El fuego consciente del hogar


«Hay magia en ese pequeño mundo llamado Hogar. Es un círculo místico que rodea las comodidades y las virtudes que nunca se conocen mas allá de sus límites sagrados.» Robert Southey

Hoy paseando por Girona con ese bello ángel me he sentido como en casa, como ese hogar con el que soñamos cuando cerramos los ojos y nos imaginamos junto a una pequeña chimenea calentando los corazones. El fuego de los dioses, o el fuego de los filósofos, o el fuego místico, que dirían los de antes. Es un fuego que no está compuesto por cuatro paredes, sino por aquellos que lo habitan. Y ese fuego se aviva cuando dos brasas se juntan, cuando dos mundos se anexionan en un abrazo sentido, de esos que se daban antes al alba, o junto a la vehemencia de cualquier arrojo.

Siempre imaginé la perfección del hogar como un espacio compartido. Es quizás por ello que el hogar vacío no deja de ser una colección de recuerdos que se amontonan unos sobre otros. Cuadros de aquellos viejos amores, objetos impregnados de aquellos lejanos países, fotos y postales, paisajes que intentan imitar la naturaleza perdida. Los vacíos siempre los intentamos llenar con cosas que creemos significan algo profundo para nosotros. Pero lo que siempre nos llena de calma es el recuerdo de aquel ser asociado al objeto. Es entonces cuando los cuadros pintados por aquellas amantes cobran vida, los objetos nos retraen a la mano que los empujó hacia nosotros, las fotos y las postales se reencuentran con el sabor de aquella playa, de aquellos alaridos a la luz de una vela.

La magia de un hogar a veces reside perenne en esa estampa bucólica de la familia de antaño, rodeada de campos y silvestres bosques, de ríos y montañas, de cosechas, de estaciones, de olores a pan recién hecho. De niños correteando de un lado para otro, entre prados y flores. De la mujer tejedora y el hombre labrador, del anciano que recoge los huevos del corral mientras la anciana prepara un gran estofado. Esa estampa, ahora tan lejana y tan estudiada en la antropología de la comunidad tradicional, se aleja de los fuegos artificiosos de nuestro tiempo. Solitarios, amañados, impregnados de sinsabores, casi diría que ficticios, por su falta de naturaleza y honestidad.

Ese pequeño mundo llamado hogar requiere renovación moral y espiritual. Ya no basta conformar la soledad con alguna mascota que intente sofocar la ausencia de crianza o pareja. Mujeres que hacen el amor con sus perros u hombres que se enrollan con sus gatos, pensando ingenuos que más allá de ese amor interespecies no hay nada. Con o sin mascotas, llenos de tatuajes para esconder nuestra piel abandonada, todo el día conectados a redes insulsas y mentirosas, vamos perdiendo nuestra naturaleza humana, nuestra esencia, nuestra conexión con nuestro yo real: la consciencia, el alma, el espíritu.

El círculo místico requiere volver a la unidad esencial que surge del contacto real entre dos almas que se reconocen, que se miran honestas y deciden volcar toda su pasión y vida a algo tan trascendental como es la Vida. Engendrar Vida, mantener la vida, es mantener el fuego en los límites sagrados de la consciencia. No se puede uno conformar con potenciar una vida cualquiera, sino que debe intentar que esa vida nazca en un entorno salvaje, libre, consciente y si me apuráis, filosófico, en cuanto amor por la sabiduría. Seres que encarnen un nuevo paradigma, una nueva forma de creer en el fuego sagrado del hogar.

Y para eso, no bastan cuatro paredes. Requiere del milagro de la unión, de la pura consagración a valores que ya se han perdido. De pura entrega y amor a ese deseo de renovar nuestra cultura, nuestra especie, nuestra vida. Y para eso no vale cualquier cosa. No bastan cuatro cuadros, cuatro paredes, cuatro objetos, cuatro mascotas, cuatro hijos abandonados a la desdicha. Consciencia, amor, libertad, naturaleza, compromiso, responsabilidad, entrega. Y todo aquello que pueda sumar para el nuevo mundo.

Gracias querida Laia por recordarme hoy todas estas cosas…

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