Los niños del mundo-bien


Cuando íbamos a la India, más allá de levantarnos a las cuatro de la mañana para recibir la murli o las bendiciones de la hora santa del Amrit Velā o investigar sobre la anicca o el dukkha, solíamos escaparnos del asrham para visitar los slum, esos lugares donde la miseria se agolpa y lo humano se vuelve insoportable. Esta foto, recogida en uno de los viajes a Bombay en octubre de 2008, refleja una realidad que para aquellos que tengan un poco de sensibilidad, resultaría inaguantable.

Los niños del mundo-bien no saben nada de esto. Han normalizado las guerras y las injusticias desde una epidermis excesiva. Vemos ese tipo de imágenes como un decorado de no se sabe qué película. En lo extraño solo ven enemigos, peligro, miedo, jalufos. Solo cuando lo vives en las carnes, cuando lo ves y sobre todo, cuando lo respiras, porque la miseria tiene un olor inolvidablemente terrible, cala en los adentros.

Los niños del mundo-bien ni siquiera pierden el tiempo en lavar la consciencia, como solíamos hacer los que veníamos del mundo-mal. Tener o no tener consciencia no forma parte del nuevo vocabulario donde priman cosas como crush, fail, ghosting, hater o hype. Cuando escucho a los niños del mundo-bien, admito que me siento desactualizado, caduco, de otro mundo, y me pregunto de qué manera los antiguos podemos influenciar a los nuevos en, al menos, digamos, eso que algunos denostados seguimos llamando valores, humanismo, civilización, consciencia.

Decía alguien que las civilizaciones las construían héroes y las destruían aquellos que, sin valorar el trabajoso coste de la construcción, malgastaban las herencias culturales y sociales en estupideces y sandeces. Da la sensación de que estamos en esa época, un tiempo oscuro en el que malgastamos los réditos de una construcción material y espiritual que ha costado mucho trabajo construir. Lo vemos en cómo todo se vuelve a complicar a nivel geopolítico. Guerras, más guerras, y más guerras. Entramos de nuevo en la espiral de la autodestrucción, de la devastación de una civilización que parece caduca, especialmente perversa.

Vuelven los nacionalismos, las patrias y las luchas por los territorios. Lo vemos en Israel-Palestina y en Rusia-Ucrania. Y esa sensación o necesidad de nueva identidad empieza a calar en la vieja Europa, donde los niños del mundo-bien alzan banderas como si se tratara de algo inocente e inocuo. No saben que, por cada bandera alzada, un monstruo ancestral se despierta, el monstruo irracional de la destrucción. Los niños del mundo-bien no saben que su incapacidad para humanizar el mundo, un mundo de todos, y no de unos pocos, les llevará irremediablemente a la desaparición.

Esta imagen que hoy comparto solo desea recordarme ciertos privilegios del mundo-bien. Ciertos privilegios que podríamos perder a la mínima de cambio. Vamos a ver cómo reacciona Israel ante el ataque de Irán, y como reacciona luego Irán, y luego Israel, y luego toda la comunidad de naciones. Y cómo las guerras, en vez de extinguirse, golpean de nuevo nuestras dormidas e inexistentes consciencias, tan ocupadas en alzar banderitas y patrias proclamas, o en disfrutar de las ferias de abril de turno, o de nuestra ansiedad por comer más y más y de tener más y más y de quejarnos más y más. Qué yermo y desolado parece todo, aunque algunos queramos levantarnos con la hora santa del Amrit Velā y meditemos sobre la anicca o el dukkha. Sí, todo es transitorio, inclusive la insatisfacción o el sufrimiento. Todo cambia y nada permanece, excepto la profunda estupidez humana. ¡Anicca! ¡Anicca! ¡Anicca!

 

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