La brevedad de la vida ante los malgastadores de tiempo


 

«No recibimos una vida breve, sino que la hacemos breve. No somos pobres, sino malgastadores». Séneca, La brevedad de la vida.

La crisis de los cincuenta es hermosa, porque es una especie de balance entre la vida activa de los primeros cincuenta años, a modo de recapitulación, y una breve síntesis programática de lo que algunos llaman la época decadente, o eso que otros dan por llamar los últimos años de vida útil. Es un balance extremo, porque a ciertas edades nos percatamos que la oscura “parca” está cada vez más cercana, y aún, a pesar de las súplicas y tentaciones, no hemos aclarado del todo como transcurre nuestro final.

Modular de forma tranquila esa sensación de finitud y futilidad es complejo. Por un lado, a la desesperada y siempre en bajini, pensamos en la vida eterna. Ahí pecamos de cierta ingenuidad porque si algo sobrevive al final de todo el proceso no seremos nosotros, sino alguna parte esencial de nosotros, eso que algunos llaman el átomo simiente, el alma lo más atrevidos y el espíritu los más allegados, nombres que para nada terminan de explicar el gran misterio de la vida y la muerte.

Sea como sea, nuestro cuerpo, o nuestros cuerpos, desaparecerán en breve, y de ahí la urgencia de aferrarnos al poco tiempo que nos quede. Al menos para vivirlo con cierta intensidad, calidad, calidez y candidez. De alguna manera entiendo el vértigo de la edad. Cumplir cincuenta, sesenta, setenta u ochenta no es lo mismo. Al final de los días uno debe pensar de qué manera puede dejar un buen legado a los demás. La mayoría se conformará con dejar un buen legado a sus hijos, aunque hayan salido ranas. Otros conformarán su legado en algo más intangible, pero quizás más útil para la humanidad.

La vida es breve, y si tuviéramos un temporizador, una especie de cuenta atrás que nos señalara exactamente los segundos que nos restan de existencia, quizás pasaríamos menos tiempo haciendo cosas para entretenernos de esa inevitable cuenta atrás. En verdad Séneca tenía mucha razón en eso: somos malgastadores de tiempo. Malgastamos tiempo en discusiones, en maltratarnos a nosotros y a nuestro entorno, en veladas ocultas al son de cualquier música, en esa industria que llaman del entretenimiento y que nos aturde, sin espacio apenas para la crítica, la lógica, el pensamiento, la filosofía, la poesía, la música, la expansión espiritual de nuestras vidas o simplemente, sin tiempo para hacer el bien. Nos distraen para no someternos a la realidad, llamada por algunos verdad, de que vamos a morir.

Suena fuerte cuando lo dices en voz alta, pero no hay mayor realidad y verdad que esa. Y quizás, junto al nacimiento, sea la más universal de todas. No somos pobres, sino malgastadores. Por eso el procrastinar está castigado con segundos de tiempo que ya no volverán. Dentro de la vida plácida y tranquila subyace un terrible castigo: la finitud.

Cuando de alguna manera despertamos a la vida, perdón, quería decir a la Vida, nos corroe por dentro esa urgencia del actuar, de hacer mil cosas que puedan ser útiles para nosotros y para los demás. El tiempo apremia para aquellos decididos a experimentar la consciencia del servicio, del derrame de experiencias para engordar la cuenta existencial basada en la alegría y la fragmentación de la posibilidad. Uno se hace rey de su tiempo, y deja de ser un pobre de espíritu, cuando comprende que las matemáticas exactas promueven no una eternidad, sino una cuenta finita de resultados.

Vivir, de alguna manera, es actuar, y vivir la vida amplia es actuar con urgencia, especialmente en estos tiempos en los que un loco de atar amenaza con terminar con la civilización a golpe de botón nuclear. No me imagino que podré hacer en los próximos años de vida útil. Pero me gustaría enfocarlos a integrar las filas de esos que se alzan a las montañas madres para hacer la propia revolución pertinente. La revolución de las masas, la revolución silenciosa de nuestro tiempo. Mientras tanto, los malgastadores de tiempo seguirán perdiendo vida, mucha vida, que ya no volverá.

Sereno y pausado, esto pienso, mientras miro los árboles agitados por el fuerte viento y experimento la sensación marchita de que todo se acaba.

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