está cometiendo. Sería suficiente con mirar un poco por encima de nuestras cabezas y observar que algo terrible estamos haciendo al planeta. Sería suficiente, antes de que la crueldad se desprenda de las profundidades del abismo.
Estoy en Suiza, trabajando en una oficina internacional donde puedes hablar tranquilamente en inglés, español, catalán, francés, alemán… Nadie te dice nada por usar una u otra lengua, por ser de un lugar u otro. Lo importante es entendernos para que el trabajo fluya. También, en este ámbito de trabajo, lo importante es el conocimiento, la sabiduría, la consciencia, y para ello, lo que se emplea son libros, muchos libros. Me han encargado poner orden en la sección de libros y es un placer estar entre tanto y tanto conocimiento acumulado durante años y expresado en libros y manuales. En Ginebra esto se palpa en el ambiente. Un lugar cargado de instituciones internacionales como la ONU o la Cruz Roja. Es maravilloso ver a todos unidos por la causa común.
Mientras miraba los libros, los acariciaba y los trataba con el cariño necesario, se me ocurría la idea de que el mundo iría mejor si cambiáramos libros por banderas. Me imaginaba a todos los que estos días se peleaban por sacar la bandera más grande que pasaría si leyeran más, si viajaran más, si tuvieran experiencias internacionales. Me imaginaba si ese bochornoso espectáculo del otro día en el balcón del ayuntamiento de Barcelona se hubiera transformado en una fiesta de todos y para todos, independientemente de nuestra creencia y de nuestro sentido de patria o nación, de tenerla. Me imaginaba a todos los ciudadanos trabajando unidos por una causa mayor no basada en el origen o la nación, sino en la buena voluntad en acción, en el amor profundo a la humanidad una.
Por ello, aprovechando mi fortuna personal que se traduce en libros, os invito a cambiaros banderas por libros. Abro a partir de ahora la campaña “Pon un libro en tu vida”. Propongo que los egoísmos y creencias particulares sean cambiados por valores universales. Leamos, admiremos al otro, abracemos las diferencias, pero apartando el letargo de nuestro espejismo y la ilusión de nuestras creencias. Seamos sensatamente más abiertos, más curiosos, más entregados a las causas del mundo, alejándonos inevitablemente de nuestro ombligo, de nuestra pequeña patria, de nuestra emoción nacional. No hay naciones en el trabajo por la unidad dentro de la diversidad. Sólo hay personas de carne y hueso, que diría nuestro Unamuno.
¡Por eso, cambio libros por banderas! Como canto de libertad, como canto de alegría, como canto sincero de que el mundo vuelva a la razón, a la consciencia, y no a la irracional forma de sentirnos superiores o diferentes, exclusivos o beneméritos.
¡Cambio libros por banderas! Como aquella canción antigua que pretendía bucear en la alegría del ser, en la arrojadiza esperanza del mundo nuevo. Sí, claro, es posible, por eso… ¡cambio libros por banderas!
Envíame cuantas banderas quieras y a cambio pide cuantos libros quieras… Ese es el trueque mínimo, ese es el camino ligero del compartir… Palabra de editor, cuya fortuna personal se traduce en libros, más libros.
Como últimamente está complicado opinar porque te pueden tachar de cualquier cosa, hablemos de las florecillas del bosque. No busco con ello competir con el ser urbanita, ese que vive en aglomerados, como lo definen algunos, o en conejeras, como decía una profesora rural no hace mucho. Vivir en la ciudad tiene sus ventajas, y casi todas tienen que ver con el disfrute y el bienestar material. Pero las florecillas del bosque tienen ese aroma especial que te hace dibujar en la imaginación algo sensible hacia los planos más selectos de la naturaleza. Digamos que en la ciudad es más difícil apreciar el suave tacto de la suprema belleza, ya que sus calles grises atenúan y nos alejan de la esencia natural de la que venimos.
En cambio, la vida en la montaña o en el campo tiene sus propios beneficios. Es cierto que están alejados de los beneficios materiales de la ciudad. Pero aquí, gracias en parte a las florecillas del bosque, empezamos a encontrar réditos espirituales o psicológicos, más que materiales. El intercambio de bienes y servicios se transforma en el campo por el intercambio de emociones y pensamientos, de estados del ser que pueden fluctuar desde la más alta de las alegrías a la más honda de las tristezas. Nada escapa a los atardeceres, a la vida libre en los linderos verdes, a los paseos por los prados. La belleza natural de cada escenario nos abruma y nos salpica de sensaciones. Esta vez reales, palpables, sintientes. Un escenario real para seres reales.
La vida en el campo, materialmente hablando es mucho más compleja que en la ciudad. Aquí estás expuesto a muchos avatares que no controlas. Por ejemplo, hoy ha salido una gotera en mi caravana justo encima de la cama. También la gata me ha puesto su delicada mano en el ojo derecho y casi me quedo tuerto. Pero no pasa nada, son avatares menores en comparación con la insultante libertad y el tacto profundo de todo cuanto aquí ocurre. El precio de las inclemencias está más que pagado. La belleza, la armonía, la enseñanza natural de las cosas son suficientes para llegar a la cama, aunque este mojada por la gotera, plagado de satisfacciones.
