Cuando el silencio reina en ambas columnas es porque algún tipo de tristeza se apodera de los aposentos de esa alma errante que viene y que va, y que, de alguna manera, en algún rincón o cruce de caminos, debe despedirse inevitablemente de alguien. Ya son algunos ángeles los que nos abandonaron hasta hace no mucho. Aún recuerdo los ojos profundos de mi abuelo Antonio, azules, inocentes, dulces, amables, bondadosos. La edad se los llevó, y los tiempos aquellos en los que uno, cuando era niño, solo deseaba que llegaran las calores del verano para viajar en esas interminables carreteras que todos los migrantes atravesaban ansiosos hacia sus tierras de origen. No era mi tierra, sino la de mis padres (eso lo descubrí años después cuando allí viví y me trataban como extranjero), y su emoción no era la mía, un niño en aquellos tiempos. Mi emoción era otra, y tenía que ver con aquellos paseos interminables buscando entre los palmitos, hojas perfectas para crear escobas con mi abuelo. Recuerdo su bastón, y su sombrero, y su sonrisa, y su mirada, siempre melancólica, siempre atenta, siempre luminosa.
Y luego se fue el otro Antonio, mi mentor editorial, siempre tan generoso y tan dispuesto a ayudarme. Y tanto que lo hizo, y por eso siempre lo recuerdo, con su enfermedad avanzada, pero con las botas puestas hasta el final. Me ayudó incluso tras su partida, porque en vida ya no podía ayudarme más. Me dio lo que tenía y lo que no tenía con tal de que no abandonara, en una de esas crisis necesarias, el oficio de editor. Antonio, yo quería dar clases en la universidad, le decía con pesar. Aguanta, me decía él, hay pocos editores como tú, y son necesarios. Qué pena que se fuera tan pronto, y que honda huella dejó en los que tuvimos la suerte de conocerle. Nunca olvidaré su despacho, donde quedábamos para conspirar y hablar de libros y vidas, siempre acompañados de esa especie de crema de almendras que él tomaba y yo con él.
Y al poco tiempo se fue Pepe, otro ángel, de la misma tierra que Antonio, y de la misma nación que mi abuelo. Otro que la vida se llevó así sin más, avisando con tiempo, para que pudiéramos despedirnos como Dios manda, despacio, apreciando lo bueno que nos dio, que no era más que bondad, amabilidad y un infinito ejemplo de saber estar. Pepe nos dejó huérfanos, especialmente a su mujer, y a sus hijos, entre los que me incluyo, y a sus nietos, que ya han crecido y que pronto volarán. Cuando iba a la ciudad de Malaka, dos eran las visitas obligadas, una a Antonio, y otra a su vecino Pepe. Esa era la ruta inevitable durante años. Años que se hicieron cortos, porque la vida pasa, sin más.
Y sin avisar, justo en ese verano que iba a venir desde Ginebra a Galicia para conocer mi pequeña cabaña y mi loca utopía, se marchó M. Antonia. Ese fue un dolor muy grande, tan grande que durante muchos meses la lloraba en silencio, entre bastidores y fronteras, entre lugares donde solo el espíritu habita. Nunca entendí cómo un ser tan grande, con el que compartía chocolates a escondidas en aquella añorada oficina suiza y con el que nos escapábamos a comer pizza o fondue, plato muy típico de los macizos montañosos de Jura y el norte de los Alpes, pudo marcharse sin más. Tres veces al año era insuficiente para disfrutar de su alegría innata, de su bondad contagiosa, de su entrega a una vida de total servicio y renuncia. Tantas y tantas veces conspiramos para hacer de un mundo bueno, un mundo mejor, tantas y tantas veces nos mirábamos con esa complicidad de las almas reencontradas, intentando exprimir cada segundo de vida juntos. ¡Qué misión tan grande le habrán encomendado ahora! Siempre soñaba con ocupar su puesto cuando se jubilara, porque era un lugar de entrega y servicio, pero cuando se marchó, dejó de interesarme, entendiendo que lo que verdaderamente deseaba era estar a su lado, sin más. Disfrutar de ella y de su pareja, al que tanto admiro. Le Petit Lancy ya no es lo mismo sin ella. Y tampoco ese entrañable paseo, tan emocionante y dispar, que separaba el apartamento de los voluntarios de la oficina y el trabajo.
Y justo hace ahora pocos días, con un pequeño hilito de voz, me llamó para darme la noticia. Estoy bien por dentro, el conductor está feliz como siempre, pero mi vehículo se va, está estropeado, me decía con esa dulzura suya, con ese amor tan expansivo hacia la vida eterna. Cuando la escuché esa mañana y me dijo que habláramos por la tarde, de alguna manera sabía lo que me iba a decir. Me marché al nuevo almacén, tan blanco y luminoso, mi pequeño templo, mi sagrado reino de los libros. Allí hay un pequeño sillón donde a veces juego con mi hijo, o mejor dicho, donde observo cómo mi hijo “ordena” los libros. Empieza con los que tiene más a mano: Las Odas Sagradas de Salomón, el Kybalión, El Evangelio de Tomás, … Y luego alza la mano, para ver si alcanza libros más profundos, más sabios, más inquietantes. Ese día pasé la tarde solo, con la excusa de que iba yo a ordenar libros. Esperando su llamada, en el sillón, casi llorando. Y cuando llamó y todo sonó a despedida, me quedé callado, llorando, en silencio. La tarde se oscureció y con ella el mundo entero y todos los demás días hasta hoy. Y así llevo desde ese día, en esa pena, en esa oscuridad, en ese desánimo, sin saber qué hacer, qué decir, hacia dónde mirar. Preguntándome por qué los ángeles se marchan tan pronto, y qué grandes misiones les aguardan en las Moradas Divinas, de haberlas. Porque de todos los ángeles, este roza el grado de arcángel, y fue nuestra luz en el camino utópico, nuestra guía, nuestra defensora, nuestra protectora, nuestra líder, nuestra madre y hermana y amiga y consejera. Nunca nadie ha podido tanto disfrutar de un alma tan pura, tan necesaria, un sacramento encarnado, un portento celestial que debió encarnar para enseñarnos el camino.
Se nos va, se nos va la vida, se nos van los seres queridos, los seres amados, los seres que engrandecen nuestro pecho con su ejemplo y vida, con su generosidad extrema, con su bondad exquisita. Se van las civilizaciones y lo sagrado, la luz y la lucidez, lo bueno, lo ético, lo hermoso. Palidece el mundo cada vez que un ángel se va. Y sin duda, haberlos haylos, porque yo, más humano de lo que desearía, los he visto, los he abrazado, los he admirado, los he amado. He podido tocar, con ligerísima consideración, sus amplias alas, y al hacerlo, he recobrado toda fe.

Amor Te abrazo ❤️
Begoña Librero 622 339 669
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Gracias querida Begoña… la Vida… siempre la Vida…
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Te envío un abrazo, de esos que tú sabes dar…Un abrazo infinito a tu bella alma llena de eternidad.
Desde otros bosques lejanos alzando la vista en la oscuridad y contemplando un mando lleno de estrellas y ángeles.
¡¡Qué bella labor!!, Editor, sembrador de sueños e inquietudes. Gracias♡
Theresa/Theresa☆
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gracias querida Teresa… alma linda… seguimos soñando con nuestros bosques… aunque yo ahora alejado de los míos, pero alimentando nuevas almas que llegan prístinas a este hermoso mundo… Te abrazo en la distancia confiando que estés bien…
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