Los dardos de la belleza


 

 

Paré en una plaza que desconocía, gracias a esa necesidad que a veces uno tiene de perderse por las vicisitudes de la vida. Me quedé un rato observando mientras tomaba un café acompañado de una napolitana. A pesar de estar en el mismo centro de la gran ciudad, allí parecía que el tiempo era otro, y la simpleza de la existencia, un profundo respirar genuino.

Hacía un rato había estado en esa maravillosa casa que tanto me recuerda a las emblemáticas moradas helvéticas o germanas. Toda esa madera, toda esa elegancia, y ese olor tan peculiar que me trasladan a antiguas reminiscencias. De alguna manera es como si siempre hubiera estado allí, o como si una parte de mí, o de algún gran ser mayor a mi percepción, hubieran habitado en esas amplias estancias. En frente está el Centro de Investigaciones Científicas, lo cual me acuna aún más en esa añoranza por no haber podido explorar aún más el mundo académico. Algo que me hace estar perdido, desorientado, especialmente después de tanto esfuerzo investigador, pero que me anima a buscar tiempo allí donde no hay para intentar meter, a cual curioso en un ancho cosmos, un trozo de cabeza y corazón. En todo caso, fue hermoso pasar un breve tiempo en ese hogar junto al buen amigo, para seguir explorando la edición de Tomás, apodado el incrédulo por algunos.

Esperaba en la cafetería porque teníamos, antes del encuentro en la Ecclesia, una reunión de acción política con los consejeros escolares, grupo al cual pertenezco. No sé si ser doctor sirve de algo, pero me gusta ser útil allí donde exista una necesidad, y ser consejero de un instituto de secundaria es una forma de sentirme próximo a esa añoranza académica. Así que entre la casa helvética y la cafetería tuve tiempo para el café, la reunión virtual y el encuentro místico con artistas en aquel rincón perdido de María Santísima.

En el encuentro, casi secreto y entre santos y música, había gente famosa, conocidos e ilustres artistas y académicos, y el grupo de los anónimos, que disfrutábamos invisibles del colegio de los caballeros de Dios, los caballeros consagrados, o los caballeros Kadosh, que dirían los ilustres. De entre ellos, había uno que en su turno recitó sentidamente un poema de memoria, que hacía alago a los dardos de la belleza. Quedé embelesado mientras escuchaba, entre órganos y corazones ardientes, los versos radiantes. Entre los asistentes se coló un frailecillo, guardián supremo de aquel templo que nadie conoce, pero que convive en el centro de la ciudad con el ruido de los coches y el trinar de los pájaros primaverales. El monje fraile nos miraba con estupor, mitad asombro, mitad miedo, por no entender lo que allí se estaba conjurando en nombre e in honorem de Mariae Magdalenae.

Hablamos de lo necesario del sacrificio, del compartir, del consagrar, de la luz y la consciencia y del requerimiento casi divino de sentirnos vivos. No pude asistir al ágape, porque me doy cuenta de que la vida pasa rápida y no llego a todas partes, así que volví, descarbonizado en el silencioso eléctrico, escuchando música, adentrándome en la oscuridad de la Sierra Oeste, ya de noche, observando, cuarto creciente invicto, en silencio interior, los dardos de la belleza. Qué sublime la vida. Qué sublime el amor hacia todas las cosas y todos los seres sintientes. Incluso ese instante en el que esta mañana, mientras colocábamos los libros recién llegados de Vicente Merlo, la perra Aura (Auritxuqui de Calcutini) posaba inocente mirando, como a ella le gusta tanto, hacia ninguna parte. O cuando esta mañana desayunábamos por puro placer en esa hermosa cafetería mientras hablábamos de lo humano (las inseguridades) y lo divino (las esperanzas). Miraba su hermosa cabellera negra y me decía: benditos dardos de la belleza.

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