A ese señor mayor


La vida pasa inevitablemente y uno no se da cuenta hasta que alguien, por la calle o en cualquier parte, te mira y te llama señor mayor. Nunca sabes cuando ocurre exactamente, pero ocurre y ahí queda clavado para siempre. Entonces tomas consciencia de que pierdes vista, agilidad, ganas de arriesgar o de soportar según qué cosas. No toleras las traiciones, ni que te susurren por la espalda, ni los ruidos de los vecinos ni las molestias que antes no te importaban y que ahora resulta que parecen un mundo. Te haces mayor de repente y empiezan a salir todos los achaques. Te cuesta caminar, levantarte, moverte, incluso la cosa más leve, da pereza.

Sé que hacerse mayor no tiene nada que ver con la cronología ni la edad. Es más bien una actitud, pero cuando los de fuera empiezan a notar las torpezas, los cambios de humor, la falta de memoria, el cansancio o esa mirada melancólica pensando eso tan manido de que tiempos pasados siempre fueron mejores, es que uno, de repente, se ha convertido en un señor mayor.

El deporte desaparece de las rutinas y el sillón se convierte en el mejor aliado. Antes odiabas ver la tele y ahora empiezas a verla incluso con gusto, por eso de que te obliga de alguna manera a “desconectar”. Las sesiones de yoga se cambian por sesiones de siesta que, por otra parte, dicen que es el yoga ibérico. Empiezas a cogerle gustillo a cosas que antes detestabas y criticabas de los demás, sobre todo eso de detenerte de repente en una obra y quedarte embobado viendo como los otros, en plenas facultades, atienden a la construcción.

También estás de vuelta. Todo te da un poco igual y el activismo propio de la adolescencia empieza a convertirse en una especie de aburguesamiento inevitable. Empiezas a frecuentar las consultas médicas, te interesas por el club de petanca y cuando te das cuenta, tienes a una manada de cernícalos rodeándote para ver quien se lleva la mejor parte de la supuesta herencia.

La decadencia es extraña, pero todos la vivimos de alguna manera. Unos intentan disimularla vistiendo a la última, retocándose una y otra vez la cara con estiramientos que terminan deformando el rostro del alma. Otros bromean constantemente como si eso de la edad no fuera con ellos, viviendo en un cinismo constante que se entremezcla con excesivas dosis de hipocresía y falta de realidad.

Hacerse viejo tiene sus propios ritos. Hay un momento de limialidad, un lugar fronterizo que empieza con ese “señor mayor”. En esa frontera llegan los avisos y en algún momento, la aceptación. Preparamos, queramos o no, la travesía hacia la parca inevitable. La muerte aflora en el horizonte y cada vez nos suspira con mayor fuerza. Queramos o no queramos verla, está ahí, y acecha irremediablemente.

Así que estad atentos, porque en alguna traición inconsciente, ahora que están tan de moda, alguien podría advertir que estás entrando sutilmente en el club de los inútiles, y que pronto te aparcará en esos lugares donde apartan a los viejos y te llevarán de un lado para otro en una silla de ruedas por eso de ir más rápido a todas partes, de un pasillo a otro, de un aparcamiento a otro, en ese lugar que llaman asilo, que es como un refugio donde nos meten para que no nos vean.

Sí queridos, nos hacemos mayores, y hay que estar atentos. Mirad de frente a la vida, holgados, rectos. No dejéis que las sutiles traiciones de los que aún son jóvenes ahoguen lo que te reste de felicidad. Mirad alto y mirad bien, aunque esto suponga una terrible paradoja, a nuestra edad. Muchos venerables ancianos crearon sus mejores obras antes de morir.  Y cómo dijo el venerable Tolstoi, «la muerte no es más que un cambio de misión»

Si yo fuera a morir mañana


 

Esta mañana paseando al lado de casa, después del desayuno.

 

Hace mucho tiempo, desde una lejana galaxia inexplorada, alguien a quien aprecio infinitamente me escribió una hermosa epístola con un titular que decía: “si yo fuera a morir mañana”. A priori, parecía una carta de despedida, como si ese ser al que hacía mucho tiempo que no veía, quisiera decir adiós. Su trabajo con la muerte, ayudando a personas a transitar al otro lado, le había puesto en contacto con esa realidad, con esa cercanía hacia nuestra limitada existencia. Esa fragilidad que desprendían sus palabras, ese amor hacia la cercanía de las cosas, hacia lo esencial de cada momento, despertaron en mí una claridad inusual.

La vida y la muerte, ambas tan cerca la una de la otra, desprendían un perfume hermoso, una necesaria y urgente presencia. Digamos que requería una reconexión con todo ese mundo energético, etérico, intangible, que nos rodea, que nos penetra. Un mundo hilozoísta y animado al que pertenecemos sin ni siquiera darnos cuenta. Un mundo angélico y protector que muchas veces despreciamos por no poder ver, ni entender.

Todos somos hermosos a nuestra manera, y todos desprendemos en algún momento una pequeña irradiación, un pequeño punto de luz. Algo brillante que puede llamar la atención de los otros. Por eso hoy pensaba sobre ese título y, en un lugar apartado y tranquilo, reflexionaba sobre ello.

Si yo fuera a morir mañana, disfrutaría de esta nueva concepción, aún guardando en el pequeño y secreto rincón de la esperanza, un último aliento, un último viento antes de abrir la caja. Como un pequeño corazón abierto y latente, si yo fuera a morir mañana, me quedaría sentado un rato más frente a ese paisaje mañanero, como el que disfrutábamos esta mañana después del desayuno, mirando al infinito, a la naturaleza salvaje, a ese pequeño grupo que practicaba yoga y su respectivo saludo al sol allá en la hierba primaveral. Si yo fuera a morir mañana me hubiera recreado un poco más en esa imagen, cogiéndola de la mano, mirándola a los ojos cómplices, disfrutando de ese encogido momento de emoción ante la nueva nueva.

Si yo fuera a morir mañana, quizás me hubiera quedado un ratito más charlando sobre la vida, echando una partida de dominó simbólico, chismorreando sobre unos y otros, disfrutando de esas paredes de madera vieja, testiga ciega de tantas y tantas vidas. Hubiera también alargado el paseo de ayer y ese momento en la iglesia, considerando que el misterio también requiere de atención y observación. Hubiera disfrutado más del abrazo amigo, recorriendo entre la memoria los viejos tiempos entre cabañas y bosques.

Si yo fuera a morir mañana intentaría alargar el tiempo que me queda, que nunca sabemos cuánto es. Y ayudaría más a esos que piden en la calle, aunque fuera con una cómplice sonrisa acompañada de ese metal sobrante para nosotros y milagroso para ellos. Retornaría a la inocencia del amor, del amor extenso hacia todas las criaturas, salvando y salvándome a mí mismo del tedio y la pereza. Me ayudaría y ayudaría a todo el que se prestara, para ser entre ellos y entre nosotros mejores personas.

Si yo fuera a morir mañana, estaría más atento a las señales del Camino, a los amigos que vienen y se van, a los seres que en secreto amas irremediablemente, inclusive a esos que trastean en el jardín haciendo de las suyas todas las mañanas. Los miraría con más compasión y menos enfado, a sabiendas de que lo único que desean es llamar la atención de aquellos a los que aman.

Si yo fuera a morir mañana, suspiraría agradecido por todo lo que la vida me da y me quita, por todo ese mundo que se nos presenta todos los días, aunque ante nuestros ojos sea limitado y sesgado. Diría gracias a cada instante, y daría gracias a cada momento, a sabiendas de que cada segundo de vida que pasa, podría ser el último. Vale la pena pensar que esas semillas que sembramos germinarán algún día, en ellos, en nosotros, en todo.

La belleza lo cura todo


 

Hoy me llamaba el profesor y poeta desde su castillo italiano. Me invitaba a pasar allí unos días en la hermosa Toscana y decía algo profundo e inspirador: la belleza lo cura todo. Es evocador pensar que la belleza es tan importante en nuestras vidas, y todo lo que cuesta darnos cuenta de ello. La belleza no es fácil, a no ser que se dé de forma natural, como ocurre en la naturaleza o en la poesía. “Hazme semejante al álamo, que lo único que sabe es entonar la ardiente salmodia de tus estaciones”, dice el poeta y místico Gilles Baudry. Orar al pasear, bendecir cada instante, aunque el viento sople fuerte y el sol irradie temeroso.

El bajo continuo de la fuente escondida me recuerda aquellas canciones que habitaban en nuestra humilde ermita, allí en el septentrión, tan parecida a la primera Porciúncula construida por el “povellero” loco de Dios, y tan ataviada de deseos y sueños que fraguaron en algunos que pudieron permitirse el lujo de transitarla. Estos días de calor seguíamos trabajando en la huerta y de nuevo soñábamos con un nuevo tejado. El azar y no la codicia quiere que los tejados vuelvan para albergar belleza, cultura, sueño, poesía. Es siempre una obra inacabada, como la propia vida, como esa constructora de perfección, que requiere siempre de esfuerzo, de murmuro dentro de sí, de cincel y maza.

Las horas menores del cielo abierto transcurren inevitablemente. La fuerza es compleja y requiere paciencia, trabajo, esfuerzo. Rogamos para que descienda la inteligencia y así ayude a que el principio y la variable sabia, el logos, encarne aún más en la tierra yerma. De lo ínfimo e insignificante nace una grandeza oculta y extraña. Me escondo cuando el halago llega, y también cuando se marcha con tanta rapidez. Al final tanto tienes, tanto vales, obviando que las riquezas temporales de este mundo serán comidas por el tiempo. Por eso, aquellos cantos, aquellas alabanzas, perviven. Esa es la mayor riqueza, aquello que se llena de luz, aunque la luz sea atemporal y no refleje con exactitud nada que tenga que ver con sus reflejos. Los breves se van, la belleza permanece.

Una vida simple es un milagro. Por eso aquel pobre se empeñaba en reconstruir su iglesia, hiciera frío o calor. Solo deseaba cantar sus alabanzas a la naturaleza, que no es más que la contraseña para acceder a Dios. Por eso dicen que la naturaleza es misteriosa y entraña dentro de sí misma algo que solo los poetas y los místicos pueden desvelar. De ahí el verso de aquel: “hazme semejante al álamo”, porque no espera nada, pero revela el misterio de las estaciones que nacen del Dios mismo.

Así que, ya cansado de editar libros que nadie leerá, cogeré mi hacha y me iré a hacer leña, que aunque llega el verano, hay que preparar el invierno. Luego iré a la huerta, que ya reclama simiente. Y si me quedan fuerzas, ahora que ya es tarde y pude poner en orden todas las tareas empresariales, marcharé también a los tejados, a ver si sigo el ejemplo del pequeño de Asís, y sigo curándolo todo rodeado de belleza. Sin malas costumbres ni vicios, viviré la vida sanamente, sin hacer daño, construyendo belleza y cobijo, para que así el alma se expanda y pueda ser compartida en la secreta cámara de en medio. Y así, nacióle un sol al mundo, que diría Dante.

Los niños del mundo-bien


Cuando íbamos a la India, más allá de levantarnos a las cuatro de la mañana para recibir la murli o las bendiciones de la hora santa del Amrit Velā o investigar sobre la anicca o el dukkha, solíamos escaparnos del asrham para visitar los slum, esos lugares donde la miseria se agolpa y lo humano se vuelve insoportable. Esta foto, recogida en uno de los viajes a Bombay en octubre de 2008, refleja una realidad que para aquellos que tengan un poco de sensibilidad, resultaría inaguantable.

Los niños del mundo-bien no saben nada de esto. Han normalizado las guerras y las injusticias desde una epidermis excesiva. Vemos ese tipo de imágenes como un decorado de no se sabe qué película. En lo extraño solo ven enemigos, peligro, miedo, jalufos. Solo cuando lo vives en las carnes, cuando lo ves y sobre todo, cuando lo respiras, porque la miseria tiene un olor inolvidablemente terrible, cala en los adentros.

Los niños del mundo-bien ni siquiera pierden el tiempo en lavar la consciencia, como solíamos hacer los que veníamos del mundo-mal. Tener o no tener consciencia no forma parte del nuevo vocabulario donde priman cosas como crush, fail, ghosting, hater o hype. Cuando escucho a los niños del mundo-bien, admito que me siento desactualizado, caduco, de otro mundo, y me pregunto de qué manera los antiguos podemos influenciar a los nuevos en, al menos, digamos, eso que algunos denostados seguimos llamando valores, humanismo, civilización, consciencia.

Decía alguien que las civilizaciones las construían héroes y las destruían aquellos que, sin valorar el trabajoso coste de la construcción, malgastaban las herencias culturales y sociales en estupideces y sandeces. Da la sensación de que estamos en esa época, un tiempo oscuro en el que malgastamos los réditos de una construcción material y espiritual que ha costado mucho trabajo construir. Lo vemos en cómo todo se vuelve a complicar a nivel geopolítico. Guerras, más guerras, y más guerras. Entramos de nuevo en la espiral de la autodestrucción, de la devastación de una civilización que parece caduca, especialmente perversa.

Vuelven los nacionalismos, las patrias y las luchas por los territorios. Lo vemos en Israel-Palestina y en Rusia-Ucrania. Y esa sensación o necesidad de nueva identidad empieza a calar en la vieja Europa, donde los niños del mundo-bien alzan banderas como si se tratara de algo inocente e inocuo. No saben que, por cada bandera alzada, un monstruo ancestral se despierta, el monstruo irracional de la destrucción. Los niños del mundo-bien no saben que su incapacidad para humanizar el mundo, un mundo de todos, y no de unos pocos, les llevará irremediablemente a la desaparición.

Esta imagen que hoy comparto solo desea recordarme ciertos privilegios del mundo-bien. Ciertos privilegios que podríamos perder a la mínima de cambio. Vamos a ver cómo reacciona Israel ante el ataque de Irán, y como reacciona luego Irán, y luego Israel, y luego toda la comunidad de naciones. Y cómo las guerras, en vez de extinguirse, golpean de nuevo nuestras dormidas e inexistentes consciencias, tan ocupadas en alzar banderitas y patrias proclamas, o en disfrutar de las ferias de abril de turno, o de nuestra ansiedad por comer más y más y de tener más y más y de quejarnos más y más. Qué yermo y desolado parece todo, aunque algunos queramos levantarnos con la hora santa del Amrit Velā y meditemos sobre la anicca o el dukkha. Sí, todo es transitorio, inclusive la insatisfacción o el sufrimiento. Todo cambia y nada permanece, excepto la profunda estupidez humana. ¡Anicca! ¡Anicca! ¡Anicca!

