El gatopardismo


 

“Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie”. El Gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa

Es el hecho de que algo cambie para que nada cambie. El fracaso de los partidos que vinieron a remover el escenario político ha sido patente con el paso del tiempo. Ciudadanos y Podemos no han sabido aprovechar esa ola de esperanza con la idea de que todo cambiara, a pesar de que han forjado cambios que de otra manera no hubieran sido posible. Tampoco en su día lo consiguieron UCYD, el partido de Rosa Díez, o IU. En verdad eran los mismos lobos con nuevos trajes de cordero.

El gatopardismo, que dirían los de ciencias políticas para entender cómo las aparentes revoluciones políticas solo alteran una pequeña parte superficial de las estructuras de poder, conservando expresamente el elemento esencial de estas estructuras para, de alguna manera, seguir en ellas. Lo hemos visto y lo hemos constatado en primera persona en todas estas décadas de política en nuestro país. Inclusive en las aparentes revoluciones nacionalistas, egoístas y xenófobas, las cuales, lo único que desean es mantener un poder más aislado, más cercano para los suyos, más endogámico y más fácil de corromper sin que otras instituciones superiores puedan tener control sobre ellas. La cosa nostra, que dirían aquellos.

El bochornoso chantaje en el que la política está sucumbiendo en este tiempo no puede seguir siendo alimentado por mucho más tiempo. Un político de altura no puede decir cosas como lo que dijo recientemente Míriam Nogueras, portavoz de Junts, diciendo eso de que «nuestros votos están al servicio de los ciudadanos de Cataluña y de nuestro país, no al suyo ni al del reino«. Esto es el colmo del surrealismo político. Está bien que uno tire para casa y barra para los suyos, pero siempre con elegancia, cortesía y agradecimiento, no con chulería, egoísmo y soberbia (esa patética soberbia nacionalista). Entre otras cosas porque al final todo parece un vacile que tendrá sus consecuencias, como siempre pasa, si seguimos a pies puntillas la inefable ley del péndulo.

Si somos generosos con la política, es verdad que algo han cambiado las cosas. Pero uno nunca sabe, sin entrar en las esencias, si esos cambios han sido para mejor. No sé si vivimos mejor que hace veinte años. Digo veinte años porque es una medida asumible por casi todo el mundo, y porque nadie recuerda ni sabe cómo se vivía hace cien o doscientos años. En todo caso, la degradación de las instituciones ha sido siempre la nota clave de todos los partidos que de una u otra manera. Sean del color que sean, han contribuido a la misma.

El gatopardismo parece que se expande, se dilata, apremia. Las aparentes revoluciones solo pretenden cambiar lo epidérmico. Su discurso parece revolucionario, pero no lo es tanto cuando lo único que se persigue es estar en la silla, cambiar una aristocracia por otra y perpetuar un reinado de privilegios y honores difícilmente digerible.

Nosotros, el populacho de a pie, casi todo esto nos da igual. Votamos porque dicen que votemos, porque es importante para la democracia. Luego vemos la tele, nos embriagan con cotilleos que a nadie le importa y todos tan tranquilos. La tele es la mayor fábrica de borreguismo que existe. Lo dicen abiertamente: es para entreteneros. Mientras estemos entretenidos viendo a unos y a otros en ese gran hermano en el que se ha convertido, estaremos tranquilos y no pensaremos en ningún gatopardo de turno. Lo veremos todo como un espectáculo más, y por lo tanto, no le daremos la fuerza y la seriedad que se merece… ¡¡Ay gatopardo!!!! ¡Cuántas revoluciones más tendremos que padecer para que todo siga igual!

 

 

 

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