El título es de Hans Küng, pero me sirve para penetrar en el laberinto no de lo divino, sino de lo humano. Tan magna empresa requiere dosis de una excelsa paciencia. Andar cuidadosamente por el pantanoso lodo de la epidermis humana es penetrar en lo más terrible de la existencia. Alguien decía, y con razón, que el ser humano tenía poco de ser y poco de humano, siendo el noventa por ciento un soporte animal para un cerebro y unas emociones poco desarrolladas. Es decir, que de tener algo de humano, era ese residual diez por ciento restante. En ese sentido, es normal que las relaciones «humanas» sean, en su mayoría, perversiones animales rellenas de intereses y egoísmos. La ilusión de lo epidérmico rellena nuestras esperanzas para con el futuro y arrastra al presente a una connivencia estrictamente interesada. ¿Por qué nos queremos? ¿Por qué nos amamos? En la mayoría de los casos, por una patológica necesidad. El «otro» es un referente necesario, pero cuando el otro nos ofende, nos maltrata o simplemente nos desilusiona, deja de servirnos. Así, cuando regresamos a nuestro pasado idílico, por eso de que en la ilusión de la mayoría, otros tiempos siempre fueron mejores (qué gran mentira), cuando buscamos en nuestras más remotas huellas, no podemos más que toparnos con un completo animal, al cien por cien, epidérmico, instintivo, declaradamente tosco. El ser humano está incompleto. Diría que está germinando, sin alcanzar en plenitud eso que llamamos humanidad. Así, es fácil explicar tanta calamidad, hambruna, guerras y destrucción.
(Foto: Javier León, Bahía de Findhorn, Escocia, marzo 2007)

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