
Aún no sé cuánto durará este peculiar retiro en el que uno ha abandonado muy a consciencia algunas disciplinas. Una de las causas de dicho abandono ha sido el ver como engordaba hasta límites insospechados. Aún recuerdo con cierta añoranza cuando cogía la bicicleta todos los días y me marchaba con mis sesenta kilos a pedalear durante horas por caminos angostos. Ahora miro las bicicletas, las dos que me han acompañado durante estos últimos treinta años, y su óxido desvela no solo la dejadez deportiva, sino otras que habría que analizar con calma.
Sufrí una anomalía parecida cuando cumplí treinta años. Había dejado atrás las carreras universitarias y trabajaba de sol a sol y de lunes a lunes en tres o cuatro trabajos para conseguir ahorrar algo de dinero y pagar la entrada de esa primera propiedad que siempre compras con cierta ilusión. Ya sabéis, esas cosas que hacen los pobres para asegurarse un trozo del reino, aunque sea pequeño. A pesar del estrés y el no parar, engordé desmesuradamente. ¡Ansiedad! Que dirán ahora.
Hoy, aprovechando que teníamos que ir a la gran ciudad para realizar una analítica, terminamos comprando un escritorio más grande y algo de ropa. No soy de comprar ropa (solo libros, más libros), pero toda la que tenía se me había quedado pequeña y la gente ya empezaba a mirarme raro, y estoy en ese momento de la vida en el que lo que a uno más le apetece es ser invisible y pasar totalmente desapercibido. Así que en el cansino vestuario pasamos de la M a la talla L, con miedo de traspasar la XL, señal de decadencia total. Por suerte mantengo a raya mis ochenta kilos de ahora, e intento no llegar a los ochenta y cinco, que es como la línea roja, como el círculo no se pasa de la vida sedentaria y anodina.
El pecado de la gula se ha apoderado de mi alma. Es un pecado menor en comparación con otros que aún no me atraviesan, tan falto de vicios y tan amante de la virtud, aunque sea en un remoto reflejo, pero ahí está, intentando vencerme para así hacerme caer en la tentación del mal más oscuro y absoluto. Soy consciente del esfuerzo que tengo que realizar para volver a una talla adecuada, y por eso aún no me veo preparado. Prefiero tener calma y unos kilitos de más antes que entrar en la rueda del sacrificio y tener que dejar mis galletas María Dorada o las pizzas y el pan blanco. Ser vegetariano desde los dieciséis años no es garantía de salud, sobre todo cuando no te gusta nada la fruta ni la verdura y conviertes tu dieta en galletariana. Pero estoy atento, muy atento.
En el fondo me río de la intrascendencia de lo que digo y percibo y aguanto, pero el camino hacia la felicidad requiere estar bien con uno mismo, y el cumplir tallas es incumplir con muchas otras cosas que esperan impacientes un ápice de esfuerzo. Sí, es hermoso el aburguesamiento, el descanso y el no pensar en exceso, pero la cabra, inevitablemente tira al monte. Y cuando veo a mis amigos yoguis, algunos casi shadus, tan flaquitos, tan deportistas, tan meditadores y tan disciplinados, algo se remueve dentro de mí. No es por el postureo, sino por lo que la gordura encierra como problemática de nuestro tiempo.
No voy a entrar en la patética moda de pensar que el cuerpo gordo, como espacio político, es algo de lo que enorgullecerse. En verdad no es así, es más bien un síntoma de nuestra sociedad enferma, desmedida y sin valores. Un síntoma claro, junto al reguetón, de la caída de nuestra civilización. La caidita de Roma pero en diferido, a cámara lenta, con gordos recios y necios y adiposos que se enorgullecen de sus nalgas sonrojadas, de sus comida basura a base de animales muertos y otros manjares sádicos.
Hoy, y perdonad el inciso y el desahogo, casi me da algo cuando veía y olía (esto es terrible) en el centro comercial cómo desfilaban uno tras otros los codillos asados, que dicho así, parecía algo hasta bueno en comparación con nuestras albóndigas vegetarianas suecas insípidas acompañadas de guisantes y puré de patata. He tenido que tirar de diccionario para entender qué es eso del codillo: Jarrete delantero o trasero del cerdo, situado por debajo del jamón o de la paletilla que se consume fresco, semisalado o ahumado. ¿Y qué es un jarrete? Tomen nota, para la próxima: el término jarrete, caracú, ossobuco, canilla, chambarete o morcillo, es la parte alta y con carne que va desde la pantorrilla hasta la corva de la pata del animal, incluyendo el hueso con su tuétano o caracú y la carne que lo rodea. En gastronomía, se prefiere la trasera por resultar más sabrosa. En nosotros es corva de la pierna humana. Pues eso, gordos y sádicos, eso somos. Y no lo digo desde el orgullo espiritual, sino desde la más absoluta y decadente gordura. Firmado, el «bienechito».