Existe cierta emoción en el ambiente rancio del nacionalismo catalán por el aparente éxito de la consulta popular en Arenys de Munt sobre la independencia de Cataluña. Para algunos catalanes, España no existe como país o nación, sino que, de forma normativa, y diría que hasta despectiva, se la llama como Estado Español. Decir España en Cataluña chirría, pero si dices Estado Español porque inevitablemente tienes que hablar de esa «realidad», entonces puedes pasar el trago. Y eso ocurre porque existe cierto orgullo nacional catalán, o cierto complejo de superioridad de lo puramente catalán con respecto a lo puramente español. Y ese complejo resulta peligroso, pues proviene de una identidad adolescente que para autoafirmarse necesita estar en guerra con la identidad superior. No estoy en contra de la independencia política de todo aquel que lo desee. Todo lo contrario, en ese sentido pragmático, todos deberíamos ser independientes de todo con la condición de acabar con ello con la clase política que parasita en los territorios. Todo lo contrario de lo que pretenden algunos nacionalistas, es decir, independizarse para crear una clase parásita-política más poderosa y gestionar los recursos al antojo de los mismos. De ahí que esté a favor de la independencia de los países y las naciones, de los pueblos y ciudades si es su deseo, pero esté tan en contra del sentimiento nacional o nacionalista, ya nazca este de un país con Estado o sin él. Incluso me atrevería a decir, ya que hablar de independentismo hoy día resulta ser una falacia metafísica, que de lo que estoy más de acuerdo es del interdependentismo, es decir, pueblos hermanos que se autogobiernan en unidades básicas pero que se ayudan mutuamente en todo cuanto pueden para mirar a un futuro común. Pero eso no ocurrirá hasta que la humanidad no deje de mirar al otro como a un enemigo, hasta que no deje de parcelar la tierra en función de lenguas, culturas o naciones y hasta que no deje de ver al otro como un estúpido ser inferior.

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