 

Los miserables


 

He ido muchas veces a Londres, al musical del Sondheim Theatre que tantos años lleva emocionando a todo el que va. Los Miserables, de Víctor Hugo, sigue siendo un referente que explora las injusticias sociales y la desigualdad. La obra es famosa por sus profundas reflexiones sobre el bien y el mal, la justicia y la misericordia, presentando un poderoso mensaje sobre la capacidad humana para el cambio y la compasión.

Cuando hace muchos años hice trabajo social, debí inspirarme en esta obra y terminé especializándome en albergues de acogida, cuarto mundo y personas sin techo. El fenómeno del sinhogarismo es recurrente en mi vida, hasta el punto de que una vez viví una situación peligrosa debido a la pérdida de hogar, viviendo por un instante esa frágil línea de desamparo que puede provocar una crisis o una mala racha. Por suerte, el soporte familiar y la fortaleza psicológica vencieron la situación de riesgo. Pero no todos tienen ese soporte o fortaleza.

Esa experiencia traumática y mi tiempo trabajando con personas de la calle, vagabundos, transeúntes, mendigos, indigentes y sin techo hizo que tiempo más tarde creáramos un albergue y casa de acogida. No estaba especialmente especializado, por falta de recursos, a este fenómeno, pero en la medida que podíamos, dimos cobijo y hogar a mucha gente sin recursos que vivía en la calle o desamparada, o a personas que estaban transitando por un momento delicado y necesitaba esa “familia” o esa “fortaleza” que les ayudara a soportar ese momento traumático o de cambio.

El otro día paseando por Madrid me di de bruces de nuevo con esa realidad de nuestra sociedad miserable. Podríamos decir que los miserables son ellos, por vivir en condiciones infrahumanas, pero no es así. Es la sociedad en su conjunto la que debería, en nombre del estado del bienestar para todos, y no solo para algunos, poder ayudar en momentos de fragilidad a personas que no han tenido las herramientas o el soporte suficiente para transitar una crisis profunda. El pensar que nunca nos va a pasar a nosotros y mirar para otra parte es una posición hipócrita, porque la vida, en todas esas vueltas que da, nunca deja de sorprendernos.

Este fin de semana fuimos a comer a alguna parte mientras aprovechábamos para comprar algunas cosas. Tuve que ausentarme para ir al lavabo y a la vuelta me la encontré llorando. En el sitio había un vagabundo comiendo alguna vianda y ella se cruzó con él, compartiendo la mirada y sintiendo una compasión profunda. La imagen quedó grabada en su retina hasta el punto de que hoy nos despertamos ambos soñando con esa situación, ella con el vagabundo y yo con la casa de acogida.

De nuevo recordaba la gran labor que nuestro humilde proyecto hizo durante diez años a mucha gente y, de nuevo, hoy soñaba con la posibilidad de tener recursos para poder abrir un lugar similar, una casa de acogida, un hogar para aquellos que transitoriamente carecen del mismo. El sueño era esperanzador, pero sobre todo, era reparador, porque, al volver a estar en el bando de los miserables, me sentía con ganas de volver a explorar las injusticias sociales y la desigualdad. Llevar a la acción todo ese discurso espiritual y humanista del que tanto nos llenamos la boca, y dejar de engordar en los recovecos de la miseria humana.

Un mundo de azote


Partida de mus con unos amigos el otro día en un pueblo perdido de Toledo, o, viéndolo de otra manera, buscando la paz en un mundo de azote y guerra…

Después de cinco hechos traumáticos, aquel hombre infeliz intentaba distraer su mente en las tertulias políticas o jugando al mus con los amigos. Cualquier distracción servía para esquivar la crudeza de un mundo enfermo, infértil, desahuciado. Los tambores de guerra cada vez sonaban más fuertes, así que la esperanza de un mundo mejor quedaba menguada por las noticias diarias, esas que digeríamos con sangre y horror como si se tratara de un largometraje interminable y apocalíptico, pero normalizado.

La ausencia paterna no ayudaba. Murió hace ya años y con la misma cualquier tipo de referente, aunque a veces el referente no fuera lo más idóneo. Pero la sangre es la sangre, como decían los antiguos, y por alguna extraña razón, cuando la sangre no está o está lejos, se siente cierto vacío interior, cierta y extraña ausencia.

Los náufragos tienen siempre algo de vagabundos, de peregrinos, de errantes. Cuando el naufragio es económico, uno se puede irremediablemente sentar en alguna terraza o jardín donde de bien el sol. Puede mirar al horizonte sospechando encontrar en el mismo algún atisbo de ilusión. Cuando no hay pan, tampoco hay fuerzas para ir al bosque a por leña, ni al mundanal ruido donde las bombas caen una y otra vez.

Cuando el naufragio es amoroso, uno se interroga sobre la justa medida del agua, ya que cada flor requiere de una dosis exacta. Ni excesiva, ni escasa. Las flores, como el amor, es algo bien delicado, y uno nunca acierta porque las flores se tiñen de primavera o verano u otoño o invierno y en cada estación demanda algo bien distinto.

Cuando llega el día del padre, quien ha perdido al suyo se acuerda de él irremediablemente. De aquellos días en los que lo veías feliz y radiante o de aquellos otros en los que lo sorprendías llorando en algún rincón por los múltiples naufragios a los que la vida nos somete. También, ya en la lejanía, aquellos momentos donde la enfermedad incurable retorcía el alma para que poco a poco cediera y abandonara su trono, su origen.

Cuando la bronca y el reproche se instalan en la vida de cualquiera, uno se da cuenta de que eso es el mundo. Un mundo extraño y enfermo, sin alma, sin espíritu, donde unos luchan contra otros, donde caen bombas que llenan las calles de tripas y sangre, donde el insulto forma parte de la paradoja convivencia y la guerra de la solución final.

Los azotes de la vida son constantes. Los azotes materiales, los azotes vitales, los emocionales, los mentales y también, para los que tengan algún tipo de creencia más allá de lo tangible, los azotes espirituales. No sabría cualificar en orden cual de esos azotes tiene más fuerza. Lo curioso es que la paz de la que todo el mundo habla a veces parece inalcanzable, inexistente. Om shanti, que dicen en el oriente. La paz sea contigo, que dicen en occidente. Y luego todas sus variables, shalom, salaam aleikum… ya nadie se lo cree. Ni siquiera los que creen.

Aquel padre que azota a su hijo, aquel pueblo que entra en guerra contra el otro, aquella enfermedad que nos arrastra inevitablemente, aquel pensamiento inútil que, como una broca, taladra nuestro ser esencial constantemente. Y aquel reproche constante que, como gota de agua, va perforando sutilmente la piedra en la que nos sostenemos.

Hoy me sentaba un rato en el jardín y miraba las incipientes flores primaverales. Había algo de belleza extrema en ese instante de soledad y quietud. Ponía en la balanza de mi pensamiento los resultados de toda una vida frágil y quebradiza. Algo se reía por dentro ante tanta pérdida y azote. Dos meses de números rojos no es nada en comparación con todo lo errado. Cinco pérdidas podrían convertirse en cinco ganancias si uno es perseverante y constante.

Las tertulias políticas o las partidas del mus con los amigos son solo distracciones para intentar soportar esa tenue levedad del ser, y de paso, arraigar la esperanza de que, mientras el sufrimiento pasa, la esperanza pervive. Y la esperanza siempre está ahí, como un inequívoco seguro de vida que te permite seguir adelante, cueste lo que cueste. Como aquellos que buscan la paz en un mundo de guerra. Como aquellos que naufragados una y otra vez, se sientan en el jardín botánico, a la izquierda del roble, que decía el poeta.

Agradecido al 2023, un año agridulce


Con los amores en nuestro nuevo hogar

Hace unos días viajaba hacia el valle del Tiétar para pasar el día con unos amigos y dedicar un trozo de tiempo a trabajar en un libro de próxima aparición. Era impresionante ver desde la finca la inmensa silueta del Almanzor desafiante entre nieblas y llovizna tardía. Como el coche es completamente silencioso y dispone de esas modernas ayudas a la conducción que te permiten abstraerte aún más en pensamientos profundos, empecé a hacer en el viaje repaso necesario del año que terminaba.

2023 ha sido un año de muchos cambios, la mayoría agridulces. Muy parecido al año 2013 (donde empezó el periplo hacia Galicia), 2003 (donde empezó el segundo periplo hacia Andalucía) y 1993 (donde empezó el primer periplo a Andalucía)… Observo que para mí esos años son puntos de inflexión que de alguna manera cambian mi vida de forma radical cada diez años. Eso que los expertos llaman años de tránsito o de tensión. Y toda tensión produce muchos cambios a muchos niveles, reajustes kármicos que dirían los místicos orientales, al mismo tiempo que se prepara la tierra para una nueva expansión de la consciencia individual, pero también colectiva.

La pérdida de la utopía fue un proceso muy duro, al mismo tiempo que liberador. Tras diez años dedicados a una fijación, a una idea, a un ideal, fue muy complejo a nivel interior reconocer la suma de fracasos y errores y plegar velas para volver a puerto seguro y volver a empezar. El poema de Charles Baudelaire describe y sintetiza muy bien esta experiencia: “-Pues, ¿a quién quieres, extraordinario extranjero? -Quiero a las nubes…, a las nubes que pasan… por allá…. ¡a las nubes maravillosas!” Sentirse algo extranjero y solo desear vivir contemplando la impermanencia que las nubes maravillosas reclaman como metáfora en el cielo. Solo de esa manera, sin desear oro ni patria ni trono, se puede sobrevivir a la pérdida de un alto ideal.

Perdí en ideales, pero gané en amor. Ella me acompañó en todo el proceso de forma fiel y silenciosa, contemplando paciente la dureza de la pérdida. Se mantuvo firme en lo bueno y en lo malo, y eso fue dulce y amable, necesario y profundo. Estuvo ahí, que es lo que siempre se pide cuando necesitas apoyo incondicional. No salió corriendo, ni abandonó el barco a pesar del rumbo errático de los primeros instantes, y cuando hubo que plegar velas, fue la primera en subir al mástil para rizar y despejar el horizonte. Al terminar la jornada y llegar a puerto seguro, dobló bien las velas, adujo los cabos, baldeó la cubierta y el casco con agua dulce, aseguró el timón, apagó los instrumentos, cortó la batería, cerró los grifos de fondo y esperó paciente la recuperación de todo.

En ese vaivén de acontecimientos, cambios drásticos y mudanzas tuvimos cinco abortos. Esta fue quizás la experiencia más agria y dura de todo el año. Abortos de repetición, lo llaman, y a pesar de todas las pruebas realizadas, y más allá de los vaivenes e idas y venidas existenciales, seguimos sin encontrar la causa. El quinto fue quizás el más difícil, ya que escuchamos el corazón latir y llegamos a pensar que este sería definitivo. Pero al segundo mes la nueva vida nos abandonó de nuevo y nos hundió en un pozo complejo y difícil. Quizás nuestra agotada energía tras tantos cambios no era suficiente para que a nivel magnético, se implantara la nueva vida.

Es cierto que materialmente pudimos poner en orden muchas viejas deudas y empezamos a sembrar una casa sólida para la próxima década. Pero toda esa serenidad material no pudo ahogar la pena por la pérdida. Ahora toca trabajar duro para equilibrar lo material, profundizar y revitalizar lo emocional y recuperar la parte intelectual y espiritual, excesivamente abandonadas en este año de tensión y crisis. Cuando la base sea sólida en todos los aspectos, deberemos seguir pensando en la manera de se hacer algo bueno para el mundo, porque la vida, sin la generosidad del compartir, carece de sentido.

Así que con esas pérdidas nos enfrentamos al año nuevo. Confiando en que todo vuelva a la calma, y que con la calma, lejos de la mar brava, la Vida fluya de nuevo.

Pd. En la foto «los amores», Geo (Geotini de Calcutini), Luna (Lunichi), Aura (Aurichi, la perrita Gusanera) y Lago (Galgu), que han soportado pacientes y a veces depresivos, todos los cambios sufridos estos meses.

El cielo se derrumbó sobre la tierra de forma inconmensurable


«Se derrumbó el complejo cielo verdoso, / en desaforado abatimiento de agua y de sombra» (Borges)

La inconmensurable vitalidad disfrazada de endebles formas, que decía aquel. Al menos eso pienso, tras el agotamiento vital, existencial y humano de estos días. Resumiendo mucho, se puede decir que pasamos de tres latidos, felices y completos, a dos. Uno de ellos se apagó a los dos meses de vida, y eso nos quebró por completo. Era el quinto en menos de un año, y todo se derrumbó de nuevo. Especialmente el complejo cielo verdoso, en desaforado abatimiento de agua y sombra.

Todo empezó justamente aquí, donde estoy ahora, en el balneario. Vine a enseñárselo a unos posibles compradores y volví con la buena noticia. Pero esa alegría momentánea y fugaz por cerrar un ciclo largo, una década prodigiosa, terminó en la cama de un frío hospital donde tuvimos que pasar dos largos y eternos días para vaciar aquello que hasta hace poco latía con vida y esperanza.

Übermensch, ese superhombre que en la filosofía de Nietzsche aparece como una persona que ha alcanzado un estado de madurez espiritual y moral superior al que considera el del ser humano común, se esfumó y desapareció de repente. En ese instante en que parece que alzas la vida inclusive sobre el más allá, la vida te aplasta inexorable. Todo se distorsiona, todo se derrumba, y quedan pocos huecos donde agarrarse ante ese significante que acoge lo inevitable. La tabla de naufrago se alza insuficiente ante un océano gris y enfurecido.

No quiso la tierra acoger ese nuevo fruto, convirtiéndose en hijo de lo efímero, sumiéndose en lo etéreo de una forma excesivamente dura. Por eso el superhombre se arrodilla ante su condicionamiento gregario, aceptando que quiso ser algo más, sin llegar a serlo. O eso decía un filósofo que entendía, más allá de Nietzsche, toda la simpleza de ser excesivamente humanos.

