Leyendo el libro de memorias de Stefan Zweig titulado “El mundo de ayer” y viendo lo que está pasando en este tiempo se me pone la carne de gallina. Antes de la Gran Guerra los europeos vivíamos anestesiados por el bienestar creciente. La riqueza parecía llegar a todas partes y había una especie de optimismo generalizado. Algo pasó, algo cambió cuando toda esa distorsión terminó en catástrofe. Las gentes visitaban la ópera disfrutando de los estrenos de Wagner, de Strauss o de Hauptmann. Se leía la poesía ingenua y sentimental de Schiller o la desgastada filosofía de Nietzsche o Strindberg. Ahora ya no se habla de los grandes, nadie conoce ni reconoce a un Kierkegaard ni siente curiosidad por el pensamiento de un Balzac.
Es normal que cuando la vieja Europa pierde el contacto con su cultura y su genialidad artística y científica ocurran cosas como las que ocurren hoy día. Cosas incomprensibles, como que se recorte en bienestar social, en educación o salud pública y no se toque para nada la partida de Defensa o gasto militar. Ni siquiera Dante hubiera imaginado desde los círculos sagrados del Paraíso que el infierno que se teje en los cúmulos de la ignorancia de nuestra época podría hechizar de tal manera a los pueblos europeos.
Ya nadie lee poesía y eso nos desconecta del espíritu, de nuestro espíritu. Whitman se aposenta en el encabezado de este lugar pero nadie lo recuerda excepto cuando alza la mirada hacia arriba y se topa con él. Baudelaire nos importa un comino y nada queremos ya saber del viejo Platón. La tristeza de aquellos que leíamos apasionados a los grandes maestros de todos los tiempos estrangula el aliento cuando vemos la perversión en la que nos encontramos. Por eso no es casualidad que unos y otros nos mofemos ya casi sin rabia por las travesuras de un rey desacreditado e irreal, disfrazando la angustia en broma y pitorreo en ese desconcierto de lo decepcionante y aburrido, en esa tertulia cibernética donde de lo único que se habla es de lo mal que estamos y de lo poco que vamos a arriesgar para salir de este atolladero. Del absurdo, que dirían los existencialistas trasnochados.
Hemos perdido el respeto hacia los maestros del espíritu, hacia los mensajeros de los dioses, aquellos artistas y filósofos que nos advertían del peligro de andar por la senda de la ceguera. La secesión existente entre alma y materia podría ser tan atroz que muchos pudieran embarcar hacia su periplo cósmico desde los arrayanes del polo norte mientras que la otra mitad, absortos y deambulantes, podrían terminar en el polo sur infernal, dentro de ese círculo de la inopia apabullante, del materialismo y el separatismo tan de moda de nuevo.
Hay una decadencia inevitable en todo lo que está pasando. Un rey cazando elefantes y luego arrepentido como un crío de cuatro años no es más que el reflejo de una sociedad perdida y sin rumbo. Esos valores de la estética decadente, de la caza, del puro y la copa, de la fama y el poder, de la tierna e ingenua mirada arrogante, del egoísmo alarmante y la indigesta egolatría se están derrumbando. Esa es la mala noticia, porque en todo derrumbe siempre hay algo de esperpéntico y catastrófico.
La buena noticia es que algo nuevo nacerá, y esto, como decían los cultos de antaño, aquellos del mundo de ayer, es un asunto que nos concierne (nostra res agitar).
