Sobre la ambrosía del conocimiento


Mientras corregía la traducción —del francés al español— de un texto antiguo que pronto editaremos, una edición que comenzamos hace ya algunos años en la añorada cabaña, me topé, en la página 35, con una cita en siríaco antiguo. Al intentar rastrear su origen, llegué a un libro del siglo VI editado en la también añorada ciudad alemana de Göttingen, ciudad universitaria en la que viví algún tiempo. El texto siríaco, junto con su retroversión griega de la Kephalaia Gnóstica (comentada por Mar Babai), no era sino la punta de un iceberg que me condujo a viajar por textos clásicos, a veces incomprensibles incluso para las mentes más brillantes.

La frase en cuestión que aparece (—صبرٍ ومع خط وإحسان  ; ṣabrin wa maʿa khaṭṭin wa iḥsān)— es una cita breve que resume virtudes ascéticas fundamentales en la tradición siríaca: la paciencia (ṣabr), la rectitud o disciplina (khaṭṭ puede entenderse aquí como “conducta recta”, aunque literalmente significa “línea” o “trazo”) y la bondad (iḥsān). El libro en cuestión es para eruditos que sepan apreciar no solo la parte gnóstica del texto, sino también su profundo mensaje espiritual.

El peligro de estos libros eruditos es que puedes pasarte toda una vida intentando descifrar una de sus líneas, o tres vidas si lo que intentas es entender un párrafo entero. Los avispados podrán hacerse una idea volátil y fugaz de la pretensión del autor, y los que tengan la paciencia de profundizar en su pequeña obra dividida en cuatro diálogos (no desvelaré aún el libro hasta que no salga en unas semanas), quizás observen en su mente más abstracta algún atisbo de lucidez o iluminación.

Admito que disfruto con estas obras atemporales, tan fuera de lugar en estos tiempos y que pocos editores se afanan en editar, a riesgo de quebrar económicamente mientras se sacia la sed de sabiduría en un tiempo tan oscuro.

Es evidente que el Arquitecto-Reparador debe andar disgustado ante la falta de luz, pero no debemos por ello abandonar a nuestro guardián interior y dejarlo a su deriva cósmica. La luz no es solo una metáfora, es un alimento, y la falta de luz, es pura hambruna para el alma. Cuando eso ocurre, la forma vaga despistada por las entrañas de la materia, alejada de la vida y más propensa a la arbitrariedad de las energías caprichosas de la naturaleza que a su propia e infinita voluntad. Es por eso que cuando me topo con un libro así, mi alma respira consolada, se frota las manos y peregrina a esas moradas tan ricas en alimentos luminosos.

Lo malo de alcanzar, aunque sea durante un instante mínimo, esas luminosas esferas, es que la vuelta de las mismas se hace pesada, indigesta, y el mundo oscuro aparece como algo insulso e insultante. El bostezo se llena de lágrimas y las lágrimas forman un río que desemboca en el océano de la pena y la amargura. Eso puede durar días o semanas o meses hasta que, de repente, vuelves a abrir un libro perdido, lleno de propósitos de conocimiento y condenado, con toda seguridad, al fracaso editorial seguro, pero capaz de llenarte los pulmones de sabor y ambrosía.

Sigo por ello recolectando néctar, cueste lo que cueste, aunque sea en tardes de otoño perdidas en paseos que quiebran la estrechez del momento. Sigo soñando con ese demiurgo armonizador capaz de proveer lo necesario para expandir la fe y la esperanza, la luz y la verdad, la fraterna llama de la inmortalidad humana, sensata, amable, amorosa.

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