
Aunque lo hicimos en el mar lejano, no tuvimos tiempo para correr desnudos por la profundidad del bosque. Nos faltó tiempo para retorcernos en su oscuridad, entre cantos y tierra, a vaguadas de nostalgia consumida, desnudos, pobres, sin nada. Nunca sopló el viento lo suficiente, y cuando lo hizo, algo se llevaba. Son deseos no consumidos, placeres no extenuados al máximo. Algo se pierde siempre en el camino, algo que nos enfrenta a la vida de forma despiadada. Algo se marcha y algo hermoso se pierde cuando el mundo nos aturde, nos confunde, nos engaña con sus cosas.
Hay una verdad terrible que aún no comprendemos ni deseamos comprender. Algo que ni siquiera nadie se atreve a exponer o pensar. Es la verdad de que hay algo que sobrevive a la muerte, pero ese algo no somos nosotros, no somos aquello con lo que nos identificamos, que es fruto de la naturaleza, del azar y de las circunstancias que hemos vivido. Sí, hay algo que sobrevive, pero ese algo que los antiguos llamaban alma o espíritu no somos aquello que creemos ser. Podría ser tan solo polvo o cenizas, o podría ser algo aún incomprensible. Nosotros nos extinguimos, nosotros desaparecemos. Solo sobrevive el alma, pero el alma no somos nosotros. De alguna forma podríamos decir que somos una especie de sombra del alma que nos anima como marionetas inertes, que nos ofrece la oportunidad de sentir y pensar por un limitado tiempo. Pero solo eso, una sombra que se extinguirá en el gran día de nuestro final. Seremos, tarde o temprano, un cadáver inerte.
Siendo así, solo nos cabe la posibilidad de vivir intensamente este premio, este tiempo ridículo e insignificante en el que se nos permite expresar alguna cosa. La posesión del alma significa la muerte de nuestro pequeño yo, de nuestras pequeñas cosas y ridículas posesiones. Es como si en verdad el alma fuera nuestro huésped, y nosotros meros receptáculos del mismo. Un comensal, un forastero que suplica vivir en nosotros como forma de expresión y vida, a cambio de que nos desprendamos de todo. De ahí que deberíamos repasar el mito de los rebeldes caídos en desgracia por intentar avisar al ser humano de dicha condición. Deberíamos repensar la historia, dudar de ella, incluso dudar de nuestra propia identidad cuando nos referimos al yo inmortal. Robar el fuego a los dioses tuvo su sentido épico, ahora ya olvidado.
De alguna manera respiramos el aire que respira nuestra alma, pero luego vemos la tierra que nos hizo, las mieles que comimos, los espectros que llenaron una y otra vez nuestras cabezas de personalidades, y sentimos que no somos producto de un alma sino producto de la naturaleza y la circunstancia en la que vivimos. Por eso algunos dicen que no todos tenemos alma. Preferimos morir y extinguirnos definitivamente antes de que algo ajeno a nuestra imperfección humana nos posea. Y a veces me pregunto si ese afán de posesión tiene algo que ver con la idea de aquellas almas errantes que se salvarán o no en el día del juicio final. Poseer alma sería renunciar a nuestra imbecilidad. Y eso no nos atañe, porque al hacerlo, al rebelarnos contra nosotros mismos, requiere y exige un sacrificio, una pérdida inevitable, una renuncia que nos resulta insoportable.
Por eso nos gusta vivir en esta idiotez irreflexiva. Esta ignorancia nos hace felices, nos vuelve inmunes e indecentemente cobardes. Es existir para entregar nuestras vidas a ese empeño de domarnos, de volvernos dóciles e inofensivos, de mantener cierto control sobre nuestros apetitos, sobre nuestras caóticas emociones y deseos, sobre nuestros pensamientos incoherentes y confusos, de tenerlos, porque hasta que no se demuestre lo contrario, no todos somos seres pensantes. Hay personas que viven solo por deseo, por impulso, por adaptación, sin mayor reflexión.
¿A qué se debe tanta docilidad, tanta pasividad, tanta imbecilidad? Durante siglos nos han aturdido con el miedo, con el final ardiente del infierno, que no es otra cosa que la de no poseer nada. Ahora nos aturden con las redes, con las cosas, con el miedo a no tener dinero, ni tener propiedad ni ser aceptados en las redes. Imbéciles que vigilan a otros imbéciles, que controlan su forma de vestir, su forma de actuar, su forma de vivir, su peinado, su bolso, su afeitado. Nos vigilamos unos a otros en forma banal, condicionando la insurgencia, anulando cualquier posibilidad de rebeldía, de sedición, de insubordinación. Estamos constantemente controlados y vigilados por nosotros mismos, sin posibilidad de disidencia. Incluso los más rebeldes caen en la trampa del tener gracias a ese remordimiento que nos han inculcado por no ser hombres o mujeres de provecho. ¿Provecho de qué o para quién? ¿Para seguir alimentando esta perversidad, este monstruo que hemos creado?
Es imposible entender la libertad de no tener nada. Cientos de miles de emigrantes arriesgan sus vidas para abrazar el tener. Desean poseer cosas, desean librarse del hambre y la pobreza a cambio de algún atisbo de esperanza futura. La pobreza, el no tener nada, se ha convertido en una peste, en algo que hay que eliminar como un cáncer. Todos quieren ser ricos, todos quieren tener cosas, todos desean exprimir hasta la última gota de savia de la propia naturaleza. Ser pobres está mal visto. Sería algo así como dejar poseerse por el alma, y de alguna forma, abandonar el mundo que llaman real, en vida.
Revelarse a las riquezas, a la apariencia, al tener y abrazar la indigencia fuera de cualquier tipo de sometimiento es algo que está totalmente penalizado. Inofensividad, aturdimiento, aceptación, imbecilidad. Así nos hacen para que no pensemos. Así nos quieren para seguir alimentando a la bestia. Nos aíslan y nos aturden cada vez más. Con las redes, con el ocio, con el entretenimiento. Cada vez más solos, cada vez más apartados y aislados los unos de los otros, olvidamos el vivir. Y al olvidarlo, al alejarnos de nuestra propia esencia, de nuestra alma, ahogados en nuestras cosas, en nuestras riquezas, pero absolutamente solos y aturdidos, lejos del amor, dejamos de correr juntos, desnudos, por la profundidad del bosque.
Gracias de corazón por apoyar esta escritura…