Hay mucho dolor acumulado, mucho nuevo desapego. Este año parece ser que toca perder para luego ganar. Así nos enfrentamos a la vida, con esperanza, porque nunca se sabe cuánto puede resistir alguien deseoso de vida. Aunque me duele especialmente por ella, que ha sentido la vida dentro, pero también muy dentro el desgarro de perderlo. No puedo ni imaginar lo que eso significa, porque aún estando fuera, como observador, os aseguro que duele, imaginad sentir la desgarrada muerte dentro de uno. Es como si el cielo se derrumbara sobre la tierra de forma inconmensurable.

Y aquí, en mis últimas noches en este balneario, mientras recojo mis cientos de libros y mis últimos anhelos, practicando de nuevo el desapego atroz, siento en la distancia como duele el corazón, como caen las lágrimas, como la vida, con sus cosas, requiere enfrentar con fortaleza y valor, con amor y esperanza. No nos queda otra, seguir así, en lo bueno y en lo malo, como si la vida fuera un día cielo, y otro infierno, sin más.

Se equivocó la paloma, se equivocaba


© @michaelkennaphoto

¿Nos hemos equivocado? Sí, claro que sí, mil y una vez. Pero la mayor equivocación de todas es llenarte de culpa y de vergüenza. Hemos nacido en la llamada cultura del castigo, en la cultura del pecado original. En nuestra sociedad, especialmente en nuestra cultura cristiana, la culpabilidad juega un papel importante, así como en oriente predomina la cultura de la vergüenza. Nos han imbuido de un sentimiento de culpa desde el origen de los tiempos. Culpa por haber comido del árbol del Conocimiento (menos mal que no lo hicimos del árbol de la Vida), culpa por haber matado a Abel, culpa por haber crucificado al hijo de Dios y culpa por el simple hecho de haber nacido con dolor. La cultura cristiana ha llenado nuestra psique profunda de todo tipo de culpas.

En nuestros tiempos modernos, multiculturales, la cultura de la culpa occidental viene acompañada de la cultura de la vergüenza oriental. Una viene cogida de la mano de la otra. Eso apaga nuestra luz, nos escondemos, nos minimizamos, vivimos siempre en el arrepentimiento, en la deuda constante con el mundo, en la desconfianza perpetua.

Algunos conocen profundamente ese sentir, y saben cómo utilizarlo para su beneficio. Te hacen sentir culpable, te intentan avergonzar, te intentan humillar constantemente con sutiles manipulaciones. Hay personas que tienen la capacidad de crearte ataques de ansiedad y pánico. Personas capaces de manipular a todo un colectivo para saciar su sed de venganza, su sed de reconocimiento o su propia avaricia. Personas llenas de rencor y odio que claman al púlpito una cara de dócil paloma, y luego se empecinan en devorarte con fauces tenebrosas. Personas que te llenan de miedo o te empujan a la destrucción.

Así que, si os queréis, si tenéis un ápice de amor propio, no os dejéis manipular ni engañar ni embaucar por esas sibilinas serpientes que la vida nos pone delante. No os dejéis acallar por aquellas arpías o cantos de sirena con las que Jasón o Ulises batallaron. Aquellos que vuelan y saquean están por todas partes. Y nos roban la paz, la tranquilidad, el silencio, a veces incluso la salud y el alma. No te vendas hermano, no te vendas, que decía aquel poeta. Si te vendes a la culpa, estás perdido. Así que entrégate mejor al silencio, hazte invisible, que nadie te atosigue, que nadie te moleste, que nadie te diga cómo tienes que pensar, sentir u obrar.

¿Por qué sentirnos culpables de nuestros errores, por qué sentir remordimiento o vergüenza? Pecamos de ilusos con la economía del don, con una casa abierta las veinticuatro horas del día, todos los días del año. Pecamos de cándidos cuando atendíamos todo tipo de necesidades, abriendo las puertas de nuestra casa a todo hijo de vecino, sin preguntarle por su raza, ideas, creencias, intenciones o posición social. Fuimos incautos por no poner cerrojo ni límites a ninguna de las puertas. Por dejar amablemente que todos entraran, que todos disfrutaran del festín, sin protegernos ni un ápice.

Pecamos también a la hora de ofrecer espacios y que cada uno creara su propia utopía, su propio techo, con la esperanza de que la fraternidad surgiera, casi de forma espontánea, ante la evidencia de los altos ideales. Pecamos por dejar que, a pesar de todo, algunos nos insultaran, nos robaran, nos criticaran, nos despreciaran y nos odiaran por el único pecado de intentar ayudarles. ¡Qué pecados más ingenuos e infantiles obedecer al corazón! Pecamos por ofrecer paz, fe y esperanza, y por eso ahora somos crucificados en la cruz de la crítica y el desprecio más absoluto. ¡Ay qué país el nuestro!

Y ahora que reconocemos nuestros errores, nuestros fracasos, nuestras faltas, nuestras equivocaciones, ¿por qué deberíamos sentirnos avergonzados o culpables? Más bien todo lo contrario, sentimos orgullo porque lo dimos todo, lo intentamos todo, nos esforzamos hasta la extenuación, atendimos a cientos de personas, ayudamos a muchas más. No nos regodeamos en el fracaso ni en la pena ni en la equivocación. Más bien gritamos al cielo y a la tierra, que al menos, lo hemos ansiado, deseado, provocado, intentado. Así que no, no sentimos culpa, ni arrepentimiento, ni necesidad de pedir perdón por nada. Hicimos lo que pudimos, cuando pudimos, como pudimos.

Gracias de corazón por apoyar esta escritura…

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Tras el invierno, llegará la primavera


© @ninapapiorek

“Los dioses no han concedido al mismo hombre todos sus dones; sabes vencer, Aníbal, pero no sabes aprovecharte de la victoria” Maharbal.

Unas semanas de hospitales y mucho dolor hasta que hoy por fin parece que había luz al final del túnel sombrío. Unos días duros, angustiados, especialmente para ella, que padecía toda la pérdida en su vientre y en su alma. Al salir hoy del hospital respiramos aliviados porque al final no hubo más complicaciones en la dolencia insoportable, y ahora solo toca reposar, descansar, volver a empezar un nuevo ciclo, volver irremediablemente a la fe y la esperanza del hogar, del fuego, de la llama.

Dicen que los tres métodos con los cuales las fuerzas de la oscuridad tratan de dominar a la humanidad son el odio, la agresión y la separatividad. Dicen también que las tres grandes contrapartes espirituales son el amor, el compartir altruista y la síntesis. Estas dos fuerzas han sido puestas a prueba estos días. Por un lado, la agresión incomprensible cuando solicitábamos, ante la gravedad de estos días, algo de silencio y reposo en nuestra propia casa. Por otro lado, el amor y el compartir altruista de aquellos que, sin hacer ruido, están alineados con esa verdad bella que hace que el ser humano merezca la pena.

Un comienzo de año difícil no tiene por qué ser una predicción de un mal tiempo futuro. Cuanto mayores son las heladas y los fríos y las nevadas en invierno, con más fuerza y belleza reverdece el campo en primavera. A nivel humano y espiritual ocurre lo mismo. Cuanto mayores son las pruebas del camino, mayores las recompensas. Y este dolor insoportable nos ha unido más, nos ha aproximado a la delicadeza humana, a la complejidad milagrosa de la vida y a lo fácil que es caer en la oscuridad cuando los débiles claman su parte. Sí, el dolor, las crisis, también nos separan de aquellos que claman al cielo cuando el ombligo no satisface sus pequeñas necesidades.

Ahora toca silencio, poner cerrojos en las puertas para que los fríos vientos del norte no derrumben la frágil llama del hogar. Toca olvidarse del mundo por un tiempo para proteger el pequeño mundo, el pequeño anhelo, la delicada lumbre. Toca expulsar cuantas veces haga falta a los mercaderes que solo buscan su complacencia, pervirtiendo con sibilinas conjeturas derechos que nunca tuvieron. Ay cuantas veces, látigo en mano, tendremos que salir para proteger lo frágil, lo endeble, los vaivenes que el alma necesita para encontrar ese justo equilibrio.

La espada guarda un símbolo hermoso, un arquetipo para los que se hacen llamar guerreros de la luz. Si se extiende de oriente hacia occidente, horizontalmente, alcanza a arrancar de cuajo el orgullo y la vanidad de los que intentan atravesar, sin ser merecedores, las puertas de cualquier templo. Si la enseña proclama del septentrión al mediodía, puede significar protección u obligado cumplimiento con el deber. La espada es el símbolo del honor, del valor y de la dignidad, cumpliendo siempre con el deber de protección. La lengua de fuego es una espada de belino que se alza ante la injuria y el egoísmo. Así que ha sido tiempo de espada y escudo, de protección inevitable de aquellos que padecían por partida doble. Ahora toca descansar, junto al fuego, a la espera de las próximas nieves, a la espera impaciente de la siguiente primavera.

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¿Tan mal estamos?


© @digalakisphotography

Dicen los expertos que la generación milénica vive en un malestar constante. En una especie de ansiedad y depresión que gira en torno a una rueda de hámster de la que no se puede salir. La falta de perspectiva futura, de incertidumbre económica o la nula aplicación de valores fundamentales podrían ser alguna de las causas. Un narcisismo exagerado por las nuevas tecnologías, donde el yo ante una pantalla adquiere un protagonismo artificioso e irreal, exagerado, crea vacíos existenciales difíciles de rellenar con la purpurina de nuestro tiempo.

Tan mal estamos que estas nuevas generaciones no son capaces de apreciar la profundidad y la sencillez de un atardecer, de un paseo, de una canción, de una buena lectura. Esas pequeñas cosas que sumadas creaban antaño satisfacción, ahora son meros escenarios sin sentido, carentes de motivación. La grandeza de las pequeñas cosas, la belleza de la vida cotidiana desencarna para dar paso a una queja constante, una queja que se va sumando a malestares que arrastramos y que provocan un desequilibrio constante entre nuestra personalidad y nuestra vida circundante, creando incorrectas sinapsis en nuestras mentes cada vez más enfermas.

Salir de esa rueda de hámster es complejo, porque requiere de varios saltos cuánticos y de una gran renuncia y aceptación. Decir basta a la queja, a los traumas, al lamento constante y ponerse manos a la obra con nuestras vidas es algo para lo que no nos han preparado. Las antiguas generaciones, aquellas que habían sobrevivido a guerras y auténticas catástrofes, aprendieron a tener un sentido más optimista de la vida. Habían, de alguna manera, sobrevivido al horror, y eso les hacía disfrutar de ese sentido de supervivencia. Sin embargo, las últimas generaciones nacieron con un bienestar económico inimaginable hasta hace pocas décadas. No tienen ese sentido de supervivencia arraigado y por lo tanto, no tienen entusiasmo por absolutamente nada.

Nada les motiva, nada de lo que ocurre tiene sentido, excepto aquello que pueda engrosar las filas del ego, sumando un “me gusta” más a esa epidemia digital que nos tiene enganchados al maya, a la ilusión más obtusa de cuanto hemos vivido. ¿Qué motivación puede tener alguien que no ha sufrido la aparente pérdida? ¿Qué clase de epidermis puede tener una generación cuya única preocupación ha sido la de estar a la última en tecnología?

Hay una desorientación total a todos los niveles. Cuando lo material se impone a lo esencial, la distorsión provoca quiebra, ruptura y confusión. Al alejarnos de lo esencial y surfear constantemente en lo epidérmico, rompemos con el hilo conductor de la existencia. Sin darnos cuenta, enfermamos día a día por esa falta de conexión profunda con lo esencial de la vida. No damos importancia a algo tan sencillo y radical como el respirar, a algo tan profundo y único como un amanecer.

Más allá de las creencias que podamos albergar dentro de nosotros, podemos intentar ofrecer un estímulo superior a nuestras aspiraciones. Bucear en algún tipo de don o talento que nos haga conectar con el principio universal de ser útiles al mundo, a nosotros mismos, a nuestro entorno. Ser útiles como motivación especial. Ayudarnos a nosotros mismos en mejorar y perfeccionar nuestras vidas para ayudar con ello a los que nos rodean. Intentar hacer de un mundo bueno, un mundo mejor, primero en nosotros, inevitablemente, y luego en los demás.

Alejarnos de la queja como un mantra diario y cambiar esos postulados por positivas imágenes, “como sí” la vida tuviera un sentido más profundo que debemos alcanzar. Preguntarnos todos los días, ¿tan mal estamos? La ansiedad, el estrés y la depresión constante en la que vivimos nace precisamente de esa falta de conexión con nuestra esencia profunda. Y reconectar con esa esencia es reconectar con la simplicidad de la vida, con la belleza de lo cotidiano, con la suerte y la fortuna de estar vivos, de respirar, de tener la oportunidad de volver a empezar un día más. Recordemos día y noche, ¡estamos vivos! Al recordarlo, al conectar con la respiración, estamos reconectando inevitablemente con lo más esencial de la existencia. Y eso debería ser motivación suficiente para seguir adelante. Hagamos el bien, hagámoslo empezando por nosotros con ilusión y alegría, con estusiasmo y poderosa manifestación de lo que realmente somos.

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Hay una grieta en todo


«Hay una grieta en todo, así es como entra la luz».
Leonard Cohen

Di lo que sientes o esos silencios te harán ruido toda la vida, escribía alguna vez. Pero decir lo que sientes es complejo. Es necesario buscar nuevos caminos, emprender nuevas ondas semánticas para que las palabras que se utilicen no dañen, no infrinjan ninguna ley, no perturben ningún corazón. ¡Ay esa tarea hercúlea la humana! Y cuán difícil encontrar esa grieta por donde entre la luz, por donde ser suave y dulce cada vez que hablamos, que escuchamos, que atendemos, que compartimos algo de nosotros, frágil, a veces inútil, a veces innecesario, a veces imprescindible. No es fácil, porque somos complejos. Y no es fácil porque estamos vivos, sentimos y nos movemos con cierto antojo por dimensiones desconocidas, por diafragmas de enredados sentimientos que se camuflan entre pensamientos y a veces pervertidas experiencias, traumas o indolencias.

