
Debo admitir que sin haberlo empezado aún, el experimento de comunidad ha sido un fracaso. Como antropólogo me siento satisfecho por el experimento, pero triste por el resultado. Puedes ofrecer un entorno privilegiado, una vida privilegiada, una sincera oportunidad para transformar cualquier vida y para acoger al que más lo necesite, y el ser humano nunca estará satisfecho. Siempre buscará en el conflicto, en la crítica, en el reproche, cualquier aliciente para provocar la destrucción de todo cuanto existe. Uno casi puede entender porqué el Creador nos expulsó del Paraíso. No lo merecemos.
Como antropólogo, digo, doy por terminado el experimento. El ser humano cabalga a mitad de camino entre Rousseau y Hobbes, dependiendo de cómo se levante. No hay nada que hacer. La cuestión es, humanamente hablando, si continuar con el experimento, si darlo por finiquitado o modificar algunas de sus partes para buscar en otras variables algo que pueda enriquecer al mundo. Me he dado unos días de vacaciones para ver qué hacer. Quizás por cierto hartazgo ante el desagradecimiento continuo y desproporcionado, y quizás por las faltas de ganas de seguir aguantando la crítica fácil, insulsa e irresponsable ante aquellos que entregan su vida para que otros puedan vivir una experiencia inusual.
Aunque la parte negativa de todo sea a veces residual o anecdótica en comparación a todo el bien ofrecido, a veces la sombra pesa más que el cariño recibido en estos años. Los terapeutas nos animan a abrazar la sombra, a hacerla amiga y comprensiva, pero admito que a veces resulta insoportable. Hoy, que estoy más cerca de las tesis de Hobbes, deseo abrir el pecho puntiagudo y saciar mi necesidad humana. No es por malicia ni rencor, más bien es por un sentido profundo de necesidad, de desahogo algo visceral, sin mayor importancia.
Quizás sea por el cansancio de un día agotador. Pasar toda la mañana limpiando el estanque, con las manos sumergidas en un fango desagradable y maloliente. Y luego la tarde puliendo grandes vigas de madera de la casa antigua, asfixiado entre el polvo y el hollín, desesperado por respirar un poco de oxígeno cada cinco minutos. Y así seis años, entregando mi tiempo y esfuerzo y el fruto de mi trabajo para recibir críticas continuas, algunas de lo más imaginativas, otras hasta el punto de la censura o lo desagradable.
Intento no olvidar que somos humanos viviendo entre humanos, y como decía, a veces nos levantamos de una u otra manera. Y sé a consciencia que esas maneras, a veces maleducadas, otras rencorosas, otras inquietantes, no van a vencer mi necesidad de expresión libre, mi necesidad de equivocarme una y otra vez, mi hambre de levantarme cuantas veces haga falta para seguir adelante.
Estas vacaciones no son para no hacer nada. Son para hacer muchas cosas, todas diferentes, y mientras, alejado del ruido continuo, del murmullo constante, del susurro, pensar qué hacer. Algunos amigos me orientan y me animan a seguir, cambiando esto y lo otro, buscando la manera de que la gente esté aún más cómoda y feliz. Pero siento que es inútil. El que es feliz por dentro, lo será en cualquier circunstancia. Y el que no lo es, el que vive su propio infierno interior, vivirá ese infierno fuera de él. Haciendo un repaso generoso de estos seis años, aquí vinieron gente feliz y gente infeliz. Para los primeros este era un auténtico paraíso y para los segundos este era un campo de minas, un auténtico infierno. Ahora que vivo en una felicidad interior hermosa, relajada y pacífica a pesar de las circunstancias, siempre pasajeras y provisionales, la pregunta que me nace interiormente es ‘qué es realmente para mí’ este lugar y de qué manera puedo ser útil en el mismo.
Gracias de corazón por apoyar esta escritura…



























