
«Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente; enfrentar solo los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida… para no darme cuenta, en el momento de morir, de que no había vivido». Thoreau
Muchas veces me preguntan si no tengo miedo de vivir aquí solo en mitad de los bosques, sin vecinos que puedan socorrerme, con todo abierto, sin cerrojos ni llaves. Debo decir que la primera vez que vine a estas montañas, hace ahora siete años, sentí mucho miedo. Nunca me había enfrentado en soledad a tanta plenitud, a tanta expansión, a tanta vida, a tanta soledad y silencio. Es cierto que las excursiones de fin de semana al monte cuando vives en la ciudad, te dan cierta sensación de libertad. Pero cuando vives intensamente en esas montañas, a solas con el mundo, con el infinito, con la inmensidad, todo se percibe de otra manera. Todo se magnifica. El miedo se agranda, el amor te absorbe.
Con el tiempo, llega un momento, a pesar de los sustos inevitables que todo bosque pueda ofrecer, que el miedo desaparece. Al menos cierto miedo, porque siempre queda algún resquicio de desconfianza, de desazón, de alerta. Cualquiera podría venir sigiloso por la noche, ver la tenue luz de mi pequeña lamparilla y acercarse para curiosear. De hecho, en los tiempos de normalidad, solía ocurrir que cualquiera aparecía de repente a las puertas de la cabaña para curiosear o conocer a su morador. Ahora, por suerte, aunque algún susto me sigo llevando, eso ocurre menos. Y la sensación que se apodera de mí, es que deseo que deje de ocurrir. De alguna manera, el bosque, la naturaleza, te vuelve huraño, te aleja del ruido. Deseas alejarte de ese rumor, del pantanoso estruendo que viene de la ciudad.
Uno afina los sentidos, y de alguna forma percibe el caos que los habitantes de la ciudad tienen en sus mentes, en sus vidas, en sus corazones. Es una percepción muy sutil, pero puedo decir que cuando ahora me cruzo con algún congénere, puedo escuchar todo su murmullo mental y existencial. Por eso, de alguna manera, tengo miedo a que toda esta anormalidad pandémica termine y vuelva de nuevo el ruido a las montañas. El ir y venir de curiosos que deseen depredar, y no compartir, este tesoro invisible.
Algunos amigos ya empiezan a empeñarse en buscarme nuevos amigos, futuras pretendientas, novias o todo tipo de entretenimientos que pueda hacer más llevadera mi soledad. Es difícil explicar la complejidad de entrar en esa maraña de posibilidades cuando has afinado tanto los sentidos y cuando has empezado a caminar por encima de las tumultuosas aguas del deseo. Eso no quita que algún día pueda de nuevo perder la cabeza por amor, pero sé que eso ocurre cada vez más de forma muy extraordinaria, y sé que, de alguna forma, solo bajo esa extraordinariez, podría de nuevo aventurarme a compartir algún tipo de flujo existencial.
Ahora solo deseo enfrentarme al mundo milagroso. Esto es difícil de explicar. Pero viene siendo algo así como dejarse llevar por la corriente de la vida. No me refiero a la vida corriente, ordinaria, insulsa y aburrida que normalmente llevamos. Me refiero al arrebato de la vida extraordinaria, de la vida que consume dentro de nosotros todo tipo de visiones y experiencias inconcebibles, aquella que expresa nuestros dones, sean los que sean, y los saca a relucir junto al mundo. Me refiero a esa sensación de exprimir todo el jugo de la vida, como si nos faltara el aire, como si pudiéramos de verdad abrazar todo el infinito universo, en todas sus infinitas dimensiones. Me refiero a reencontrarnos con nuestro ser real danzando sobre todas las tierras, sobre todos los mundos, sobre todas sus maravillas.
Aquí en los bosques vivo deliberadamente una visión diferente de la existencia. Vivo profundamente, rebusco en mi interior, buceo en las maravillas de la vida simple. Ya no pido riquezas, ni aspiro a ellas. Casi desearía poder acostumbrarme a vivir de lo que recojo con mis propias manos. Setas, castañas, moras, tomates, pimientos, fresas, cerezas, manzanas… Hay una sensación profunda al descubrir que no dañas al mundo cuando te alimentas de vida vegetal, recolectada por ti mismo, sin sufrimiento animal. El amor te absorbe en esa sensación. El amor a lo simple, a lo verdadero. No, no quiero riquezas, ni éxito, ni esplendor. Todo eso ya lo encontré aquí en los bosques… Estoy saciado de cosas. Ahora solo quiero vivir…
Gracias de corazón por apoyar esta escritura…