Hay una grieta en todo. Cuando algo se rompe, algo de luz entra. Cuando algo se transforma, algo de resplandor produce. Si vaciamos nuestras vidas una y otra vez, hay una implosión necesaria dentro de nosotros. En la ilusión de los hechos transitorios, siempre hay una estaca firme anclada a las profundidades que nos amarra a la vida. Lo esencial de nosotros siempre permanece invariable, aunque en apariencia todo se derrumbe a nuestro alrededor. Es una sensación vertiginosa datar cada instante de anomalía, de destrucción, de perturbada y desesperada impermanencia.

Y luego esas ganas de huir de todo, de no poder o querer o saber enfrentarnos a cada reto, a cada situación de crisis, de estrés, de cambio. Mejor huir al silencio, esos silencios que harán ruido toda la vida por no desenmascarar la naturaleza de nuestras emociones, enfrentarlas a las pruebas de la vida y subyugarlas a la anclada profundidad de nuestra esencia. Ahora me encuentro en uno de esos silencios y me pregunto qué será lo siguiente. Cómo gestionar estas nuevas grietas, estos avatares de la vida, este sentir que deseo expresar para que en el futuro no hagan ruido. De nuevo esa necesidad de kintsugi, la belleza de mostrarte roto sin pudor, sin miedo, sin pensar en el qué dirán, y que cada reparación engrandezca las inevitables cicatrices de la vida.

Los ciclos y el eterno retorno. Cuando la vida te expulsa de su regazo una y otra vez uno aprende a aferrarse a la esencia, al yo esencial. La vida nos agita, nos zarandea, nos destruye con sus leyes inmutables y sus extrañas noches. Danzas tribales golpean en nuestro pecho, poemas inacabados, amores que van y vienen, ángeles que suspiran a veces desesperadamente por no atender a sus cantos. “E que a minha loucura seja perdoada. Porque metade de mim é amor. E a outra metade também”, que decía aquel poeta cantor.

Soy un gran admirador de la Gran Obra. De ese fluir del río cósmico que nace y renace una y otra vez de fuentes desconocidas, de inteligencias que nosotros no somos capaces ni de imaginar, de consciencias sublimes, afiladas, invisibles, ocultas, cuyo sentido ignoramos. En lo bello y lo triste uno no puede esperar a que vuelva el pasado, ningún pasado. Hay que observar con delicado desapego los acontecimientos diarios, agregar e invocar buena suerte y disponer las herramientas para que la forja del trabajo diario sea bueno y permanente. Nuestras cicatrices son nuestro talento. Nuestro talento se expande como la yedra, como los páramos, como los arraigados bosques que inundan de hojas ocres toda la otoñada. Di lo que sientes, y esto siento, bajo la grieta que ahora me asola, observando como desde ella, algo de luz entra.

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Destrúyete para conocerte


© @opa_firman

«Destrúyete para conocerte, constrúyete para sorprenderte, lo importante no es ser, sino transformarse». Franz Kafka

Destruirse una y otra vez es cansado, pero reconfortante. Uno se sorprende con cada nueva versión que hace de sí mismo. Con cada nueva vida que emprende, con cada momento de realización y transformación. La vida es pura impermanencia, pero también es esperanza, como la esperanza de sembrar la semilla de un grano de mostaza y que en el futuro crezca un gran árbol que de sombra. Podemos buscar la dualidad en las cosas, pero también la síntesis. Podemos ver los amaneceres y los atardeceres, los ciclos de la naturaleza, pero también la oscura luz brillante que ilumina todos los cielos de todos los mundos. La vida es contradicción y complejidad. Uno cierra los ojos y escapa a la posibilidad de entender la finitud de las cosas. Nos aferramos a personas, a ideas, a proyectos, a sentires, y es complejo destruirlo todo para volver a empezar. A veces la vida no es una línea, ni un círculo, no es cristianismo o budismo, a veces la vida puede ser espiral, una gran espiral que todo lo abarque.

¿Qué ocurre cuando te destruyes a ti mismo? ¿Qué residuo queda? ¿Qué sobrevive a esa purificación necesaria? Esto es revelador. Es sorprendente ver qué pocas cosas quedan cuando empiezas de nuevo, cuando todo se viene abajo, se derrumba, y de entre las cenizas, recoges algunas pequeñas perlas que sobrevivieron. En esa transformación inevitable algo permanece. Y siempre permanece lo mismo: lo sencillo, lo esencial.

Los derrumbes son necesarios. Nos ayudan a discernir lo verdadero de lo falso. Cuando alguien se derrumba, los que creíamos amigos desaparecen, las parejas desaparecen, todo lo falso e irreal desaparece. Es una buena purga, un punto necesario para enfrentarnos a lo real, y para comprobar qué o quién queda ahí. Lo real, lo esencial, sobrevive a todo tipo de terremotos, crisis, derrumbes, destrucciones.

La transformación es necesaria, imprescindible en nuestras vidas, siempre teniendo en cuenta qué cosas son aquellas que nos sujetan firmemente a la vida. Hay cosas que no se pueden negociar con el destino, con la vida, con la fortuna de los acontecimientos. Valores, situaciones, personas. Hay cosas imprescindibles, irrenunciables. Mientras que todo lo demás cae ante el primer derrumbe. La vida es un gerundio que camina, un siendo, eso es todo. Un presente continuo, un aquí y ahora, un carpe diem, algo ingobernable por su propia naturaleza impermanente. Pero la paradoja de todo es que se puede sembrar esa semilla de la que hablábamos, y tener esperanza.

En el pronaos del templo de Delfos aparecía el conocido nosce te ipsum. Destruirse es una forma de autoconocimiento. El autoconocimiento a veces nos pide soledad, travesías en el desierto inevitables, oscuras noches del alma. A veces se suceden trampas del ego que nos alejan de toda esencia. Luego viene la construcción, o la reconstrucción de lo que somos, de lo que vamos a ser tras la ampliación de las paredes de nuestro templo interior.

Conócete a ti mismo y conocerás a los dioses y los universos. Eso es una tarea hercúlea que puede durar cientos de vidas, miles de ciclos de existencia. Por eso puede ser ridícula en nuestra escala pensar que vamos a conseguir ni tan siquiera un gramo del reino de cualquier cielo. Por eso, quizás no debamos nublarnos ni agobiarnos pensando que en un futuro alcanzaremos algún día alguna ataraxia, algún bienestar superior o alguna sabiduría perenne. Podemos sembrar semillas, pero nunca sabremos cuál ni cuándo será la cosecha. De ahí el espíritu desapegado de cualquier agricultor. Lo importante es el día a día, lo que hoy tenemos, lo que hoy nos ofrece la vida con todas sus duras pruebas y toda su mágica existencia. Lo importante es aquello que permanece en la completa impermanencia en la que vivimos. El amor, la amistad, la familia, lo sencillo, lo esencial.

Proyecto X


Amarse a uno mismo también es una forma de amor. Amar al prójimo, sí, pero como a uno mismo, que dijo el galileo. Es decir, el amor sano, el correcto, sin volverse egoísta ni estúpido, empieza por uno. Si uno no tiene, nada puede dar, y para tener, debemos obligatoriamente amarnos, protegernos, cuidarnos. Esto es una ley de vida que los que tendemos a ser dadores, debemos registrar profundamente en nuestra memoria.

La generosidad bien entendida empieza siempre por uno mismo. Y debo reconocer que en estos últimos diez años he pensado prácticamente nada en mí. Eso me ha llevado a un gran colapso, material y anímico. Un colapso material de cien mil euros y un agotamiento anímico tremendo. Este año he reflexionado mucho sobre esto y por fin me armé de valor para decir basta, ya no puedo más, necesito descansar. Así que decidí cerrar las puertas del proyecto por el que he dado todo en esta última década para empezar un nuevo proyecto: el de mi persona.

Este próximo año voy a descansar, a disfrutar de los míos, de mi vida, de mi tiempo, de mi soledad, de mi compañía, de mi compañera, de lo que sea sanador y me restablezca. Pensaré en mí y en los míos, pensaré en mí y en ella, y pensaré luego en mí y en ellos. Puede parecer extraño que diga esto, después de tantos años de entrega y extrema generosidad. De hecho, desde los dieciséis años, desde que era voluntario en Cáritas y la Cruz Roja. Siempre pensando en los demás, en cómo mejorar el mundo, en cómo incluso mejorarme a mí mismo para ser mejor, de mayor utilidad para el orbe.

Pero estoy agotado, y por eso este año mi proyecto será mi vida, ordenarme materialmente, anímicamente, emocionalmente, mentalmente, espiritualmente, dejándome mimar y cuidar. Pensar en esa familia que ya está llegando; en esa pareja que parece que por fin ya se está instalando en el corazón, entregada; pensar en cómo construir un mundo nuevo desde lo pequeño, lo simple, lo sencillo, lo bello.

La suprema consciencia descansó al séptimo día; las pequeñas consciencias humanas también lo necesitan. Restablecerse, renacer, respirar para volver al nuevo día renovado. Yacer en el manto cálido de una promesa, volverse hacia uno mismo, sostener el relato de la vida y sus hilos adyacentes, sus vasos comunicantes, sus cantos celestes. Pulir nuestra piedra bruta para culminar en una piedra pulida, una piedra que encaje perfectamente en el gran edificio, en la gran obra. Mirarnos a nosotros mismos para ser mejores, y así, desde esa fuerza interior, poder contribuir de mejor manera al nuevo mundo que ya viene.

Sí, este año que viene mi proyecto seré yo mismo y lo que me importa. No tengo pudor en decirlo. Más bien necesidad imperiosa de ejecutarlo. Silencio, familia, paz, Vida, consciencia, amor. No se necesita mucho más. Y al ser yo mismo mi prioridad, nacerá una nueva luz, una nueva vida, una nueva esperanza, una nueva aurora. Cada noche oscura espera ansiosa un nuevo amanecer. Y este que viene está ya muy cerca. Proyecto X, proyecto 1+1=8/9.

La delicadeza de las cosas


Todo es delicado. La sensación de finitud. La muerte. La vida. El amor. Las emociones son completamente delicadas. Los estados de ánimo, nuestros cuerpos, nuestras fatigas, nuestros anhelos, nuestras inquinas. Las plantas son delicadas, las flores, sus inmediatos perfumes. Los animalillos del bosque, el cauce de un río, el extenso horizonte de un mar que atardece o amanece. Nuestros deseos, nuestro despertar diario, nuestros anocheceres con sus noches oscuras y sus días complejos y sus vacilaciones y suspiros.

Cuando abrazamos a otro ser humano, debemos hacerlo pensando en su fragilidad, en su delicadeza. Cualquier cosa nos puede afectar, cualquier gesto, cualquier equivocación, puede provocar un abismo de oscuridad. También viceversa. Cualquier gesto de amor puede provocar en el otro una inmensa felicidad, un reencuentro consigo mismo. Solo tenemos que tomar consciencia de la exquisitez y finura de las cosas, de las personas. Coger a un niño recién nacido con ese cuidado escrupuloso es un reflejo de la ternura que nace naturalmente de nuestro interior. Así deberíamos abrazar la vida y todas sus extensiones a cada instante. De la misma manera con la que se abraza a un bebé recién nacido. Como si todos los días naciera un niño, y tuviéramos la responsabilidad inmediata de su cuidado y atención.

En nuestros pensamientos, en nuestro ánimo, en nuestros deseos y en nuestros actos. Estar siempre atento para que nuestras palabras no sean ofensivas, para que nuestros actos diarios sean completamente inofensivos y amorosos. Empatizar con el dolor del otro, con la vida del otro, con la visión del otro. Abrazar, sin castigar, cada error cometido. Al igual que ya no castigaríamos a un niño pequeño por tropezar cuando está aprendiendo a andar. Más bien lo sostenemos felices por sus avances, aunque se equivoque una y otra vez, aunque tropiece y caiga y se ensucie. De igual manera deberíamos sostener los errores de los otros, advirtiéndoles con amor que quizás las cosas se pueden hacer de otra manera, se pueden tejer de diferente forma, se puede mejorar día a día, siempre. Es en esa mejora continua, en ese aprendizaje, donde damos valor a las relaciones, a los espejos que los otros producen en nosotros, en todo aquello que nos hace crecer en consciencia y amor y vida.

La madeja de relaciones siempre es compleja. No puede haber amor si no hay relación, y toda relación requiere roce, fricción, rozamiento, desgaste. Por eso amar es un arte, un arte delicado, un arte que requiere entrenamiento y disciplina. Amar desde la buena voluntad, sin rencor, sin juicio, amar amando, amorosamente, con ternura, con suavidad, con delicadeza, desde la belleza del amor, el perdón, la compasión.

Honrar la vida en el sagrado cotidiano, en las relaciones, en todas las experiencias diarias, es llenar cada instante de espíritu, de consciencia, de ternura, de delicadeza. La belleza es un arte, un don que la naturaleza pone a nuestra disposición para que alcancemos la meta de ser felices, de tener una vida plena y consciente, una existencia donde podamos valorar cada segundo que pasa. La belleza es resultado de la simplicidad, del tacto y del cuidado, del amor, del esfuerzo acompañado de inteligencia, y del respeto por cada partícula de vida. Ser seres bellos, elegantes, armoniosos, cuidadosos, quizás sea una de las tareas más complejas que existan. Cuidar nuestro cuerpo como si fuera un templo, embellecerlo, volverlo inofensivo, trasparente, luminoso. Cuidar de nosotros, para cuidar de otros. Somos delicados y frágiles, cuidémonos todos los días, con amor.

El arte de la decepción


© @__moonglow

 “El goce decepciona, pero la posibilidad no”, Kierkegaard

Nos vamos a decepcionar unos a otros. Eso no significa que algo vaya mal. Forma parte de la vida. Escuchaba hoy en la voz de una joven y vital anciana tras más de sesenta años con su pareja. Me he quedado en silencio, saboreando sus palabras, intentando resolver y comprender su significado oculto. Han llegado precisamente en un tiempo en el que estoy aprendiendo a permanecer en lo malo y en lo bueno ante circunstancias decepcionantes, muy decepcionantes. Lo veía en mí, pero al verlo reflejado en las palabras de esta joven anciana, algo importante se ha anclado dentro de mí.

