No vayas si no te han invitado


En otras circunstancias habría ido al castillo de Tatti ante la inesperada invitación de su morador, un aristoácrata que regula entre lo formal y lo informal, entre lo tópico y lo utópico. Hubiera sido hermoso viajar en coche hasta la Toscana, pasar allí unos días de descanso entre bosques y colinas suaves y trabajar en algún próximo libro. Como no pude ir ya que las circunstancias presentes me impiden viajar (por fortuna, después de cinco intentos fallidos, parece que esta vez la cosa está cuajando), a cambio hemos editado un librito con los cuentos que en sus fantasmagóricas estancias inspiran a sus todos ilustres moradores. Quizás, ya que este tipo de invitaciones no caducan, en unos años más serenos podamos viajar con calma a la hermosa Toscana acompañados de Noam (Noah-Noah que decía el cachondo, porque es un shico, y uno una shica como creíamos) y escribir algún nuevo libreto.

La feria ha sido muy cansada. No sirvo para feriante y no sirvo para vender o venderme, así que la experiencia me ha producido una triste sensación. Los cándidos iluminados o los que poseían cierto carácter crítico e inteligente podían apreciar con gusto nuestra paradójica selección de libros. Veía como se iluminaban sus ojos ante tan gratos descubrimientos de ciencias sociales, política, espiritualidad arcaica y algunas que otras joyas que deleitaban a unos pocos. Nunca inducía a la compra, pero si alguien preguntaba, le respondía amablemente, excepto cuando pedían consejo sobre qué leer o no leer. Es algo que tengo como máxima porque para lo que unos es comida, para otros es veneno. Y los cerdos no distinguen entre margaritas o perlas, así que mejor no tentarlos con elecciones estúpidas. A un cerdo no le importa la diferencia entre el hilozoísmo o la mirada estoica. Solo desea engullir, y de eso en la feria vimos mucho engullidor. Y nosotros somos como los carniceros que degollan la sabiduría perenne, pero no los jamones de novelas románticas o las morcillas del autor famoso de turno.

Volver de la feria ha sido desesperante, porque el trabajo se acumula, las cuentas no salen, porque son los verracos los que consumen, y no los sabios ni los oprimidos lúcidos, que se esconden entre las sombras de nuestra sociedad consumista para no despertar sospechas. En la feria lo comido por lo servido, y nos quedamos a muy poco de llegar al punto de equilibrio. Nos faltaron unos treinta lúcidos más, agradeciendo de antemano a todos los que hicisteis el esfuerzo de venir a echarnos un jarro de ánimo que sirvió de paso como excusa para reencontrarnos.

Tras la feria había una fiesta a la que no fui invitado. Claro, no estaba en el club de los verracos, de esos que tanto tienes y tanto vales. Se lo dije al anfitrión por eso de que la confianza da asco, y se enfadó. Le advertí que, si algún día las cosas van mal, todos esos lameculos que ahora se acercan a él desaparecerán de repente. Le conté mis penas y la purga que sufrí cuando me arruiné en tantas ocasiones. De repente había estampida cada vez que tocaba el fango, o cada vez que la erótica del poder me dejaba o me sustituía por algo más llamativo. Así es, tanto tienes, tanto vales, y cuando dejas de tener o de aparentar, tanto monta, eres un verraco más, de piedra, o de cartón-piedra, o de paja, que aún es peor.

Ya lo decía la canción, si eres de los que no tienen, a galeras a remar. Y así andamos, remando contra corriente. A pesar de todo, cuando la erótica del poder te abandona pero de repente te invitan a una fiesta a la que no esperabas ser invitado pero te sientes útil por el rol que desempeñas, se te ensancha el alma. Eso ocurrió hace un par de días. Llegué a un sitio culto donde se entremezclaban más de setenta culturas diferentes y lo hice en representación del ayuntamiento de Madrid como vocal político que debía escuchar las quejas y necesidades del lugar. Como es natural me hicieron la ola y yo tomé buena nota de todas las necesidades. Seis aulas más, presupuesto para pintar la fachada, más proyectores, más servicio de limpieza… La lista de los reyes magos era infinita. Hice algunas fotos en la fachada y mostré mucha atención a todo lo que decían. Les prometí vagamente que haría todo lo posible para trasladar sus quejas y necesidades al encargado público de turno y mirar de paso si los presupuestos de lo «público» no era sarcásticamente desviado hacia las arcas privadas de unos pocos.

Y a pesar de que llevo una semana muy gruñón y algo desesperado por todos los frentes que se abren sin tener manos suficientes para ir apagando fuegos, esa tarde salí contento y eróticamente poderoso. Un poder vano, terrenal, que duró un instante, pero un poder hermoso ese de servir, de ser útil, de mostrar afecto y comprensión, aunque todo resulte ser un mandato de máscaras y disfraces. Y luego esa incapacidad tan nuestra de no ser capaces de mostrar el mismo afecto y comprensión hacia los que tenemos cerca. Ahí reside la paradoja de no llevar máscaras y de importarte un pito el no ser invitado a fiestas. Porque a veces la vida sin máscaras, auténtica, bruta, oscura, se manifiesta de forma violenta y, aunque mediocre, mucho más verdadera. No todo es de color de rosa. Por eso se inventó la máscara de la diplomacia. Para no terminar a guantazos todo el día.

Por lo demás bien y eso. El valle de los avasallados espera impaciente como otras veces. Y a las próximas fiestas no iré si no me invitan. Si la testosterona me sigue jugando malas pasadas intentaré pensar en esos viajes a la Toscana. El poder, por muy erótico que sea, para los masocas. Los verracos que sigan engullendo y los lúcidos que sigan escondidos. La Toscana y también el norte de Escocia al que tanto añoro deberán seguir esperando. Y que no cunda el pánico, que la vida sigue, y parece que esta vez sí se manifiesta. Lo dicho, que pasen buena tarde y feliz fin de semana.

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