Supongamos que todo fuera mentira, que fueran cuentos, incluso que el jamón está bueno


Yo no sé muchas cosas, es verdad. Digo tan sólo lo que he visto. Y he visto: que la cuna del hombre la mecen con cuentos, que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos, que el llanto del hombre lo taponan en cuentos, que los huesos del hombre los entierran con cuentos… y que el miedo del hombre… ha inventado todos los cuentos. Yo sé muy pocas cosas, es verdad. Pero me han dormido con todos los cuentos… y sé todos los cuentos. Pero yo no quiero cuentos… No me contéis más cuentos. León Felipe

Después de los excesos de la Semana Santa, vayamos al grano y supongamos que todo fuera mentira, inclusive la Semana Santa. Que María no fuera concebida por el Espíritu Santo, sino que, como decía el filósofo griego Celso, cometió adulterio con un legionario romano llamado Tiberio Julio Abdes Pantera y que, por ese mismo adulterio, tuvieran que abandonar Galilea y marcharse deshonrados a Egipto, naciendo el niño exiliado en un pobre portal de Belén. Supongamos que María se inventara esa historia alucinatoria divina y traumatizara al niño Jesús. Supongamos que ante el rechazo de sus congéneres que lo veían como hijo de adúltera, el niño quisiera llamar la atención y en la incipiente madurez, también inventara que fuera hijo de Dios y, por ende, el mesías esperado.

Supongamos que solo por ese motivo, y en honor al legionario romano, la sede de la religión cristiana estuviera en Roma y no en Israel, de donde era Jesús, algo así como un guiño a la historia no contada. Supongamos por un momento que Jesús no era un santo, sino un hechicero o un charlatán, como nos dice el Talmud, y que su verdadero nombre fuera Ben Stada, o Yeshu Ben Pantera, hijo del legionario romano. ¡Ay esos judíos malicientes que siempre buscaron el descrédito de los inocentes y primitivos cristianos!

Supongamos que Jesús no resucitó y fue a los cielos al tercer día, si no que, como nos dice el Toledoth Yeshu, un jardinero lo sacó de la tumba, lo llevó a su jardín y lo enterró en la arena sobre la cual corrían las aguas para esconderlo de la secta de los nazarenos y sus fanáticos seguidores.

Supongamos de paso que el cruel Yahvé de la Biblia no fuera un dios, sino un despiadado ingeniero espacial que nos creó “in vitro” a su imagen y semejanza para cultivar una peculiar granja espacial. Hasta que un día nos dejó a nuestra suerte, abandonó el planeta-granja y no volvió más porque, por decir algo, su raza extraterrena se extinguió hace miles de años debido al cambio climático de su planeta producido por la sobreingesta de carne y el uso indebido de combustibles fósiles. Supongamos que el dios de los judíos fuera un granjero espacial que cuidaba de su rebaño, de los corderos de Dios, e inventara eso del korbán para saciar sus apetitos. ¡Ups!

De ahí que Dios, o los dioses, dejaran de hablarnos desde que tenemos uso de razón, y como es arriba es abajo, nosotros repitamos la historia. Mirando como un león se come a un ciervo o un ser humano a un tierno e inocente cordero o ternero, solo podemos pensar que el dios que creó este mundo era un sádico sediento de sangre y vísceras. De ahí que luego surgieran sectas como la de los nazarenos o los esenios o los pitagóricos que aborrecieran la ingesta de carne, por decir algo, y fueran despreciados como herejes y uno de ellos, Jesús, hablara de amor y no de sacrificios. Qué cosas.

Supongamos de paso que todo lo que hemos creído, desde la fe y la ciencia, hasta ahora, fuera mentira. Y que toda nuestra limitada visión de las cosas no nos ayudara a tener una amplia respuesta sobre las verdades de la existencia, y por lo tanto, una visión crítica sobre la vida y sus procesos. Si los dioses hacían sacrificios de sangre y nos crearon a su imagen y semejanza, ¿por qué no hacerlo nosotros, por decir algo, todos los días en nuestra propia cocina? ¿Para qué no revelarnos a cual Lucifer o Prometeo? ¿Por qué seguimos comiendo carne y sangre, por decir algo?

Supongamos de igual manera que nuestra ridícula vida se hubiera fraguado con todas estas mentiras, añadidas a las mentiras de la identidad cultural, gastronómica o política, idiomática, religiosa o de cualquier otra índole o ideología de turno. Que todo lo que somos fuera producto de esa gran mentira-proyección-creencia y que todo lo que hemos hecho hasta ahora careciera de significado o valor ninguno, incluyendo en ello el amor a las patrias y las naciones, al hecho diferencial y a las guerras, producidas por ese amor irracional y patricida hacia un trozo de tierra.

Supongamos, como tan sabiamente nos decía León Felipe, que todo fueran cuentos, y que nuestra vida fuera un cuento. ¿Qué hacer? ¿Qué pensar? ¿En qué creer? ¿Podré comer jamoncito o beber vino o rezar al granjero mientras alzamos una gran bandera patria? Supongamos que, siendo esa la auténtica verdad, nos diera absolutamente igual, y siguiéramos alegres con la misma cantinela, afirmando interiormente que todo da igual si al final del túnel, no hay luz, sino eterna oscuridad y silencio, y que por lo tanto, que me quiten lo bailao, que el jamoncito y el vinito están de muerte y que si los dioses eran como Baco, porqué nosotros íbamos a ser menos, por decir algo.

Supongamos que vamos tirando con ello, sin mayor estupor, para que, aunque sea epidérmicamente, las grandes verdades no sucumban con nuestra endeble psicología. Supervivencia pura y dura, aunque toda ella esté basada en cuentos de nación, creencias, ideologías, cultura o religión. Sea como sea, a nadie le importa, que diría aquel, y quizás lo mejor sea que las creencias, sean del tipo que sean, nuestras mentiras, terminen en lo oculto, en lo privado, sin necesidad de alzar bandera alguna, ni religión alguna, ni identidad ninguna, no sea que algún día, la humanidad despierte y nos tomen por mentirosos, mentecatos o criminales devoradores de carne y sangre. O, como es arriba es abajo, terminemos como nuestros dioses granjeros, extintos.

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