Es la frase que me ha entregado J. en la comida hispalense de hoy. Aparece en los papelitos que sostienen el te ayurvédico de Yogi Tea. Ambos hemos tomado el “classic”, una mezcla perfecta de jengibre, cardamomo, canela y clavo que pretenden calentar el cuerpo y el espíritu con su sabor picante y dulce. El ayurveda es la ciencia de la vida, una filosofía venida de la India que pretende encontrar el equilibrio entre la salud y nuestra ajetreada vida diaria.
Ese equilibrio parecía haber retornado hoy a los campos andaluces. Trece grados por la mañana, lejos de los más de veinte grados de estos días en pleno invierno. Lluvia, sí, por fin lluvia. Y un viaje hasta Sevilla con el olor a la tierra mojada y el esplendor de los campos sedientos, cargados de aroma y sabor profundo para acompañar durante unas horas a un gran amigo y un gran hombre.
Llegué puntual al restaurante vegetariano Gaia, en pleno centro de la capital hispalense. J. pidió un arroz buenísimo y yo una crema de verduras y unas riquísimas alubias con arroz.
J. ha pasado unos meses horribilis. Primero una operación de caderas que le deja postrado en la cama durante muchas horas al día y luego la muerte de su padre. Doble dolor, físico y espiritual. Del primero resulta difícil reponerse porque no hay remedios que calmen ese terrible malestar. Cuando físicamente te sientes impedido y además acompañado de dolor, parece como si la vida dejara de tener sentido. No puedes hacer nada, no puedes pensar en ningún futuro. No puedes creer más que en el día a día. Así me lo decía desgarrado y flaco, porque ha perdido más de quince kilos.
¿Y que sientes cuando muere un padre? Le preguntaba indiscreto con el propósito de que compartiera también su otro más profundo dolor. La muerte de un padre, decía, es algo que no se puede describir. Te deja un vacío enorme, al igual que cuando tienes un hijo, y debes tenerlo para ver como esos niños te llenan un vacío que poseías y que desconocías hasta que lo experimentas. La muerte de un padre te arrebata, te desgarra algo que creías tener para siempre. Unos vienen y otros se van, unos llenan vacíos, otros, con su marcha, nos lo dejan.
El padre de J. era un rara avis, un romántico y un idealista, como me decía y como podía leer en una carta de despedida. Tan raro que era conocido como hermano dela Santa Caridad, lugar donde ahora yace y donde fue enterrado en una humilde caja de madera de pino, cosa que le honra en el más allá y en el más acá. Generoso como pocos debió ser este hombre, que sin conocerlo, y viendo a su hijo, y sintiendo con él todas las cosas buenas que dio a la vida con su ilimitada generosidad, ya siento respeto y aprecio.
También siento gran admiración porque de las pocas cosas que conozco de él, fue un excelente educador y transmisor de valores nobles y humanos. Lo sé, porque su heredero, al menos el que conozco, no solo es un hombre bueno, de los más buenos que he conocido nunca, sino que además es un hombre mejor. Y J., como su padre, en palabras de Bertolt Brecht, es un hombre que lucha toda su vida, por eso es un hombre imprescindible. Gracias J. por este grato momento juntos. Seguimos, atentos, muy atentos.

UN abrazo muy muy especial a J. Me gustaría repetir en Gaia el martes…
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Un beso y abrazo fuerte para J.
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