Y las florecillas del bosque nos ayudan a no pensar en todo eso que ocurre ahí fuera, ya sabéis, la destrucción de países, los refugiados, el neofascismo nacionalista, el hambre en el mundo o incluso la propia destrucción de la naturaleza en manos de los malvados troles humanos. Como vivo en el bosque, ¿por qué iba yo a preocuparme de esas cosas? ¿Para qué ser crítico con una realidad que ni me va ni me viene? Sigamos pues contemplando las florecillas, y emancipándonos de nuestras dolencias humanas. Como dicen los místicos de la nueva era, todo está bien… Inclusive la agudeza inquisitiva de la ignorancia más ciega e inverosímil.
La imagen que está dando la vuelta al mundo de ese pobre niño muerto en la playa es solo el preludio de algo terrible. El cambio climático, las guerras, la pobreza, las migraciones masivas como las que estamos viviendo en estos momentos solo son un preámbulo de algo que podría ir a peor.
Los movimientos milenaristas siempre nos han avisado del advenimiento inevitable del fin del mundo. Esta vez el fin del mundo está ocurriendo. Al menos, el fin de una civilización, de un tiempo, de una forma de entender la existencia. El ser humano, nuestra civilización, se ha convertido en los últimos trescientos años en una auténtica plaga. El desarrollo, el crecimiento y la prosperidad sin ningún tipo de cuota o control han hecho que la escasez de los recursos y la contaminación del planeta sean una constante. No es un problema el que nos hayamos triplicado en tan pocas décadas como especie. Es un problema de sostenibilidad, de relación con el medio ambiente y de falta de controles de todo tipo ante el inminente colapso global. Todos queremos crecer. Los países, las regiones, los colectivos, los humanos. Pero no sabemos que crecer de forma infinita no es posible.
Cuando veo la imagen del niño Aylan no puedo más que sentir una rabia interna que me lleva a la movilización. No puedo seguir mirando hacia otra parte. No puedo seguir de forma cínica como si no pasara nada. El ser humano se ha convertido en una plaga. Algo de eso estoy contando en mi tesis doctoral. Pero, ¿qué se puede hacer cuando se toma consciencia de algo tan terrible? Dejar de participar en ello.
Hace ahora justamente diez años estaba poniendo los cimientos de mi futura casa en el sur de España. Toneladas de cemento, decenas de personas trabajando a destajo, decenas de camiones bombeando día y noche material de construcción. Sólo en la cimentación debí gastar unos cuarenta mil euros para satisfacer mi necesidad de seguridad y cobijo. Diez años después decidí cambiar de paradigma, dejar de participar en el sistema, en la estructura que nos está conduciendo hacia la inminente extinción. Justo hoy terminábamos los cimientos de nuestra primera cabaña en el bosque. Ocho pequeños pilares de piedra con un coste no superior a cuarenta euros. Nada que ver con lo ocurrido hace diez años. ¿Qué ha cambiado en todo este tiempo para conseguir lo mismo, un hogar, pero a un coste ecológico mínimo?
Lo que ha ocurrido ha sido un cambio interior, de paradigma, de estructura invisible. Un profundo y comprometido cambio transcendental. Con el tiempo me he dado cuenta de que la única forma de cambiar el modelo, el sistema, es cambiando nuestra estructura interna. Por eso muchos proyectos de ecoaldeas y comunidades alternativas fracasan. Olvidaron lo más obvio: el ser interior. Si no hay cambio por dentro, inevitablemente reproduciremos lo que somos. No importa el nombre que le pongamos.
No se trata de abandonar el viejo paradigma y marcharnos todos a las montañas, a los bosques, donde supuestamente la vida equilibrada y en contacto con la naturaleza es más fácil. Se trata de que cambiemos por dentro, inevitablemente, para que lo de fuera termine desquebrajándose en mil pedazos. La única forma de combatirnos a nosotros mismos, tal y como explicaba en el librito “Creando Utopías”, es cambiando nosotros. Nosotros somos nuestro peor enemigo, pero también nuestra mejor esperanza. En nosotros está sembrada la semilla del cambio.
No sabemos cuanto tiempo de vida útil nos queda como individuos o como colectivo. Pero sí sabemos una cosa: tenemos la responsabilidad, el deber moral y el compromiso de cambiar. Cambiar nuestros hábitos, nuestras conductas, nuestros pensamientos, nuestras emociones, nuestra actitud con la vida. Cambiar nuestras células si es necesario, hasta lo más pequeño, para crear un ser humano nuevo, y de paso, construir ese mundo nuevo. Nuestro reto tiene mucho que ver con la fe y la esperanza en nosotros mismos. Estemos muy atentos, porque no tenemos otro remedio que el del cambio inevitable.