«Puedo establecer una regla para toda la humanidad con nuestras obligaciones en las relaciones humanas,» nos decía Séneca hace la friolera de dos mil años, «todo lo que se percibe es uno y nosotros somos partes de ese gran cuerpo. La naturaleza nos crea en estrecha relación unos con otros, ya que provenimos de la misma fuente y tenemos el mismo fin. Hace engendrar en nosotros un sentimiento mutuo y nos hace proclives a las relaciones de amistad. Dejemos que este verso (de Terencio) esté siempre en nuestro corazón y en nuestros labios: Homo sum; humani nihil a me alienum puto (Soy un hombre; nada de lo humano lo puedo considerar ajeno a mí)».
Y mientras leía esto postrado en la cama, siendo más un desecho que algo vivo, mi propia condición humana, con toda su imperfección, con toda su oscuridad, con todo su agravio, se revolvía interiormente, buscando ansiadamente una grieta de luz. Porque siempre hay algo dentro de nosotros, por muy tenue que parezca, que desea el bien. El bien para uno mismo, pero también el bien para los demás. La sensibilidad de algunos, los menos, extiende esa humanidad, esa luz, ese bien, hacia los otros reinos. Respetando sus vidas, protegiéndolas, buscando la manera de no dañar su propia naturaleza.
Presos de la ignorancia, nuestra bondad no resurge como la llama avivada ante el soplo y el aliento de la vida. A veces nos cuesta discernir entre ese momento de oscuridad infinita, de rabia incontestable, de tiránica reacción, y la apacible luz de la bondad. Y la bondad no es más que el resultado de ser capaces de apropiarnos de esa verdad indisoluble en la que todo lo que percibimos forma parte de un gran cuerpo, de un gran espíritu llamado humanidad, pero también llamado Naturaleza.
El pequeño yo divide la observación y paraliza la visión en el centro de uno mismo. Pero el yo expansivo es capaz de divisar los límites infinitos de esa fuente a la que pertenecemos. Por eso, hacer el bien a los demás es hacernos el bien a nosotros mismos. Ayudar y apoyar y cooperar con el otro es elevar nuestro bienestar hacia dimensiones aún desconocidas. Por eso, de forma hermosa, hace dos mil años, el sabio dijo: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”. La frase, cargada de misterio, revela algo imprescindible.
Dicen que la disciplina es el comienzo de todo. Deberíamos empezar disciplinando nuestros estómagos. Aligerarlos, llenarlos de luz. Eso apaciguará nuestra ansiedad, nuestra vanidad, nuestro egoísmo y avaricia. La sensatez comienza en la cocina, decía el sabio Nietzsche. Es algo que también pensaban Orígenes, Pitágoras, Cervantes, Da Vinci, Voltaire, Rousseau, Tesla, Tolstoy, Bernard Shaw, Gandhi, Margaret Fuller o Albert Einstein, personas influyentes que se negaban a practicar la violencia con los hermanos animales.
Da Vinci tuvo un sueño: “Llegará un tiempo en que los seres humanos se contentarán con una alimentación vegetal y se considerará la matanza como un crimen. Llegará un día en el que los hombres, como yo, verán el asesinato de un animal como ahora ven el de un hombre”. Ese día llegará, y entonces habrá paz en la Tierra entera. Un mundo sin guerras, un mundo en paz, porque habremos entendido el principio básico de la no-violencia.
