Meditaciones


Decía Jiddu Krishnamurti que la meditación no es una vía de escape. Tardé años en entender esas palabras. Quizás fue cuando paseaba por las habitaciones de su casa en Ojai, en California. Allí y en los jardines de la casa había un silencio abrumador. Por un momento, y contradiciendo al sabio, pude aislarme y encerrarme en mí mismo para intentar comprender la sensación de vacío de aquel instante. Fue entonces cuando comprendí el verdadero sentido de la meditación. Realmente se trata de preñar al mundo de sentido, de penetrarlo, de sentirlo, de palpar con todos los sentidos su verdadero significado, pero también con la lucidez de la mente, con la atrevida llama de la emoción y con el radiante cuerpo de luz. Entonces el mundo entero adquiere un sentido y un propósito y es constante la belleza de sus cielos y sus tierras.

Era una calurosa mañana de julio del 2006. Recuerdo que cuando entré en su habitación en plena soledad, sin que nadie se hubiera dado cuenta de mi invisible presencia, ni siquiera el jardinero que andaba ocupado entre la maleza a unos cincuenta o sesenta metros, pude comprender que la esencia de meditar no es otra que la de comprender al mundo desde fuera y desde dentro. Sí, había vacío pero también plenitud. Desde la habitación se podía distinguir los rayos del sol que asomaban por encima de los árboles y las montañas. El sonoro batir de alas de los pájaros, el latir incesante de las millones de hormigas que construían sin cesar túneles infinitos bajo mis pies, los grandes ojos del búho y en lo más sutil, el despertar a la consciencia universal mediante la constante práctica de la concentración en la pluralidad del mundo.

Jiddu ya no estaba allí, ya no vivía allí. Hacía poco más de veinte años que su alma dejó la tierra, o mejor dicho, penetró la tierra en aquel febrero de 1986. Sin saber porqué, lo recordaba todo nítidamente en la meditación de hoy, en el salón de conferencias de los laboratorios Taxon, cerca de la estación de Príncipe Pío de Madrid. Me sentía cómodo en la meditación de plenilunio. La crisis nos había expulsado del círculo amigo y tenemos que adaptarnos como podemos a las nuevas circunstancias. También recordaba cuando las primeras meditaciones se hacían en petit comité en la casa del jardín del Morya, con la chimenea en invierno y siempre la luz rebosante. Sin darme cuenta, en la meditación estaba viajando una y otra vez a las otras meditaciones, a los otros lugares donde alguna vez hubo una conexión con el infinito. Y eso me llevó de nuevo a las palabras de Jiddu: “lo que importa de la meditación es la cualidad del corazón y de la mente”. Una mente y un corazón inocente y vulnerable, pero capaz de las cosas más grandes.

Por eso, tras la meditación y una suave cena en el jardín del Morya, pudimos hablar de esa inocencia humana y esa vulnerabilidad que se muestra perpleja antes lo acontecimientos mundiales. Por eso la necesidad de retomar el círculo en las meditaciones, para penetrar el mundo, para comprenderlo y para trascenderlo. Para saber que la grandeza de estos tiempos es un regalo en nuestras limitadas y finitas vidas y por ello, es necesario comprender, de nuevo, que la meditación nos acerca a la virtud de la percepción del todo. Inclusive a la percepción de nosotros mismos, de nuestro yo real.

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