La tarea del Héroe


No quería cerrar este tríptico sin mencionar al héroe. Hablábamos en episodios anteriores sobre la tarea del filósofo que aspira a sabio y del sabio que aspira a héroe, siguiente escala en el escalafón de lo que Nietzsche llamó la moral de los señores en contra de la moral de los esclavos. Ortega y Gasset, más refinado, lo prefirió llamar magnanimidad y pusilanimidad. Los primeros, los filósofos y los sabios, están dentro de la categoría de hombres preocupados. Los terceros, de los que hablaremos en este artículo, forman parte de los hombres ocupados. Los primeros piensan, los segundos se vacían de pensamiento, mientras que los terceros actúan. Complejidad, simplicidad y síntesis.

Alguien dijo, en defensa de Ortega, que el héroe tiene una moral despiadada. Al menos, si tenemos en cuenta que la misión del héroe no es centrar su vida en la necesidad de agolpar su existencia en perfeccionar sus virtudes, sino más bien lanzar todos sus esfuerzos a lo que la mitología ha dado por llamar la misión creadora. El hombre esclavo de sí mismo, el pusilánime orteguiano, carece de misión. Vivir para él, según Ortega, es simplemente existir él, conservarse, andar entre las cosas que están ya ahí, hechas por otros –sean sistemas intelectuales, estilos artísticos, instituciones, normas tradicionales, situaciones de poder público-. Copio textualmente: sus actos no emanan de una necesidad creadora, originaria, inspirada e ineludible, carece de proyectos y de afán riguroso de ejecución.

La explicación de Ortega es dura pero a veces intachablemente certera. El hombre común prefiere vivir en la comodidad de los placeres, fomentando su búsqueda en contra del dolor. Su misión, de existir, se dirige en esos parámetros. Su objetivo no es más que el de entronar una intoxicada y mal entendida felicidad consistente en el tener, desechando todo cuanto tenga que ver con el ser. No existe en su interior un “destino”, según Ortega, una forzosidad congénita de crear, de derramarse en obras. Sólo actúa por intereses subjetivos, y a ellos se debe. Así, su vida pasa campeando entre el anonimato y la invisibilidad de la masa, suponiendo que todo cuanto hace merece ser vivido y todo cuanto no hace merece ser criticado o destruido.

Y aquí la crítica del mediocre será fácil y resultará activa. Tal y como dijo Joseph Chénier para denigrar la memoria de Mirabeau: “considerando que no hay grande hombre sin virtud”. Mirabeau, que no era un hombre de excesiva virtualidad y por lo tanto sirve de ejemplo para Ortega, se afanaba en su rebeldía en época de la Revolución Francesa por seguir sus designios, y no los designios de lo establecido o de lo comúnmente entendido como norma. Así, la perspectiva moral del pusilánime, nos recuerda Ortega, es certera a la hora de juzgar a sus congéneres pero errónea, injusta y falsa cuando se aplica al magnánimo. Parte de datos erróneos por falta de intuición de lo que pasa dentro del alma grande, de ahí su mediocre visión y su torpeza envenenada.

De ahí que el héroe, o los grandes espíritus, como alguna vez señaló Einstein, siempre han tenido que luchar contra la feroz oposición de las mentes mediocres. Porque la mente mediocre se identifica rápidamente por esa estúpida manía de la crítica y la destrucción de todo cuanto pretenda el héroe. No soporta la necedad de su esclavitud, pero convive con ella a falta de referencias mayores.

¿Cual sería en todo caso la pretensión del héroe? Como decíamos, mucho más allá de la tarea del filósofo o del sabio, mucho más allá de la búsqueda del placer o la evitación del dolor, o inclusive de la moral o la virtud, está la tarea creadora. Y esa tarea creadora, de acción, no es amoral, simplemente carece de escrúpulos, ya que los escrupulosos están inhabilitados para la acción. Son intelectuales, filósofos, místicos, sabios, pero no héroes.

En nombre de la igualdad mal entendida, en muchas ocasiones se confabula para intentar establecer que todo humano es igual ante su igual. Habría que matizar que debería serlo en derechos y obligaciones, pero que cada sujeto, con sus propias limitaciones y creaciones subjetivas, posee un formato psicológico totalmente diferente a sus congéneres, y por lo tanto, el héroe pertenece a una especie distinta de seres. Lo innegable es que todos los seres llevan dentro de sí perspectivas y estructuras singularmente opuestas entre sí, y por lo tanto, plasman tareas singulares en sus vidas. El hombre común nunca entenderá a aquellos cuya tarea y delicia suprema sea el esfuerzo frenético de crear cosas: para el pintor, pintar; para el escritor, escribir; para el político, organizar el Estado; para el empresario, crear empresa…

El afán creador está por encima de cualquier otro acto de la vida cotidiana. De ahí que la mitológica idea del héroe, muchas veces no corresponda con su arquetipo de una persona que da su vida, entiéndase literalmente, por su obra creadora o por su misión. Y es que el héroe no puede entender su vida sino a través de los designios del Universo entero, confundiéndose su ego con los bordes de “lo otro”. Preocuparse de sí mismo es preocuparse del Universo, esa es su intención. La inteligencia con la que lo lleve a cabo será cuestión de otro debate. Sin duda, un buen héroe es aquel que pasó por los estadios anteriores de intelectualidad, preocupación, quietud y sabiduría para lanzarse de lleno al valle de la acción. Y su grandeza en la misma dependerá de su genialidad o su endiosamiento para con su misión.

La mente mediocre, buscando la crítica fácil, pretenderá afirmar que la vida diaria, común, normalizada en los placeres y el dolor, también forma parte de cierta heroicidad. No le quitaremos razón. Pero no hablamos de ese tipo de heroicidad, que en todo caso, sería común para todos. Más bien la heroicidad de aquel que prescinde de cualquier cosa, para adentrarse en la locura de su visión. El arquetipo quijotesco, el Ulises latino o el Sir Galahad de las leyendas artúricas nada tienen que envidiar a un Jesús el Cristo, un Ghandi o cualquier contemporáneo nuestro que se lance a la transformación inmediata y radical de nuestro mundo. Decíamos que existe una urgencia de actuar, y esta urgencia sólo puede ser conducida por héroes de nuestro tiempo. Y el héroe reclama voluntad de actuar, acción, más allá de la reflexión filosófica o de la sabia quietud. Como Mirabeau, vivir una vida ejecutiva. Existir, para él, no es pensar, sino hacer. ¿Qué? Lo que se pueda. Todo menos soñar, nos advierte Ortega, es decir, imaginar que se hace algo sin hacerlo. Sirvan pues lo sueños de timón ante la necesaria urgencia de actuar.

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