¿Dos estados? Mejor uno grande, libre, fraternal y con salida al mar, desde el río, cualquier río


Está claro que asimilar pueblos a estados está sobrevalorado, pertenece a un pensamiento antiguo y no soluciona los conflictos que atraviesa la humanidad en estos momentos. Es evidente que el conflicto palestino-israelí no tiene una buena solución a corto plazo, a no ser que todos buscaran en el mundo de la generosidad sacrificios honrosos.

Tal y como está ahora configurado el mapa, la franja de Gaza es una anomalía, una prisión, una cárcel totalmente devastada por las bombas. También el queso gruyere en el que se ha convertido Cisjordania, donde palestinos malconviven con colonos judíos en un auténtico polvorín. El lío es inmenso, inclusive el plan de las Naciones Unidas de 1947, el cual divide de forma muy artificial un territorio ya totalmente descompuesto y sin sentido.

Israel no acabará su guerra hasta dejar toda Gaza destruida. El ojo por ojo lo llevan al extremo más absoluto, amplificado y atroz. Los palestinos, por su parte, se aferran a lo que ellos consideran su tierra, su legado, su historia. Pero, ¿de qué sirve luchar por una tierra yerma, desértica y destruida? ¿Qué sentido tiene? ¿Realmente vale la pena?

Por eso y muchas otras cosas que serían difíciles de describir es un sinsentido la solución de los dos estados, a no ser que uno de ellos tuviera capacidad para desplazarse bajo un nuevo mandato de las Naciones Unidas y un acto de extrema generosidad de otro tercer estado, por ejemplo, el egipcio cediendo parte del Sinaí o del Jordano cediendo parte del suyo, o inclusive, extendiendo la frontera Jordana un poco hacia el sur, comiendo parte de Arabia, y así poder crear una Palestina a dos bandas olvidando la atrocidad que desde hace cincuenta años los israelíes están realizando en la antigua Palestina, y también viceversa.

La solución más lógica (y utópica) sería que palestinos e israelíes pudieran convivir en un solo territorio y en un solo estado laico y democrático, como hermanos, como antiguos afiliados que conviven felizmente más allá de fronteras, identidades, religiones, culturas o lo que fuera. Algo así como lo que ya ocurre en Jerusalén, donde diferentes creencias conviven más o menos bien, aunque ahora, dadas las circunstancias, con mutuo recelo.

La idea del exterminio mutuo solo traerá más dolor a las generaciones futuras. La idea de la convivencia, después de lo que ha pasado en estos últimos meses, es baladí. La idea de que terceros se impliquen y cedan generosamente o a cambio de un importante monto como ocurrió con la cesión de territorios por parte de México a Estados Unidos a cambio de dinero, no sería una terrible solución si con ello ambos pueblos pueden vivir por fin en paz, y de paso, también el resto de la humanidad.

La franja de Gaza tiene una extensión de unos 360 km cuadrados. Algo más pequeño que la ciudad de Teruel, en España. Cisjordania no llega a los 5.800 km cuadrados, algo así como La Rioja, por hacernos una vaga idea. El Sinaí mide 60.000 km cuadrados. Imaginemos que Egipto, con un acuerdo internacional importante, cediera, aunque fueran diez mil km cuadrados de su soberanía, de los cuales la comunidad internacional ayudaría a reconvertir en hogares dignos y ciudades equipadas para sus nuevos habitantes. Algo parecido a lo que en su día ocurrió con el pueblo judío, pero sin repetir la historia. En vez de destruir, construir, aún a costa de que sea en otra parte, y aún a costa de que sea lejos de lo que alguna vez fue un “hogar”.

Si la idea del Sinaí no funciona, Arabia Saudita tiene un territorio de más de dos millones de kilómetros cuadrados, siendo el treceavo país más grande del mundo. Quizás con ellos se podría llegar a un acuerdo generoso. Solo la región de Tabuk, la más cercana a Palestina-Israel, tiene una generosa extensión de 146 mil km. cuadrados.

Sea como sea, los que hemos tenido que emigrar, más allá de la inevitable ñoñería emocional, del recuerdo y del anhelo, tanto nos da vivir diez kilómetros más al norte o al sur. O cien, o mil, con tal de vivir con cierta tranquilidad, paz interior y bienestar material (no sabéis lo bien que se vive lejos de los nacionalismos que durante tantos años asfixiaba mi pobre pero aguda inteligencia). En un mundo globalizado, el ser humano lo único a lo que realmente puede aspirar es a vivir en paz, en salud y dignidad. Y eso, desde hace mucho tiempo, no ocurre en ese lugar del mundo, excepto para unos pocos.

El anhelo de fronteras asociadas a lenguas, culturas o religiones es algo caduco, inservible y trasnochado (lo estamos viendo en el empeño de Rusia con Ucrania y de Israel con Palestina). En la aldea global en la que inevitablemente vivimos, debería pesar más el anhelo de fraternidad y bienestar por encima de todas las cosas. La añorada libertad de los pueblos, del ancho mar al río, y del río al ancho mar, solo será posible cuando bajemos las armas y tengamos capacidad de convivir en cualquier río y en cualquier mar y tener como vecino a cualquier ser humano. Solo eso nos hará dignos y libres. Aquí y en la Conchinchina, qué más da.

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