Jan Christoph


 

Pasamos la tarde en la granja de Anja recuperando estiércol de caballo para repartirlo en los verdes y floridos jardines de la comunidad. Pude abrazar a Elisabeth, su madre, pero también al perro Alex y a los caballos que seguían hermosos y libres en los prados. Alguna lágrima solté en diferentes momentos porque esa granja y todo lo que allí podía ver y oler tenía un fuerte componente emocional en mi vida. Allí pasé algún frío invierno, alguna primavera, algún verano y algún otoño. Y cada estación que recordaba pasaba por mis pupilas como si de una película de ensueño se tratara. Se dibujaba en mi rostro sin voz una sonrisa acompañada de una tristeza. Consonancia de un sin sabor difícil de describir. Contradicciones, aflicciones, angustias, pero también belleza, esplendor, fortaleza. Y tras recoger el estiércol fuimos a varias casas, y en la última, allí estaba el joven Jan Christoph, once años que compartía con una dolencia psíquica que esculpía en su rostro anómalo una hermosa cara angelical. De torpe andar, vestido con su jersey amarillo acompañado de una peculiar correa a juego, sonreía curioso por la novedad extranjera. Me preguntó mi nombre, y como en Alemania resulta difícil pronunciar la jota, le contesté en catalán: Xavi. Le gustó. Así que tras descargar el estiércol en esa otra hermosa granja llena de patos y ovejas que deambulaban libres por el pequeño prado, su madre Elke nos invitó a unos sabrosos huevos de granja acompañados de café, mientras que Jan repetía mi nombre con cierta complacencia. Le respondía con cierta complicidad en la mirada, recordando tiempos pasados cuando trabajaba con aquellos niños que ajenos a la realidad, vivían en un mundo lleno de estímulos y extrañas vivencias. Jan me recordaba a todos ellos, y al abrazarlo con la mirada y la sonrisa, era como si abrazara a todos los demás. Tras la merienda, Jan Christoph preguntó como era su nombre en inglés. Lo hizo en alemán pero entendí su pregunta y le respondí. Luego se acercó y cogió un palo rematado con tiras multicolores. Le preguntó a su madre Elke si en Madagascar había palmeras como esas. Cuando lo hizo, entendí su pregunta, y sus ansias de viajar a ese o cualquier país con tal de liberarse de las limitaciones que la naturaleza le había impuesto. Viajar a cualquier parte, aunque fuera inventando una palmera que jamás sería bañada por el sol de Madagascar, pero sí por el sol de su alma… Almas que se reencuentran en la sencillez de una sonrisa, o en la complicidad de un sueño imposible… Gracias Jan, Jan Christoph, por ser tan grande, y por haberme dado la oportunidad de imaginar, de soñar, de viajar contigo…

3 respuestas a «Jan Christoph»

Deja un comentario