Perdonad que lo escriba en primera persona, pero es muy sanador compartir esta reflexión desde los adentros. Cuántas y cuántas veces hemos decepcionado y nos han decepcionado al mismo tiempo sin entender que eso forma parte de la vida. No es que algo vaya mal, no es que esa persona o esa situación sea mala, es que forma parte de la vida. ¿Acaso la propia vida no nos resulta a veces completamente decepcionante? Y no por ello queremos abandonarla. Entendemos que toda crisis, que toda frustración, que todo dolor, que todo paréntesis en nuestra existencia aporta un valor primordial dentro de nosotros. Para algunos un halo de esperanza, para otros, el sabor imperecedero del perdón, para los demás, una oportunidad de amar incondicionalmente, en lo bueno y en lo malo.

Seamos conscientes que desde hoy mismo vamos a decepcionar a muchas personas. Seamos conscientes de que muchos nos verán como fracasados, como inválidos, como enemigos, como perdidos, como insolentes, como malvados, oscuros o acabados. Y mucha gente nos decepcionará por sus mentiras, por su odio, por su rencor, por sus miedos, por sus enredos, por su ceguera, por sus creencias o inmoralidad.

Pero, ¿y si aceptáramos eso como parte de la vida? ¿Y si fuéramos capaces de redimir esa sensación extraña que sentimos cuando algo o alguien nos decepciona? La desilusión forma parte de la vida. Los enamorados se desilusionan cuando dejan de sentir mariposillas en el estómago, sin entender que ese ciclo ya pasó, que eso forma parte de la vida y que ahora toca querer desde la responsabilidad y el compromiso, para algún día saber amar incondicionalmente. Pero nadie nos enseña la fuerza poderosa de los ciclos. La necesaria muerte de los tiempos para que nazcan otros nuevos, renovados, mejores, aumentados, perfeccionados. El amor verdadero triunfa cuando esa revelación se suma a la sabiduría, a la fuerza, a la comprensión de esa profunda impermanencia.

Nada nos decepcionaría si entendiéramos la verdadera pureza de los cambios, de los ciclos, de todo aquello a lo que no ponemos ni una mota de expectativa ni resistencia. No nos decepcionarían los errores del otro si entendiéramos que no nacen del mal, sino de la ignorancia o la propia provocación de la vida.

Nada nos desilusionaría si comprendiéramos que cuando la llama no late, ni brilla, ni se expande, es porque está muriendo para que algo nuevo renazca. Y la renovación de ese algo nuevo no es por sí mismo malo o doliente. Es necesario, es vida. Si el tiempo y sus ciclos es poderosamente acompañado por la honestidad y la lealtad, cualquier decepción pasará a ser simplemente una nueva forma de comunicarse, una nueva forma de afrontar los retos de la vida, una nueva forma de ser felices sin arraigar ningún tipo de expectativa o resultado. El arte de la decepción es precisamente eso: saber que forma parte de la vida, y que no tiene porqué ser algo malo. Dicho esto, siento mucho si este texto te ha decepcionado. Que pases un buen día… 🙂

Septiembre, volver a nacer… a una nueva vida


 

© Silvia Molas

«Recuerda que solo se está desmoronando lo falso. Lo real no puede venirse abajo».  Jeff Foster

Confía en la magia de los nuevos inicios, nos dice amablemente Silvia Molas en su hermosa acuarela. Septiembre tiene ese aire especial. Empiezan las copas de los árboles a desnudarse. El aire cada vez es más fresco y los pájaros acomodan el canto más a un silencio íntimo y estrecho. Es como volver a nacer a algo nuevo, renovador, necesario, mientras nos preparamos para el otoño. Es como morir a lo viejo y resucitar a un nuevo mundo.

“Nos vemos en la próxima vida”, me dijo al despedirse. “La próxima vida podría ser mañana”, le contesté. O podría ser cualquier septiembre, porque lo cierto es que cuando hace dos días miraba las estrellas y las lágrimas corrían dóciles ante el recuerdo, entendí que esa era también una hermosa forma de morir y nacer de nuevo. Un matiz necesario entre lo real y lo falso, entre lo que cae inevitablemente y lo que permanece. Y las lágrimas permanecen, porque lo que hay detrás de ellas es real.

Entre el Montseny y el Montnegre se encuentra el valle de Olzinelles. Aquí estoy, en una privilegiada casa de esas que tienen cuatro plantas y desean albergar una familia acomodada en el mundo del buen vivir. Con vistas al bosque, a la riera, a la antigua rectoría, es un espacio de naturaleza única donde poder morir y nacer de nuevo. Estos días que eran de fiesta patronal los pasamos de arriba para abajo con la “colla”, los amigos de toda la vida que se encuentran una y otra vez para celebrar cualquier cosa. He tenido que volver a hacer una inmersión lingüística para desempolvar mi oxidado catalán. Hacía años que no iba a un concierto y cuando rozaba las dos de la madrugada y escuchaba la música en esa soledad extraña que uno siente cuando está rodeado de tanta y tanta gente que vive en otra galaxia, miré el cielo estrellado y fue cuando detonó el llanto.

Supongo que hay cosas que se echan de menos, personas que se añoran e irremediablemente aparecen, a pesar de las continuas distracciones de estos días, cuando uno conecta con lo estelado, con lo celeste, con aquello que nos conecta a la vida invisible, a esos lazos que nos unen más allá de lo aparente. Uno puede distraerse exteriormente tantas veces como quiera, con unos y con otros, con aquello y con lo otro, pero interiormente, todo permanece.

La próxima vida podría ser mañana, o podría ser hoy, o podría ser septiembre. No deja de ser curioso el intentar embadurnar las emociones para no pensar en ellas, para intentar solaparlas con otros estímulos. Aquí en Cataluña pasa lo mismo. El ideal independentista se ha desinflado, pero el sentimiento profundo sigue ahí, latente, esperando nuevos tiempos, nuevas oportunidades para ser expresado. En estos días he entendido que esa expresión dará frutos cuando se haga desde el amor, y no desde el odio o la rabia o la frustración como ocurre ahora. Un pueblo no puede ser independiente de otro mientras no resuelva ese odio visceral. Y ese pueblo no se puede independizar de algo que está dentro suyo, que vive dentro del mismo territorio y la misma cultura. De ahí la frustración. El camino es el entendimiento y el sumar. ¿Para qué restar en nombre de la cultura o la política o cualquier emoción? ¿Por qué no sumamos?

Ocurre lo mismo con el amor. ¿Cómo podemos olvidar algo que fue puro y verdadero? ¿Cómo podemos, aunque hubiera un telón de fantasía que adornaba el escenario, deshacernos de ese sentir, de esa inevitable reminiscencia? No podemos, queda latente, queda ahí, esperando una nueva oportunidad, un escenario de rendición y verdad, de amor y alegría. Una suma que hubiera dado hermosos frutos. Un sueño que permanecerá con nosotros cada uno de nuestros días. Sí, habrá que morir en la frustración, el rencor y el miedo para que venza el amor, la familia, el sueño.

¿A qué vas a consagrar tu vida?


«Somos muchos los que buscamos darle algún sentido a la vida, pero la vida solo tiene sentido si somos capaces de cumplir estos tres propósitos: dar amor, recibirlo y saber perdonar. Todo lo demás es una pérdida de tiempo».

«El libro de los Baltimore», Joël Dicker

 

¿A qué se puede consagrar la vida? Creo que todos estamos de acuerdo que el amor, sea lo que sea eso tan indefinido y etérico, es lo que cohesiona el mundo, las relaciones, los universos. Es la fuerza de la gravedad de los planetas, y la elipse invisible de todos los universos. Hay una espiral de vida que nace de esa fuerza de atracción. Casi todos los que nacemos, vivimos y nos movemos en este gran ser llamado Tierra lo hacemos por esa inspiración profunda, sincera, amable. Las criaturas, cada una en su nivel de consciencia, expresa ese amor por la vida y por la necesidad de permanecer y transmitir la perpetuidad. Es aquello que aglutina el mundo de la forma con el mundo de la no-forma, lo esencial con lo superfluo, lo profundo con lo fútil. Amar es cohesionar. Es el adhesivo universal que lo une todo. Un fijador aglutinante capaz de crear mundos si viene acompañado de la fuerza de la voluntad y de la guía de la sabiduría. Es la triada universal que se intuye en todos los tiempos.

Es difícil, observando nuestra compleja naturaleza, saber a qué vamos a consagrar nuestras vidas. Podríamos argumentar, quedándonos tan anchos, que al amor. A eso que el universo en todas sus dimensiones visibles e invisibles promulga era tras era. Pero en nuestra complejidad, en nuestra falta de sencillez, eso resulta difícil. Estamos lejos de amar como ama un sol o una estrella, tan incondicionalmente. Y hemos olvidado por completo el amor natural de todas las cosas, como ese que se expresa en el canto de un ruiseñor o en el vuelo de una majestuosa águila.

Pero a todos nos gustaría, en el fondo, poder consagrar nuestras vidas a lo sencillo, al amor, y también al perdón. El perdón es algo increíblemente olvidado. Tiene que ver con la comprensión, con la tolerancia, con la compasión, con la misericordia. El perdón debería ser algo así como una medicina del alma. Una píldora que tomamos en nombre del amor incondicional cada vez que erramos o nos dañan, ese al que aspiramos, y que nos sana y nos permite abrazar con mayor fuerza la vida.

Deberíamos levantarnos en un día soleado como el de hoy, principios de septiembre, aún verano, aún calor, pero ya algo de fresquito cuando el sol está a dos luces, levantarnos y perdonar. Sin más. Consagrar nuestra vida a perdonar nuestros errores, nuestros maravillosos fracasos, nuestras sombras y nuestras locuras explosivas e irracionales. Consagrar nuestra vida al amor hacia uno mismo y hacia los demás, como si no hubiera un mañana, como si todo lo demás fuera superfluo e innecesario. Perdonar, ser perdonados, amar, ser amados.

En nombre del amor yo me levantaría todos los días y me arrodillaría de inmediato para recordar nuestra pequeñez, nuestra humilde condición humana. En nombre del amor perdonaría a todos los que me hicieron daño, consciente o inconscientemente, sin juicio, sin temor. Aún más. Ojalá algún día ese perdón pudiera realizarse mirando al otro a la cara, a los ojos, al alma, deseándole un feliz viaje por la vida. Sí. Si tuviera que consagrar mi vida a algo sería al amor. A dar amor, recibirlo y perdonar. Todo lo demás es una pérdida de tiempo.

A veces un abrazo es la palabra exacta


© @adso.cc

«A veces un abrazo es la palabra exacta». Nerea Delgado

Uno a veces se arrepiente de algunas cosas. Por ejemplo, al calcular mal el ángulo de tangencia energética del bosón de Higgs o al asumir que la poesía fue creada solo para los poetas. O como aquella vez que mi amada aristócrata embajadora me invitó a una recepción con el Rey y yo me negué a asistir arguyendo mi postura republicana. O aquella otra vez que el tren cerraba sus puertas para siempre y no me atreví a subir al último vagón por miedo a… ¿a qué? Nunca olvidaré aquella escena de amor y lágrimas. O esa otra vez que, en vez de ofrecer palabras dulces, quizás por cansancio o por advertencia, salió un agravio malsonante que lo destruyó todo. O aquella otra vez que no abracé, cuando sabía que un abrazo era la palabra exacta, lo único que cualquier situación extraña requiere para redimirse.

Quienes conocen el significado profundo de dar un sentido abrazo saben de lo que hablo. Un abrazo verdadero, de esos que duran una eternidad porque son sentidos y engullen a cualquier alma, son realmente pura sanación. No requieren palabras, no requieren excusas ni argumentos: solo un sentido y prolongado momento de amor.

A los que no nos educaron en la cultura del abrazo nos faltó algo. Es difícil de explicar, pero crecimos faltos, carentes, o con un sentido menos desarrollado, por supuesto, un sentido anímico, emocional. La cultura del abrazo en la infancia debería ser una asignatura obligatoria, tanto en el ámbito familiar como en el escolar. Los abrazos cumplen con una función social amable, reconciliadora y esperanzadora. Ante cualquier disputa, un abrazo sentido podría sanar las diferencias, los puntos de vista errantes, las locuras que se cometen cuando uno pierde todo sentido y percepción de la realidad. Uno dejaría de perder la razón ante un sentido abrazo. Resolver la falta de cariño evitaría seguramente muchos males de nuestra sociedad.

Un abrazo nos sanaría de la falsedad y la mentira, porque ahí no se puede uno ocultar ni esconder. Un abrazo sentido te desnuda, por eso quizás no es algo bien permitido en una sociedad tan mediocremente mentirosa. Al abrazar, al mirar profundamente al otro desde la percepción extrasensorial del abrazo, uno ve lo que hay y descarta inmediatamente todo aquello que no existe. En un abrazo se nota cuando hay trasparencia. En un abrazo se difumina toda la duda.

Toco a diario el piano e improviso melodías mientras observo atento todo lo que ocurre en el bosque. La música siempre acompaña y de alguna manera abraza nuestros instintos, nuestra consciencia, nuestra intuición. La música es como un abrazo sentido porque te transforma, te aligera, te llena de vida y esperanza. Ahora imagino esas notas de piano que se despliegan por los árboles de este pequeño bosque de robles y blancos abedules y viajan hacia ese lugar donde habita lo milagroso. Y me imagino que cada nota abraza aquello que mis manos no pueden abrazar. Imagino que cada octava supura esa transparencia que siempre anhelamos.

A veces un abrazo es la palabra exacta, el sonido necesario, la música de nuestras vidas. Un abrazo, un almabrazo, como decimos y practicamos por aquí tras los cantos y las meditaciones. Un suspiro del alma que alienta a otra alma. Un alimento que pocos comprenden, tan aislados en sus soledades y enredos, en sus abismos, en sus oscuras travesías por desiertos interminables. Aún hay fuego en las almas que abrazan, y vida en los sueños que despiertan sin miedo cada mañana.

Un abrazo, en términos matemáticos, es la relación trigonométrica entre el lado adyacente y el lado opuesto de un triángulo rectángulo que contiene ese ángulo. Musicalmente es un Do sostenido atravesado por un Re mayor. Para un poeta, es la fusión de dos mundos atrapados por un isótopo de imposible tamaño. Como las puertas de aquel tren, o aquellas palabras que faltaron cuando no se podía decir nada más. Nuestra vida media es del orden de un zeptosegundo para el universo infinito. Abracemos cada instante. No hay tiempo para mucho más. Abracemos la vida, y sanemos con ello todo cuanto nos duela. Abracemos al próximo prójimo.

