¿Por qué ese sufrimiento voluntario?


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Esta era la pregunta que me lanzaba una queridísima escritora mexicana, amiga del alma desde hace muchos años y que sigue desde su pequeño palacio a este loco peregrino. Reflexionaba sobre ello mientras que escuchábamos las sabias palabras de Eduard, el dueño de la tienda «El Tao» de Cadaqués, el cual nos enseñaba orgulloso viejas ediciones argentinas de libros del Tibetano que yo admiraba como editor y lector asiduo de esos índigos volúmenes. Nos contaba sus andanzas en la Rue de Varembé de Ginebra, calle que yo mismo había frecuentado muchas veces. Y nos contaba como el suizo presumido hacía gala de su buen vivir mientras criticaba a otros pueblos quizás no tan afortunados sin caer en la cuenta de que ese buen vivir tenía un doble rasero, ya que mucha riqueza de ese país existía a costa de personajes como nuestro Barcenas, o de ladrones de guante blanco, o de tráfico de armas o de drogas o de…

Él hablaba y escuchábamos con atención, pensando que el Camino del corazón a veces es ajeno a casi todo lo que tenga que ver con lo superfluo y lo rancio, lo epidérmico y lo banal.  Cuando el Camino aparece claro y contundente no podemos apartarnos o huir del mismo o perder el tiempo en esas cosas que nada aportan a la esencia de lo que somos. Debemos saltar todos los muros que a veces crecen ante nosotros para obstaculizar la marcha. Los muros del miedo, de la desidia, de la pereza, del desazón. Pero también los muros del orgullo, de la vanidad y de la tristeza interior, de la crítica fácil y del egoísmo encubierto en miseria vital. Nuestra meta no es el no parecernos a un Bárcenas. Nuestra meta es profundizar en nosotros mismos para sacar a la luz del día nuestro más bello sol interior. Compartir nuestra luz, abrazar con nuestros rayos todos los rincones oscuros.

Siempre hay algo más poderoso que todo esa superflua enjundia. Caen todas las máscaras desgarradas por el patrón de la ilusión y la fuerza interior. Caen las cadenas que nos ataban a un pasado angosto y caen las turbulencias, los océanos infinitos que nos mantenían ahogados en esa playa aislada en mitad de la nada. El entusiasmo ante el portal que nos conduce al Camino es mucho más poderoso. La idea firme de saber cual es nuestro propósito nos conduce irremediablemente hacia la meta del logro, de lo posible, de la visión amplia, de la mirada profunda. Observantes, privilegiados ante la atalaya de la quietud, tranquilos ante toda circunstancia.

A veces, cuando sientes la necesidad de caminar por ese sendero claro y firme surge el sufrimiento voluntario, que no es más que soportar las asperezas propias del que se mueve, del que se inclina hacia la acción y abandona el regazo de la comodidad para adentrarse en la vida plena. ¿A qué tememos? ¿Qué importa aquello que pueda ocurrir en el camino? ¿No es más satisfactorio el resultado de la satisfacción interior que aquellas piedras inevitables, aquel fango, aquellos ríos y montañas imposibles, aquella penuria ineludible?

Realmente todo resulta apasionante, inclusive cuando tienes ante ti un angosto desierto y debes atravesarlo con tan sólo un poco de agua. La vida tiene esas cosas. Pero al final, merece la pena vivirla, con o sin sufrimiento, con o sin dolor.

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