
“Los hombres generosos y valientes tienen la mejor vida; no tienen ningún temor. Pero un cobarde le teme a todo. El avaro teme siempre a los regalos”. Hávamál, poema escandinavo.
Leíamos en la prensa salmón una frase de Alexander Hamilton, primer secretario del Tesoro estadounidense, que decía: «la gente a veces atribuye mi éxito a mi genialidad; la única genialidad que conozco es el trabajo duro«. Sin duda, el trabajo duro es lo que nos acerca siempre a todo éxito y lo que hace que, a nivel individual y colectivo, el mundo crezca y se expanda. El trabajo duro, más que la palabrería y los brindis al sol, es lo que hace que la vida renazca una y otra vez. La genialidad, la persistencia, la voracidad de los instantes, el pulso que hacemos constantemente a la vida, es lo que nos permite desembarcar en cualquier isla y, aunque náufragos, guardar la esperanza de que volveremos a empezar, de que volveremos a vivir de nuevo en algún paradisíaco lugar. Así se forjan las utopías, así se forja la vida entera.
Hoy, agotados por la historia que desde hace semanas nos envuelve, en un momento de desazón y pesadumbre, nos subimos a la moto eléctrica y en silencio buscamos una tranquila cafetería. En mitad de la merienda apareció Golly, una persona desahuciada que iba pidiendo unas monedas para comer. Le dimos las monedas y pensamos que además de las mismas, quizás le apetecía algo de escucha, cariño y atención. Empezamos a preguntarle sobre su vida, y él, en su ilusionante discurso, nos repetía una y otra vez que pronto iba a heredar algo, y que con ese dinero montaría un local donde ofrecer cafés y donde la gente pudiera escuchar algo de música. Nos hablaba con emoción de su pasado, de aquellas glorias ya pretéritas que todos alguna vez hemos saboreado, unos con mayor suerte que otros. Se le iluminaban sus ojos pensando en ello, tarareando que algún día, su vida cambiaría y dejaría de pedir por las calles.
Cuando se marchó después de tomarse algo con nosotros, algo se nos removió por dentro. Es tan fácil perder la cabeza, la salud, la vida y terminar desahuciado, en la calle, solitarios, pidiendo dinero, cobijo o simplemente un poco de charla y cariño. Todos los días estamos a poco de saltar al abismo, de cruzar líneas rojas, de perderlo todo y sentir que nada tiene sentido. Lo hemos visto tantas y tantas veces en estos años, o en aquellos en los que trabajábamos en los arrabales más pobres e intentábamos ayudar a unos y a otros desde nuestro prestigioso pedestal. Haciendo tanto y tanto mientras otros se instalaban en la queja, en la ofensa, en la palabrería.
Nos sentimos algo molestos por dentro. Quizás hoy Golly, como tantos otros, dormirá en la calle. Gente sin casas, casas sin gente. Sentimos algo de ardor interior al ver que la casa de acogida está cerrada. Y que ni siquiera nosotros tenemos casa, porque cuando la enseñamos, la compartimos, cuando invitamos a desconocidos a tomar algo, les damos de comer, les acogemos en sus fantasías y anhelos, les vestimos, les salvamos de un suicidio o de la miseria, resulta que siguen juzgando nuestro aparente privilegio, nos llaman egoístas o nos reclaman su propia parcela, su propio privilegio, a veces, ganado únicamente desde la queja, el enfado, el rencor, el odio y la poderosa convicción de que algo que no es suyo, les pertenece.
Aún recordamos cuando nos escapábamos de la formalidad universitaria para leer a escondidas a Cioran, descubriendo que la inevitable amargura solo puede ser sublimada por la ironía, quizás con algo de humor. Mucha gente vive atormentada y se empeña en atormentar la vida de otros, de oscurecer sus anhelos, sus sueños. No ven la gracia, la bondad, la paciencia, la misericordia del mundo, el trabajo duro y esforzado de cada día. Solo pueden adornar con flores artificiales sus vidas, esas flores que guardan aún su etiquetita dorada “made in Hong Kong” pegada bajo los pétalos. El poeta, y lo dijo alguna vez, pensó que bastaría con un pequeño gesto sin esfuerzo para despegar esa etiqueta y empezar a creer en la ilusión de estar vivos, sin rencor, sin odio, sin tormento. Solo un pequeño gesto, solo una fuerza sublime que nos separe de lo artificioso, de lo mentiroso, para encontrar cierta naturalidad en las relaciones, en la vida, en la profunda existencia. Dejar la palabra para adentrarnos en el verbo, aunque el verbo duela, escueza, supure. Obras, acciones, trabajo, tan lejos de la etiquetita dorada, pequeños gestos lejos de la palabra vacía e hiriente.
Ese vivir y dejar vivir, esa charla amable con Golly en la cafetería, ese disfrutar de tu privacidad, de tu espacio como se te antoje, sin que nadie tenga que recriminar que has puesto hoy las sábanas de color rosa, o que has utilizado tus espacios para trabajar en lo que te dé la gana. Qué desfachatez esa de llamarte egoísta por intentar ser feliz y disfrutar de lo tuyo, de aquello que ganaste con esfuerzo y trabajo, que diría Alexander Hamilton, o simplemente cantando y tocando la guitarra, como tanto desea Golly.
Todos tienen, tenemos, el derecho a recuperar nuestras vidas. Todo el mundo, como Golly, tienen, tenemos derecho a volver a empezar. Es algo sencillo, simple, algo sincero y natural, sin etiquetas, sin palabrería. Cioran, compitiendo con Sartre y Camus lo dijo de forma profunda en “De lágrimas y de santos”: “¿Es posible que la existencia sea nuestro exilio y la nada sea la casa?” No tengamos ningún temor, sigamos siendo generosos y valientes. No dejemos que los ávaros teman nuestros regalos. Seamos naturales en nuestras parcelas, en nuestras vidas, vivamos y dejemos vivir, sin más. No sabemos aún por qué esta fórmula tan sencilla nos resulta tan extremadamente difícil.
Gracias de corazón por apoyar esta escritura…