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¿Y ahora qué hacemos?


© @ccseyes

«Ponerse a querer a alguien es una hazaña. Se necesita una energía, una generosidad, una ceguera. Hasta hay un momento, al principio mismo, en que es preciso saltar un precipicio. Si uno reflexiona, no lo hace. Sé que nunca más saltaré». «La náusea», Jean-Paul Sartre

La madurez, decía John Houston, es la capacidad de aceptar la incertidumbre. Alguien también decía que la madurez era el comenzar a hacernos responsables de los hechos probables, de tomar decisiones y de comprometerse con sus resultados. Después de cuatro años huyendo de cierta realidad, hace cuatro meses decidí arriesgarlo todo a una y tomar una decisión arriesgada en medio de una gran incertidumbre. Al principio parecía que la decisión, el riesgo, había merecido la pena y había sido mágicamente acertado. Sentía que era justamente lo que tenía que suceder, casi diría que era algo inevitable, porque ya llevaba meses sintiéndolo. Pero al final resultó ser todo un auténtico fracaso, un auténtico fiasco, una de esas mentiras burdas de la vida.

Cuatro largos años esperando esta oportunidad para fracasar al primer intento después de descartar cientos de posibles oportunidades. He venido a pasar unas horas a la biblioteca de mi particular balneario porque hoy sentía que debía pensar sobre estas decisiones, sobre estas incertidumbres. ¿Debo ahora esperar otros cuatro años o debo apresurarme a vivir y salir a las calles en búsqueda de esa felicidad añorada? Desde que todo terminó hace casi tres semanas me han llovido todo tipo de ofertas, a cual más motivante. Podría elegir entre todas ellas alguna que pudiera distraer mi cabeza y mi corazón. Podría volver a arriesgar y ver qué pasa, o saltarme todas las reglas autoimpuestas y dejar de ser tan exquisito y pusilánime a la hora de elegir una u otra realidad.

Llega el verano y repaso uno por uno todos los sueños rotos en tan solo unos días. Sueños profundos, sueños locos, pero verdaderos. Los sueños rotos te crean una sensación extraña. Pensar que todo fue una fantasía o una mentira te crea de nuevo un escudo protector, una especie de defensa que te aleja de la vida.

Aún así, mi exigencia sigue en pie, y tiene que ver con el amor, la vida y la consciencia. ¿Cómo volver a retomar esa difícil tarea? Parecía todo tan fácil hace unas semanas. Y ahora, me parece todo tan complejo y difícil y arriesgado. Me dijo una amiga en un paseo reciente que cuando dejara de desearlo esa realidad se manifestaría. Pero a veces pienso que las cosas muchas veces suceden a base de desearlas. Que la realidad muchas veces se construye porque la imaginamos, porque la deseamos ardientemente, porque es algo que viene de un sentir profundo.

Intento sanar estas heridas distrayéndome con mil cosas. La experiencia me dice que es el tiempo el que lo cura todo. Pero ahora el tiempo apremia, porque uno ya no tiene veinte años, y sigo preguntándome porqué tardé cuatro años en dar estos pasos. ¿Qué me hizo esperar tanto, más allá de un dolor y un fracaso aún mucho más profundo que el actual? Interiormente siento que no puedo volver a esperar otros cuatro años.

La vida corre deprisa, y luego no habrá un después. Es ahora o nunca. Es hoy y no mañana. Es aquí y ahora. Así que supongo que, de nuevo la conclusión será, el volver a empezar, el volver a salir al mundo y no dejar pasar el tiempo. ¿Para qué esperar? Las heridas se irán sanando, pero hay que ponerse de nuevo el traje de guerrero y salir a esa batalla. Y lo que tenga que suceder, inevitablemente sucederá.

Dejar de mirar hacia atrás y hacia dentro y empezar a mirar hacia fuera y hacia adelante. Caminar, caminar, caminar siempre con fe y esperanza, acertemos o no. Así que adelante, sigamos nuestros sueños, una y otra vez, que las almas aguardan impacientes el momento de poder atravesar el portal de la vida, el amor y la consciencia. Sigamos, sin miedo, hacia adelante, porque no habrá un después. Saltemos a ese precipicio, ya no hay tiempo para otra cosa.

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Hacia una octava superior en la espiral


© @ninapapiorek

«Confié en ti… te dije mis debilidades, te mostré mis defectos, mis cicatrices, te conté mis recuerdos más dolorosos y tú… tomaste nota, y me golpeaste justo en esa herida que mil veces te dije cuánto me estaba costando sanar». Gilraen Earfalas

Nuestras vidas a veces se desarrollan en auténticos laberintos de los cuales no podemos escapar, o en auténticas espirales que nos impulsan cada día hacia una octava superior.

La sensación de estar en un laberinto sin salida es la de agobio, cansancio, desesperación, tristeza y agonía. A veces, cuando la situación es desesperante y tienes la intuición de que ese laberinto supera con creces tus fuerzas y expectativas, la vida te ofrece la posibilidad de torpedearlo. Cuando torpedeas un laberinto por su base de flotación todo se hunde de repente, y todo desaparece, descubriendo con ello que nada era real. Es doloroso, pero también nace una sensación de alivio y libertad. Un buen torpedo a tiempo hace que todo explote por los aires, y al hacerlo, algo se libera. Es punzante, sí, pero es necesario. La mentira, la ilusión y la fantasía, esas poderosas armas que nos llevan a laberintos sin salida que pueden durar semanas, meses o incluso años, requieren a veces de una implosión perfecta. Si esa implosión perfecta no produce ningún daño, es que era nuestra percepción la errónea, y todo permanece o se transforma para mejor.

Tener un momento de fuerza e iluminación nos permite romper con algo caduco, falso o innecesario en nuestras vidas. Ese instante de revelación a veces requiere destruir lo añejo para empezar a construir lo nuevo. Lo nuevo siempre revela la unicidad esencial que existe en todas las cosas. Es algo que nos conecta con el aspecto interno de la vida, del amor y de la consciencia, negando completamente la apariencia externa que nace de la separatividad. Cuando llegamos a este grado de comprensión en nuestras vidas, hacemos explotar y destruir todo aquello que ya no está en nuestra frecuencia de unidad, de amor, de vida, de consciencia. Trabajos que no nos aportan nada, relaciones tóxicas que nacen y se desarrollan en una continua mentira, situaciones de cualquier tipo que nos alejan de nuestra esencia y de nuestro ser…

Cuando ocurre ese momento de destello, logramos viajar y navegar lejos del laberinto, para subirnos a la ola de una nueva octava superior en la espiral de la vida. Nos agarramos con fuerza al hilo de Ariadna y buscamos a la tejedora que nos debe elevar hacia una nueva dimensión de experiencia y oportunidad. Si vencemos y aprendimos la lección, nos elevamos en la profundidad del ser y la experiencia vital. Si fracasamos, la experiencia volverá con mayor virulencia.

Este tipo de confusiones vitales, de laberintos de la vida, ocurren cuando no logramos separar el mero deseo de las cosas con respecto al profundo anhelo y propósito de nuestra alma. Cuando estamos con personas o en situaciones únicamente por la búsqueda de un deseo y su posibilidad de satisfacción, es posible que esto al final termine en un gran sentimiento de frustración. Si conseguimos lo deseado, nos vendrá una inevitable pregunta: ¿era esto lo que realmente deseaba nuestra alma, nuestra consciencia, o era tan solo un capricho, un deseo banal? Esa frustración nos conduce al laberinto del que hablamos, a una eventual pasividad en nuestras vidas, pareciendo todo depresivo o de una gran futilidad. La frustración nos puede llevar a una vida insulsa, sumisa, donde todo se acepta, incluso lo cruel o lo mentiroso. ¿Cuántas veces nos hemos sentido engañados, golpeados, maltratados cruelmente? Ahora cambiemos el sentido de la pregunta: ¿cuántas veces hemos dejado que nos engañaran, que nos golpearan, que nos maltrataran? ¿Y durante cuánto tiempo?

A veces esa frustración nos lleva a desesperantes caminos de escape, los cuales nos empujan a mundos ilusorios, de ensueño, mundos igualmente mentirosos y engañosos. Un encarnizado conflicto de esta naturaleza puede llevarnos a nuestra propia autodestrucción. Incluso el no querer ser moldeado por las circunstancias y el medio ambiente nacidos de ese deseo mal entendido pueden provocar una trágica ruptura con la vida.

Deseo estar con esa persona, deseo ese trabajo, deseo más dinero, deseo una vida tranquila, deseo una familia feliz… pero… ¿son esos deseos realmente reales, o son fruto de una fantasía, una necesidad o un trauma? ¿Cómo poder discernirlo?

Si nos hace sonreír, si nos aporta paz y alegría interior, ese es el camino, esa es la vía hacia una octava superior en la espiral de la vida, el amor y la consciencia. Somos expresión y existencia, actores dramáticos de una realidad increíble. Encontremos nuestra espiral, nuestra voz, nuestro camino y dejemos lejos de nosotros los laberintos sin salida. Absorbe, domina y utiliza toda tu fuerza para seguir avanzando y busca la felicidad merecida con situaciones merecidas y personas amables, sinceras, sanas y merecidas.

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Litha, un momento para quemarlo todo



Dice la tradición que algunas enseñanzas secretas sobrevivieron al gran diluvio. Algunos tuvieron la responsabilidad de mantener y conservar el Arca de la Antigua Sabiduría a través de todos los ciclos y todas las mareas del tiempo. Esos servidores de la humanidad, llamados por los sufíes el “círculo interno de la humanidad”, enseñaban que toda la sabiduría es una sustancia que se puede recolectar y almacenar como la miel. Un fuego secreto de los dioses capaz de sobrevivir en el tiempo. El conocimiento de la ley del siete y la doctrina del mantenimiento recíproco son siempre conservadas por aquellos que leen y portan la antorcha de la luz que impera en los mundos tenebrosos y oscuros.

Según relata la tradición órfico-pitagórica, una vez es liberada el alma por la muerte, asciende y entra al cielo por la Puerta o Solsticio de Cáncer, desde donde desciende a sufrir una nueva encarnación en el mundo de las formas.

En las tradiciones paganas, Litha, la noche más corta del año, es precedida por el sabbat conocido como Beltane. Es un momento donde la trayectoria del Sol, vista desde nuestra perspectiva, se detiene antes de invertir su dirección. A lo largo de toda la historia humana, las escuelas de misterios y los mitos enseñaban sobre los ciclos vitales de la vida. Ciclos de nacimiento, vida, muerte y resurrección, ejemplarizando lo que ocurre en toda la naturaleza, primero desde nuestro infantil temor, y más tarde desde la exploración consciente más audaz hacia la luz de la sabiduría. Es la luz, el calor y el fuego lo que resalta todo rito como símbolo de nuestra vida interior, de nuestra alma, de nuestro verdadero rostro ante la realidad confusa.

En la tierra que me vio nacer, esta noche de verbena, la de San Juan, es quizás una de las noches más importantes del año. También lo es para esa otra tierra simbólica en la que nací dos veces, siendo el solsticio de San Juan un punto de referencia, llamándose incluso ellos discípulos directos de San Juan, aquellos que trabajan en las logias de San Juan. Es decir, aquellos que trabajan en la luz, para con ello ahuyentar las tinieblas.

Lo importante de esta noche, que casi suele coincidir normalmente con el solsticio de verano, la noche más corta del año, es que es un tiempo para quemar en la hoguera de la purificación todo lo añejo, todo lo antiguo, todo lo que ya no vale o ya no nos pertenece. Es llevar hacia la luz purificadora todo aquello que con el tiempo se ha vuelto oscuridad.

Esta noche he sido invitado a un sarao para celebrar la noche con unas meigas muy especiales. Además de celebrar la adquisición de una finca que servirá de punto de luz en esta tierra celta, danzaremos alrededor del fuego para purificar nuestras almas y para resaltar lo importante de volver a empezar.

Las fiestas del fuego siempre son purificadoras y protectoras. Las hogueras que se encienden, simbolizando la bóveda celeste y una llamada de atención a los dioses para que protejan las cosechas, son también momentos para quemar aquello que ya no sirve, aquello que hay que abandonar y enterrar, para que de sus cenizas retoñe lo nuevo. Encender hogueras es dar fuerza al sol para que, en su declive, en ese menguar hasta el próximo solsticio, nunca se apague. Simbólicamente ocurre lo mismo con nuestro sol interior, con nuestra alma, con nuestra consciencia. Dotar de fuerza a la misma para que en el devenir de los días y las pruebas que surjan a partir de ahora, sean asumibles y exitosas. Quemar la mentira, en resumen, para que surja lo verdadero.

Esta primavera ha sido una de las más hermosas, al mismo tiempo que una de las más duras y difíciles que recuerdo en mucho tiempo. Por eso hoy es un día muy especial. Un día para dar gracias por todo lo aprendido, por todo lo sembrado y recolectado, por todo lo compartido y soñado. Y un día para quemar aquello que debe volar hacia otro destino, hacia otro merecido lugar.

Nunca como en estos meses había estado tan cerca de la última Thule, como la describía nuestro Séneca. Nunca había estado tan cerca de cumplir con los últimos sueños, un sueño individual pero también grupal. Nunca, en tanto tiempo, el amor se había abierto de forma tan clara y sincera hacia el camino de la vida y la consciencia.

La fórmula geométrica y mágica (1+1=8/9) que tanto poder e influencia ha ejercido en mi en estos meses debe quemarse en los anales del no tiempo. Romper con el hechizo, romper con el sueño, con la fantasía, para empezar de nuevo, esta vez más atento, más consciente, más despierto, desde lo Real, que diría Gurdjieff, porque la vida es real cuando yo soy. Sí, quemarlo todo, y quemarlo bien, para volver a empezar, y ser, en esencia, lo que somos.

