Fue Einstein quien dijo eso de que los grandes espíritus siempre encontraron la violenta oposición de las mentes mediocres. Y cuando hablo de grandes espíritus no me refiero tan sólo a grandes personajes plagados de carisma propio, sino también a esas grandes ideas que flotan en la estratosfera humana y que alguna luminaria capta para compartirla con el resto. Pero lo mediocre está ahí para fastidiar y entorpecer, a veces por envidia, otras por recelo y otras por miedo. La mediocridad es una fábrica de infortunios y malestares que bombardean constantemente la atmósfera envolvente. Nosotros mismos debemos ir muy al tanto para no convertirnos en gente mediocre. Sólo un mal gesto, un pequeño detalle, una mala acción es suficiente para ser mediocres. La crítica gratuita, el insulto fácil, la blasfemia, la desconfianza, el temor al otro… Todos los días la vida nos pone a prueba. Todos los días tenemos una oportunidad única para ser geniales o para ser mediocres. Por ello, si no tenemos nada bueno que decir, es mejor practicar la virtud del silencio, pero no ese silencio enfermo que mira hacia el otro lado, sino un silencio activo, despierto, atento a todo lo que ocurre para que, dada la ocasión, despierte y denuncie todo aquello que resulte, como no, mediocre.
