Es mía la sombra que empaña este mundo de luz


El universo se rige por una cósmica ley que en los astros es atracción y en lo humano amor. Lo extravagante de esta norma universal es aquel soberbio incapaz de amar. Por eso, por amor, empecé el camino buscando desde el principio los renglones torcidos e interrogándome sobre los confundidos egoístas y los incrédulos incapaces de entender la ley universal. Día gris, era cierto, tan lleno de niebla y con doce grados que se notaban al salir. Bajé la cuesta hasta bordear el bosque por el lateral, siguiendo los frutos de la luz, los ásperos senderos, las larvas del mundo angélico, la matriz cristalina persuadida por los siete rayos y sus siete manifestaciones de goce en las Divinas Ideas.

De repente, al otro lado, escuché un ruido que me llamó la atención. Se encendió la llama taciturna de la aventura, de la llamada a la expresión congénita con el mundo. Recordé el conejo que dirigió a Alicia hacia el país maravilloso y sentí la necesidad de encontrarme con él. Pronto me vi dentro de un lugar que no reconocía, distinto a los demás, pero surcado por centros gravitatorios que desdeñaban ternura y compasión. Nunca había paseado por allí y fue todo un cúmulo de sorpresas y sensaciones. Resultaba tan difícil creer que tan solo a un minuto de la chimenea hubiera tanto universo inexplorado. Solo había que bajar por el camino y bordear el bosque por su lateral y dejarse guiar por los sonidos que de él surgían. La tela infinita de la esfera, el centro del universo, el Aleph insondable se hallaba allí, en el contorno suave del leve giro.

Y eso hacía con la siempre fiel compañía de los dos perritos que me siguen y defienden de cualquier peligro. No podía creer lo felices que estaban corriendo como locos de un lugar a otro buscando recovecos para explorar, expresiones geométricas inmutables en las que derramar su granito de orina. La llamada de la selva había surgido efecto en ellos y parecían dos auténticos lobos corriendo audaces por el bosque. Había tanto por explorar que lo que parecía un pequeño paseo de media hora se convirtió en un largo paseo de más de tres horas. Pero qué importaba cuando se podía amar en plenitud ese momento, como hacen los astros, como hacen los organismos conscientes. Recordaba la frase aquella: «el corazón que pudiese amar todas las cosas sería un universo». Y así me sentía, junto a los perros y el bosque. Un universo.

Era impresionante ver esa media luz de la tarde apagada por la niebla y el frío. Un frío cálido, porque no asustaba ni entorpecía la marcha.
En ese bosque verde y frondoso no había rastro de las chimeneas del progreso. Durban quedaba lejos, muy lejos porque ahí no había rastro de cambio climático. También quedaba lejos la cumbre de UE y sus problemas con la deuda soberana. Solo el vuelo rasante de los pájaros huidizos recordaba el contacto con la tierra. Todo era alegoría sensible. Los árboles creaban círculos y gnósticas triadas. Los pájaros simbolizaban la sagrada simiente del centro. Había Demiurgos en la universalidad de las formas que las rocas más antiguas formaban en la tierra. Había una cópula eucarística en los aledaños del sendero. Había orden y amor en todo lo que contemplaba.

En el paseo reflexioné sobre muchas cosas. También recordé muchas otras. Los paseos helados por Copenhague, las salidas por el bosque del norte europeo con el perro Nikodemos, la búsqueda de leña por tierras conquenses o aquella vez que me tumbé en la hierba de la campiña inglesa esperando a que el cielo se uniera de alguna forma con la tierra. Recordaba mientras exploraba atrevido por el bosque y los senderos, amando todos los bosques y todos los senderos. Qué hermoso era todo mientras sentía estar vivo y mientras recordaba la frase del día: “es mía la sombra que empaña este mundo de luz”.

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