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Suerte con el examen de mañana…


 

Nunca. Más. Nos dice el miedo. Vale, dice el amor resignado. Y entre medias, ahí está la existencia para recordarnos algunas cosas. Dicen que en el devenir nada se conquista definitivamente. A veces tenemos la sensación de que estamos en una continua lucha como Sísifo, arrastrando la vida hacia arriba en una desesperante e inútil tarea cuesta arriba. Otros días nos sentimos agotados en esos infinitos trabajos herculianos o viajando hacia ninguna parte en una odisea donde, día sí y día no, nos convertimos en un heroico Ulises. Lo cierto es que todo son pruebas, exámenes, ensayos, intentos, tentativas, experiencias, aprendizajes.  No tan solo doce trabajos como los de Hércules, sino infinitas pruebas día y noche que pretenden hacer de personas buenas, personas mejores.

Mañana tendrás un examen importante. No lo dudes. Es importante porque este día marca una decisión que lleva consigo algunos sacrificios, algunas prioridades, algún discernir entre lo prioritario y lo secundario. La vida toma buena nota de todo. No es un examen formal, donde alguien te hace unas preguntas a cambio de unas respuestas. Te examina la vida porque ante ese hecho, tuviste que elegir unas cosas y sacrificar otras.

La vida siempre es así. Nos hace elegir constantemente para poner a prueba nuestra capacidad de discernimiento, de complejidad, de acierto, de visión en espiral, circular o lineal. La vida nos mira con lupa para luego cobrarse sus deudas. Una a una. Siempre. De ahí que cada examen vital tenga sus propias trampas, sus recovecos, sus ilusorias salidas. Todo un laberinto donde aprendemos y desaprendemos.

Por eso, en verdad, cada día es un examen. Un examen que nos ata o nos libera, una prueba en la que, al amanecer, damos gracias por seguir respirando, y al anochecer, nos inclinamos humildes por seguir vivos. Cada día es un bendito acontecimiento, un milagroso advenimiento que nos recuerda la urgencia de vivir.

¿Qué hemos elegido hoy sembrar para recolectar en el mañana? ¿Hemos sembrado amor o discordia? ¿Hemos sembrado generosidad o egoísmo? ¿Hemos sembrado empatía o narcisismo? ¿Hemos sembrado dolor o sanación? ¿Alegría o tristeza? ¿Coraje o temor? ¿Verdades o mentiras? He ahí el examen al que nos enfrentamos hoy, y mañana, y todos los días.

Pero el de mañana es especial, porque hoy ya estamos cansados, aturdidos, melancólicos. ¿Pero qué pasa con mañana? ¿Qué peculiaridad especial tiene el acontecimiento de despertar de nuevo como si hubiéramos vuelto a nacer? Cada día trae su afán, y es una buena oportunidad para enfrentarnos a una evaluación completa, atenta, generosa. ¿Obraremos el bien en esta nueva jornada? ¿Seremos dóciles pero justos? ¿Obedeceremos los mandatos de nuestra alma y su mediadora, el corazón, o nos dejaremos llevar por los ridículos análisis de nuestra mente, siempre divisora y excesivamente precavida, cobarde, mentirosa?

Mañana es un gran día. La vida te pone a prueba, te evalúa. Mucha suerte en tu examen. Mucha suerte en la vida. Que seas siempre feliz y abundante, generosa, real, auténtica, leal a tus sueños y a los tuyos, y siempre empática y cándida con el resto. Buena suerte, feliz vida.

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Ahí fallaste


“El que no ama siempre tiene la razón. Es lo único que tiene”. Antonio Gala

Las personas se definen por muchas cosas, especialmente por su manera de quedarse. Pero, sobre todo, por su manera de irse. Admitamos sin miedo que fallamos muchas veces. Sepamos reconocerlo, sin avergonzarnos, si al hacerlo somos capaces de perdonar y sentirnos perdonados. El cometer errores forma parte de nuestra existencia. Nos define como humanos, y define a los demás ante nosotros. Cada vez que cometemos un error, podemos ver en el otro su capacidad de amor, su incondicionalidad, su verdadero rostro. El equivocarnos es un test, una prueba, para saber quienes son los imprescindibles, esos que sabes que siempre estarán a tu lado, en lo bueno y en lo malo.

Ahí fallaste, como tantas otras veces haremos a lo largo de nuestra vida. Fallamos cada vez que nos encerramos en nuestro diálogo interno, sin apreciar el mundo externo. Fallamos cuando en vez de una sonrisa, ofrecemos tristeza y apatía. Fallamos cada vez que nos levantamos malhumorados, sin ganas de absolutamente nada, por el simple hecho de abrir los ojos. Fallamos cada vez que huimos sin enfrentarnos valientes y con coraje a los retos del día a día.

Fallamos al otro constantemente, sin saberlo, sin adivinarlo. Y ellos nos fallan constantemente, sin juzgarlos, sin pretender hacer cizaña de sus errores. Nos fallan día tras día cada vez que ante el dolor o el sufrimiento adolecen o desaparecen. Tan acostumbrados a estar en lo bueno, se vuelven invisibles en la decadencia y la enfermedad, ya sea esta del cuerpo o del alma.

Fallamos a nuestros cuerpos con la dejadez, con el descuido, con la falta de sensibilidad hacia esta máquina casi perfecta. La envenenamos todos los días con todo tipo de sustancias, con todo tipo de alimentación, sin importarnos lo más mínimo que efectos provocará en nuestro futuro. Cuando la máquina falla por mal mantenimiento, enfermamos y nos quejamos, olvidando los abusos pasados. Ahí fallamos, fallamos todos los días.

Fallamos en el amor porque no sabemos amar. Pensamos que el amor es algo que se da espontáneamente, pero fallamos cuando olvidamos que el amor, como cualquier tipo de fuerza o energía, requiere de un disciplinado cuidado. Se ama o no se ama, pero si se ama, hay que entregar el extra, en toda circunstancia, en todo momento. Tenemos el mejor ejemplo en el cuidado y la crianza de los hijos. No se pueden dejar de amar ni un instante, no se puede descuidar el amor hacia ellos ni un solo segundo del día. Esa incondicionalidad que aprendemos cuando hemos tenido que criar a un ser frágil, debemos aplicarla a todo tipo de amor: familiar, relacional, amistoso. El amor no es un objeto de usar y tirar, el amor es la más grande de las fuerzas del universo, y debemos honrarla como se merece. Si fallamos en el amor, fallamos en la vida.

Sí, fallamos a la vida cuando nos alejamos de nuestros sueños, cuando damos por supuesto que ya solo nos queda ir improvisando día tras día hasta que todo termine. Fallamos cada vez que nos alejamos de nuestro propósito vital, sea el que sea, y cuando por pereza o cansancio dejamos de hollar nuestro sendero, olvidando siempre el lazo que nos une a la existencia. Fallamos cuando nos alejamos de nuestra alma, de nuestra consciencia, de nuestro espíritu más profundo, y al hacerlo, nos alejamos, sin darnos cuenta, del misterioso devenir.

Fallamos cada vez que queremos tener la razón por encima de todas las cosas, y sí, tendremos o no razón, pero será lo único que nos quede. Tendremos razón en el hecho de que el otro nos falló, pero nos quedaremos solos con esa razón, porque el otro, ante el injusto o desproporcionado ataque, se marchará. Tendremos siempre razón en todo, pero será una razón que solo nos servirá a nosotros, porque al final de nuestros días, nos quedaremos a solas con ella.

Sí, fallamos en todo, todos los días. Y ahí está nuestra capacidad para volver a empezar. Para pedir disculpas cada vez que fallemos, para perdonar al otro cuando nos falle, para remendar lo roto, para reconstruir los sueños, para volver a empezar, una y otra vez. Sanar no es más que curar las heridas cada vez que fallamos, en lo material, en lo anímico, en lo emocional, en lo mental y en lo espiritual. Fallaremos, una y otra vez, pero podemos sanar, curar, restituir.

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Mi alma tiene prisa


© @byondrej

«Hay personas inolvidables. Y no hay cura.» — Charles Bukowski.

«Mi alma tiene prisa. Conté mis años y descubrí, que tengo menos tiempo para vivir de aquí en adelante que el que viví hasta ahora. Me siento como aquel niño que ganó un paquete de dulces: los primeros los comió con agrado, pero cuando percibió que quedaban pocos, comenzó a saborearlos profundamente. Ya no tengo tiempo para reuniones interminables, donde se discuten estatutos, normas, procedimientos y reglamentos internos, sabiendo que no se va a lograr nada. Ya no tengo tiempo para soportar a personas absurdas que, a pesar de su edad cronológica, no han crecido.

Ya no tengo tiempo para lidiar con mediocridades. No quiero estar en reuniones donde desfilan egos inflados. No tolero a manipuladores y oportunistas. Me molestan los envidiosos, que tratan de desacreditar a los más capaces, para apropiarse de sus lugares, talentos y logros. Las personas no discuten contenidos, apenas los títulos.

Mi tiempo es escaso como para discutir títulos. Quiero la esencia, mi alma tiene prisa. sin muchos dulces en el paquete. Quiero vivir al lado de gente humana, muy humana. Que sepa reír de sus errores. Que no se envanezca con sus triunfos. Que no se considere electa antes de hora. Que no huya de sus responsabilidades. Que defienda la dignidad humana. Y que desee tan sólo andar del lado de la verdad y la honradez.

Lo esencial es lo que hace que la vida valga la pena. Quiero rodearme de gente, que sepa tocar el corazón de las personas. Gente a quien los golpes duros de la vida, le enseñó a crecer con toques suaves en el alma. Sí, tengo prisa por vivir con la intensidad que solo la madurez puede dar. Pretendo no desperdiciar parte alguna de los dulces que me quedan. Estoy segura que serán más exquisitos que los que hasta ahora he comido. Mi meta es llegar al final satisfecha y en paz con mis seres queridos y con mi conciencia. Tenemos dos vidas y la segunda comienza cuando te das cuenta de que solo tienes una».

Mario de Andrade

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Redención


© @gabrielevinci

«Todos mis días he anhelado por igual viajar por el camino correcto y tomar mi propio camino errante». Sigrid Undset

Siempre pensé, como buen soñador, que el mundo podría redimirse. Que el ser humano, en su naturaleza más pura, tenía capacidad de cambiar hacia una consciencia mayor. Me aferro a la redención, a la esperanza, hasta el último instante, hasta el último aliento. Quizás por ello me aferro a la utopía, intento crearlas, intento, a pesar del sufrimiento a veces irracional y gratuito, llevarlas hasta el último extremo. Me ocurre en la vida, me ocurre en el amor.

Es una especie de compromiso con el alma. Sabemos que nuestra naturaleza humana está errada, cargada de errores de fabricación, de piezas estropeadas por millones de años de involución perturbadora. Nuestros antepasados sobrevivieron a todo tipo de maldades, guerras, violaciones, hambrunas, enfermedades. Nosotros somos el resultado de todos esos traumas no sanados, traumas que de alguna manera impregnan nuestra naturaleza, nuestra propia herencia. De ahí nacen nuestra rabia, nuestra inquina, nuestra sinrazón, nuestras noches oscuras.

No importan los escenarios. Lo importante es intentarlo una y otra vez. Cambiamos de vida, cambiamos de trabajo, cambiamos de parejas, pero la esencia es la misma. La batalla no es contra los otros, sino contra nosotros mismos. Cuando descubrimos eso, también descubrimos que la batalla del otro es consigo mismo. De ahí la imaginaria y necesaria necesidad de redención. Redimirnos a nosotros mismos para redimir a su vez la naturaleza humana, y redimir al otro.

Cuando algo fracasa exteriormente es porque algo ha fracasado interiormente. Especialmente la visión errónea de creernos a salvo de todo ese trauma heredado. Lidiar con nuestras imperfecciones y encontrar a alguien capaz de lidiar con las suyas sin salir huyendo quizás sea lo más complejo de todo. He conocido personas felices que provienen de entornos felices que igualmente han padecido el sufrimiento humano. Y de igual manera, he conocido a personas desdichadas e infelices que en algún momento acariciaron la paz. Quizás fue un momento leve, mirando el verde de  una colina, un atardecer, abrazada a un ser querido, en una noche de pasión y afecto, pero ahí estaba la chispa, el anhelo de amor, el deseo de redención y esperanza. Una luz que brilla en todos nuestros caminos, un faro que desea alimentar nuestras vidas hacia un futuro digno y noble.

Debemos siempre perseguir lo que excede a nuestra comprensión. Somos limitados y la tribu, con sus modas y sus desmanes, intenta dirigir nuestras vidas hacia una premisa, hacia un destino común. Nuestro propio camino errante a veces difiere del camino correcto. A veces el dolor y el sufrimiento es la consigna que nos indica que estamos vivos, y que estamos caminando hacia alguna parte. Encerrarnos cobardes en los deseos del camino correcto, del camino que la tribu desea para nosotros, es abocarnos a la insensatez paralizante de huir de nosotros mismos, de nuestro centro, de nuestro corazón. ¿Qué reclama nuestra alma, cual es nuestro secreto deseo?

Estos días pasados he muerto de rabia y desesperación, de dolor y sufrimiento. He sentido una insoportable angustia. Por las noches, desnudo ante la inmensidad del infinito, me miraba, me abrazaba, y deseaba profundamente redimirme. No por mis errores, no por mis frecuentes exigencias inútiles, faltas, tropiezos, omisiones, deslices, o descuidos. La naturaleza humana, cuando se mueve y no se estanca, tiende al error, al caos. Deseaba redimirme para no perder la esperanza. Para seguir adelante en lo bueno y en lo malo. Para seguir soñando a pesar de todo, y seguir abrazando con fuerza la dulce y bella sonrisa de la alborada. No te rindas. No me rindo.

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El alma reclama su propio camino


© @itsreuben

«Mejor que perdonar, es sanar la imaginaria herida, que el imaginario agravio abrió en el herido ego, del aparente yo». Aldous Huxley

¡Ay qué poca cosa somos! El mundo se desmorona, y nosotros tan apegados siempre a nuestros pequeños dolores, dolores que terminan, paradójicamente, convirtiéndose en todo un mundo. Y allí arriba las estrellas colapsan unas con otras, soportando el caos universal, mejorando en lo posible el misterio de las leyes de la termodinámica. Y nosotros viviendo en la queja, en la insoportable levedad de nuestro ridículo ser. Mientras que un poco más allá, no tan lejos, se extinguen especies, se contaminan los mares, se agotan los recursos, se masacra culturas y se aniquilan hermanos contra hermanos en guerras que nunca acaban.

