Los miserables


 

He ido muchas veces a Londres, al musical del Sondheim Theatre que tantos años lleva emocionando a todo el que va. Los Miserables, de Víctor Hugo, sigue siendo un referente que explora las injusticias sociales y la desigualdad. La obra es famosa por sus profundas reflexiones sobre el bien y el mal, la justicia y la misericordia, presentando un poderoso mensaje sobre la capacidad humana para el cambio y la compasión.

Cuando hace muchos años hice trabajo social, debí inspirarme en esta obra y terminé especializándome en albergues de acogida, cuarto mundo y personas sin techo. El fenómeno del sinhogarismo es recurrente en mi vida, hasta el punto de que una vez viví una situación peligrosa debido a la pérdida de hogar, viviendo por un instante esa frágil línea de desamparo que puede provocar una crisis o una mala racha. Por suerte, el soporte familiar y la fortaleza psicológica vencieron la situación de riesgo. Pero no todos tienen ese soporte o fortaleza.

Esa experiencia traumática y mi tiempo trabajando con personas de la calle, vagabundos, transeúntes, mendigos, indigentes y sin techo hizo que tiempo más tarde creáramos un albergue y casa de acogida. No estaba especialmente especializado, por falta de recursos, a este fenómeno, pero en la medida que podíamos, dimos cobijo y hogar a mucha gente sin recursos que vivía en la calle o desamparada, o a personas que estaban transitando por un momento delicado y necesitaba esa “familia” o esa “fortaleza” que les ayudara a soportar ese momento traumático o de cambio.

El otro día paseando por Madrid me di de bruces de nuevo con esa realidad de nuestra sociedad miserable. Podríamos decir que los miserables son ellos, por vivir en condiciones infrahumanas, pero no es así. Es la sociedad en su conjunto la que debería, en nombre del estado del bienestar para todos, y no solo para algunos, poder ayudar en momentos de fragilidad a personas que no han tenido las herramientas o el soporte suficiente para transitar una crisis profunda. El pensar que nunca nos va a pasar a nosotros y mirar para otra parte es una posición hipócrita, porque la vida, en todas esas vueltas que da, nunca deja de sorprendernos.

Este fin de semana fuimos a comer a alguna parte mientras aprovechábamos para comprar algunas cosas. Tuve que ausentarme para ir al lavabo y a la vuelta me la encontré llorando. En el sitio había un vagabundo comiendo alguna vianda y ella se cruzó con él, compartiendo la mirada y sintiendo una compasión profunda. La imagen quedó grabada en su retina hasta el punto de que hoy nos despertamos ambos soñando con esa situación, ella con el vagabundo y yo con la casa de acogida.

De nuevo recordaba la gran labor que nuestro humilde proyecto hizo durante diez años a mucha gente y, de nuevo, hoy soñaba con la posibilidad de tener recursos para poder abrir un lugar similar, una casa de acogida, un hogar para aquellos que transitoriamente carecen del mismo. El sueño era esperanzador, pero sobre todo, era reparador, porque, al volver a estar en el bando de los miserables, me sentía con ganas de volver a explorar las injusticias sociales y la desigualdad. Llevar a la acción todo ese discurso espiritual y humanista del que tanto nos llenamos la boca, y dejar de engordar en los recovecos de la miseria humana.

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