Lo vi tumbado y me acerqué. Solía quedarme con ellos hasta altas horas de la madrugada. Me enseñaban su mundo, y yo gemía suavemente porque sentía su dolor y su tristeza. Ahora solo me atrevía a acercarme, sentir el zumbido leve de la vida pasar. Su olor, su penetrante olor, es el mismo. No ha cambiado. Por eso, al acercarme, y sin que él me viera, le sonreí. Me conformaba con eso. Con mirarlo y sonreirle. ¿Qué más podía hacer? Intenté tantas veces hacer algo… Pero ellos sólo agradecían la invisible compañía, la leve sonrisa, el sentirse humanamente importantes en ese instante de complicidad. Lo vacío, lo hueco, era llenado y rebosaba con esa proximidad, con esa solvente presencia. Un día le dije a uno de ellos que me hablara del amor… «Háblame del amor»… El silencio resonaba con tal fuerza que casi podía rasgar el tiempo. Así entendí como el amor, en su más extrema esencia, se comparte con silencios… Un silencio cósmico, un silencio solitario, posado en la rama de un árbol en mitad de una sabana o en el séptimo rayo ceremonial de una galaxia naciente. Un silencio próximo al leve zumbido de una sonrisa mañanera en cualquier estación de metro. Por eso, cuando veas a uno de ellos, párate a su lado. Serás por un instante su ángel de la guarda, y el sentirá tu presencia como algo mágico. Sonríe sin importar si te mira, porque ellos ven más allá de la apariencia. Baste que la sonrisa nazca del corazón y conmueva el momento. Y por un día, serás un hombre completo… serás un ángel naciente… por un día habrás amado de verdad… Dedicado a mis amigos los vagabundos, esos seres silenciosos que desean ser amados…
(Foto: persona humana tumbado en el metro de Barcelona, septiembre de 2009).