¡Ay que ridículos que somos! Siempre padeciendo por cualquier cosa. Por un mal de amores, como es el caso, por una incertidumbre de ahora qué hacer, sin saber cómo sanar la imaginaria herida de ese imaginario agravio de ese pequeño y risible ego, del aparente yo.

Es cierto, lo admito, no tengo nada que perdonar. Nada me hicieron que no me dejara hacer. Ahora que amar se ha convertido casi en un delito, nada hice contra la nueva ley, esa ley social donde todo lo que es real es mentira, y todo lo que es mentira es real.

Y ahora que admito que ya no tengo nada que perdonar, y que por lo tanto, a mi pequeño ego herido lo puedo mandar a hacer puñetas, me dan ganas de salir al mundo y de buscar algo real, algo de carne y hueso, algo delictivo como es amar. Sí, no sé si porque llevo mucho tiempo durmiendo, algo ha nacido esta mañana, recién levantado, que me empuja a transgredir, a desobedecer el orden establecido, el orden de la mentira.

No sé qué me pasa, que ahora que siento haber vivido una gran mentira, tengo ganas de compensar viviendo una gran verdad. Salir al mundo, a los caminos, enamorarme de nuevo, furtivamente, quebrantando el duelo, sustituyendo la quimera y el disimulo por una gran historia real. Salir y encontrar a alguien que quiera vivir una gran aventura de amor. Alguien lo suficientemente cuerda y verdadera que desee alejarse del mundo mentiroso, que desee abrazar una vida bucólica en las montañas, viviendo en una humilde cabaña, creando una salvaje y filosófica familia. Estoy convencido de que ahí fuera hay alguien que desea vivir la vida buena, la vida feliz, la vida real. Estoy convencido que alguien sin miedo, será capaz de entregarse a la Vida, la Consciencia y el Amor en una nueva primavera humana…

Así que sanaré la imaginaria herida con dosis de realidad. Me lanzaré a cualquier aventura, a cualquier camino, y que sea lo que las estrellas en su maravillosa composición deseen para nosotros. La herida supurará, todo se sanará, el equilibrio se restablecerá, y lo que tenga que suceder, inevitablemente sucederá. Adiós aparente ego, ridículo yo. El alma reclama su propio camino, y a él me debo y me entrego. El camino del loco, que decían los antiguos, me espera. No habrá más duelos, amaré en silencio, como siempre, y dejaré que el sometimiento de la tribu mentirosa no pervierta nunca más mi propio camino…

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Camino hacia la esperanza


Seguimos viajando, hoy ya por tierras de Francia. Anoche de nuevo dormimos tan solo tres horas. Estamos todos completamente agotados, excepto los niños que no paran de jugar unos con otros, ignorando el periplo en el que están participando. No entienden de geopolítica. No entienden de invasiones ni de guerras. Solo juegan. Quizás de mayores recuerden nuestros rostros, el viaje, el exilio, el sentirse refugiados, el sentirse de ninguna parte. Eso es lo que ocurre cuando emigras, o cuando eres hijo de emigrantes. Eso es lo que sientes cuando pierdes de alguna manera todas tus raíces.

Hoy en la comida alguien puso el himno de Ucrania y todos pasaron un mal momento. La anciana del gato se marchó a llorar a una de las furgonetas. Le pedimos perdón por la torpeza. Se removió todo de repente. Lo que parecía una bonita comida compartida en mitad de la nada se convirtió en un momento agrio y complejo, triste, amargo. Tanto sacrificio, toda una vida, para perderlo todo de repente. Empatizo mucho con esa idea. La he vivido muchas veces en mis carnes y es una sensación de vacío tremenda, de pérdida de sentido, de muerte en vida.

Te esfuerzas por construir una vida, un espacio, una intimidad, y de repente todo eso desaparece. Por una guerra, por una ruptura emocional, por una crisis económica, por una enfermedad, por alguna torpeza existencial. La vida se muestra con esa crueldad a veces. Lo veo en los rostros de esta gente. Ahora no tienen nada, excepto su pequeña maleta con cuatro cosas y la esperanza de que todo irá bien en el futuro. Pero ahí está el miedo, la terrible sensación que les acompañará por el resto de sus vidas.

El miedo siempre es paralizante. El camino, los caminos, están llenos de peligros y amenazas. El corazón nos dice una cosa pero la mente recula y nos advierte. No hagas esto, no hagas lo otro, nos dice constantemente. Es paralizante, es su función: ordenar y advertirnos. Esta gente no ha tenido más remedio que salvar sus vidas más allá de salvar sus cosas. Quizás si se hubieran aferrado a las mismas ahora estarían muertos. La vida siempre es más importante. Las cosas se recuperan. La vida no.

Siento algo de pena por todo. Mañana ya no estaré con ellos. Les coges cariño, sientes compasión, brota amor, te vuelves humano y de alguna manera te olvidas de ti mismo para entregarte al otro. En el fondo, la vida, la verdadera vida, es algo parecido a lo que ahora siento. Una gran necesidad de entrega hacia el otro. A otro que no conozco, con el que tan solo hemos compartido un relato épico, un viaje, una salvación, unas horas cansadas de un trayecto agotador e interminable. Me gustaría poder verlos en el futuro y saber cómo les ha ido. Como aquella familia de refugiados sirios que conocí en la isla de Chios y a la que rescatamos de una lancha neumática en mitad de la nada. Nuestra labor fue atenderlas en el puerto, acompañarlas hasta el campo de refugiados, brindarles ese primer apoyo emocional y humano. Nunca olvidaré los rostros de aquellas personas, como nunca olvidaré la sonrisa y el corazón de estos ucranianos.

Esta experiencia, única e irrepetible, me recuerda lo impermanente que es todo. Queremos aferrarnos a la vida pero la vida nos suelta una y otra vez. El miedo, los miedos, nos recuerdan la dureza y los peligros del camino. El amor fortalece nuestra decisión de seguir adelante, a pesar de ellos. Si no hay miedo, hay camino. Si hay camino, hay esperanza. Si hay esperanza, hay vida, mucha vida por vivir. Siempre es así, una y otra vez. Cuando el miedo avanza, la vida se paraliza y muere. Cuando es la esperanza la que aviva nuestro sentir, el camino se abre, la experiencia humana se enriquece, todo se ensancha. Inevitablemente.

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El arte de la huida


© @byondrej
“No te tomes la vida tan en serio, al fin y al cabo, no saldrás vivo de ella”.
– Les Luthiers…

 

En agosto de hace tres años hablaba del “arte de la fuga” y unos meses antes había escrito sobre “la gran huida”. Hoy leía un bonito texto de una persona a la que estimo que habla del arte de la huida y me reconfortaba su lectura por ser tan parecida a mis propias reflexiones sobre este tema, tan recurrente en mi vida. Esta mañana había huido y llevaba días huyendo sin parar por miedo al dolor, por miedo a la pérdida, por miedo a que los sueños más profundos y verdaderos sean aplastados por una realidad incómoda. Luego miré un poco hacia atrás, cuando me tumbé abatido en la pequeña y sanadora biblioteca, y me di cuenta de que mi vida siempre había sido una continua huida. Huida de personas, de relaciones, de lugares, de trabajos, de responsabilidades, de compromisos. Me di cuenta de que, si en algo era especialmente bueno, era en el arte de huir. En huir y en sabotear lo bueno, lo merecido, lo verdadero.

En un par de días me marcho a Ucrania para llevar medicamentos y traer refugiados, pero sé que esta vez no lo hago para salvar vidas, ni para ayudar en algo como otras veces, sino para huir. Huir de mí mismo, huir de mi dolor, huir de mis fracasos, huir de la frustración, de la rabia, de la pena, de la tristeza, del intentar controlar casi de forma paranoica una realidad que no me pertenece, o de la que no me siento merecedor. De ahí la gran frustración de querer abrazar algo dentro del sentir del no merecimiento. ¿Por qué esa manía de no sentirnos merecedores de felicidad?

De lo que más huyo es de la sensación de vacío que produce la escapada libre. Uno de los deportes que más me gustan es el parapente. En el fondo es una huida hacia arriba, hacia lo alto, porque cuando estas volando, estás solo ante el mundo, estás huyendo hacia un imaginario imposible que se traduce en auténtica soledad, en auténtico vacío ante la inmensidad del cielo y las fuerzas de los vientos que te arrastran de un lado para otro siempre en bravío silencio. Volar es como flotar entre dos mundos, sin saber muy bien a cuál de ellos perteneces. Esa es la sensación que siempre me ha acompañado. Y quizás ese sea el motivo por el que un día decidí huir a las montañas. Aquí estoy cerca de lo verde y lo celeste, como entre dos mundos, abrazando el cielo liberador de las mañanas y aterrizando en la tierra doliente por las tardes. Vivir en los bosques, aunque me empeñe en decir lo contrario, es una forma de huir.

Los héroes de la antigüedad realmente eran unos temerosos que huían de su realidad. Les aburría la vida ordinaria y organizaban viajes épicos, auténticas huidas con todo tipo de peligros y purificaciones morales. La épica del héroe es la épica de la huida. Como la épica del hombre ordinario es huir al bar, a echar la partida, a beber una cerveza o un vino y medio borracho, volver a casa olvidando todas sus responsabilidades y compromisos. O huir a las discotecas, al baile, a los centros comerciales, porque esa será nuestra única y gran épica diaria. La otra gran épica, las vacaciones de verano, es aplastante.

De igual manera, el vuelo mágico de los místicos es también una huida. Algo que se contrapone al dominio ascético, a aquello que nos enfrenta a un mundo que nos desagrada. El fuga mundi de los antiguos tenía algo de verdadero y escambroso: adolecer ante el mundo mentiroso, huir de alguna manera hacia lo invisible, saturados de un mundo tangible abominable, cruento, monstruoso.

Mi huida actual sigue siendo psicológica y emocional. No pretende sanar nada porque todo estaba sanado. Requiere, quizás tal vez, restituir lo acordado, abrazar lo abrazado, emprender el sueño y ver hasta dónde llega su profundidad, su compromiso, su lealtad. Es una huida cansada, quizás porque por primera vez, sentí deseos de no huir, de estar ahí, de darlo todo, de entregar en rendición mi vida, en su vida. Ahí viene la gran paradoja. Ahora que no quería huir, como si el universo me ofreciera atrevido esta singularidad, huyo de la propia huida. Como decía el poeta, iré a descansar, al valle de los avasallados, y allí, como no me falta sentido del humor, reiré y reiré. No podemos tomarnos la vida tan en serio. No merece la pena.

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¿Por qué nos cuesta tanto la comunicación directa?


En estos tiempos que corren dónde todo es mentira, las redes, las relaciones, lo virtual, la televisión, a veces hasta nuestras propias vidas, es muy complejo encontrar fórmulas adecuadas de comunicación directa. Los antropólogos nos volvemos locos cuando queremos encontrar un atisbo de verdad. Tan dados que somos a buscar indicadores, los mismos siempre terminan por destripar las entrañas de lo cierto, lo real. Resulta difícil comprometerse con alguien a comunicarte de forma clara y honesta, abierta a la escucha, con respuestas sentidas desde el corazón, con amorosa aceptación y con delicadeza. Es algo de lo más complejo, y al mismo tiempo, cuando se consigue, es algo de lo más liberador y sanador.

Cuando sientes rabia, celos, soberbia, orgullo, dolor, tristeza, sufrimiento, enfado o cualquier otro tipo de emoción, es complejo realizar una autogestión soberana de dichas emociones. De igual forma, es aún más complejo transmitirlas, compartirlas para que no enquisten en futuras enfermedades, de forma prudente y amorosa. Cuando uno está enfadado, es complejo hablar desde la armonía y el autocontrol.

Sin embargo, aunque nos costara, deberíamos buscar espacios de responsabilidad y libertad dónde poder ser francos en cada momento. Si a uno le entra un ataque de celos paranoico, o un enfado monumental por haber sido herido, o cualquier otra cosa que nos pueda molestar del otro, sería maravilloso y fundamental poder encontrar el momento idóneo para expresar a cada momento nuestro sentir sin ser juzgados, sin ser calificados de esto o lo otro. Es difícil buscar la raíz de muchas de nuestras erróneas actitudes, pero puede llegar a ser fácil sanarlas si encontramos el apoyo suficiente.

Esos espacios de seguridad no existen hoy día. Cuando las cosas se enquistan precisamente por la falta de comunicación, todo termina explotando. Pero cuando lo que uno siente se expresa con completa autenticidad, sea lo que sea, las almas se liberan. Todo el problema de la mediación entre dos partes es la falta de escucha sincera. Para que exista escucha deben existir espacios de seguridad, donde sepas que todo lo que puedas decir al otro está en un entorno seguro. Expresar lo que uno siente y ser escuchado con franqueza es lo que evita malentendidos, enredos en las relaciones, búsquedas de huidas hacia adelante.

Si estás enfadado, dilo abiertamente. Si algo te ha molestado, ten la franqueza y la valentía de expresarlo. Siempre con cordialidad, siempre con respeto, siempre desde la libertad de ese espacio seguro de relaciones sanas y fructíferas. Escuchar a un hijo, a un padre, a una pareja, a un amigo, a un familiar, a un conocido, y luego acompañarle sin juzgar.

Si hay franqueza, transparencia y amor, lo que nos dolía desaparecerá. Los dolores del alma, de la mente, de las emociones, desaparecen cuando han tenido la oportunidad de ser expresados, de ser comunicados, de ser sostenidos por un ser querido, de ser sanados desde el cariño y el amor. El oficio de un cura era el de sostener antiguamente “los pecados”, al igual que ahora el oficio de un psicólogo equivale a sostener los problemas diarios de nuestra mente y nuestras emociones.

Nuestras parejas, nuestros hijos, nuestros padres, nuestros amigos, necesitan igualmente ese sostén cuando se sienten vulnerables o heridos, ese acompañamiento desde el amor franco. Necesitan ese silencio, esa escucha, esa empatía, esa delicadeza que damos a una persona que está enferma, entendiendo en esos momentos que la rabia, los celos, el orgullo o el sufrimiento, son enfermedades del alma. Muchas veces, un abrazo sincero bastan para sanarlos. No construyamos relaciones en base a fantasías o relatos mitológicos. Hagamos que la vida real se manifieste en cada instante, en cada momento, con aquellos que están realmente a tu lado.

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