Volver a Dios, volver a lo sagrado


Celebración de Imbolc en el hermoso ashram de San Martín de Valdeiglesias

Estos días tuve la suerte de estar bien acompañado. Empecé la semana con una clase de yoga que me reconectó con aquellas prácticas matutinas y vespertinas que hacíamos allá en los bosques. Aquí donde ahora vivo hay una actividad enorme de personas que, especialmente en la pandemia, decidieron venir a vivir un poco lejos de la ciudad, rodeados de naturaleza, experimentando un tipo de vida algo más alternativa y alejados de los que algunos ya consideran las “ciudades-prisión”.

Al día siguiente tuve la oportunidad de comer con uno de los promotores y maestros de los centros de yoga Sivananda, recordando con ello su hermoso lema: “Sirve, ama, da, purifica, medita, realízate”. Compartíamos amistad atendiendo al principio necesario de que el ser humano solo es completo gracias al «otro». Dicen los místicos que esto es algo que se descubre con la tercera iniciación, tras traspasar los límites del yo y observar con asombro que ese pequeño «yo» no existe.

Al día siguiente tuvimos la suerte de disfrutar del padre Laurence Freeman, presidente de la Comunidad mundial para la meditación cristiana, en la universidad de Comillas cuyo salón de actos estaba precedido por su hermoso lema: “compromiso, co-razón, comunidad”. Claro que sí, “somos personas, queremos ser personas”. Es hermoso como Occidente, al menos una parte de la religión cristiana, cuando se mira al espejo de Oriente y adopta terminologías y prácticas de Oriente como la “meditación”, de alguna manera está reconectando con sus principios, con su esencia, con aquello que hacían y practicaban los padres del desierto y que ahora, de alguna manera, se ha perdido.

Las tres dimensiones de la religión de las que nos habló Freeman, la institucional, el estudio y la mística deben reorganizarse de nuevo para que en un mundo tan superficial como el nuestro, la mística cobre un nuevo sentido, una nueva dimensión. El pesimismo cultural y espiritual requiere de un cambio profundo de perspectiva, de paradigma, de visión. La esencia de la humanidad son las relaciones, “amor es relación”, como compartía con el amigo Ramiro Calle, y debemos volver a ello. Este mundo individualista y egoísta en el que nos movemos, donde lo importante es el “yo”, olvidando el “nosotros” por completo, debe revertirse. Y para ello, la espiritualidad, la mística compartida, el compromiso, el corazón y la comunidad, jugarán un papel importante en el futuro. El propósito de la humanidad es divinizarnos, nos decía Freeman, y eso solo es posible mediante el otro.

Al día siguiente tuve una anécdota muy divertida. Recibí la invitación de una fundación para asistir a un evento privado. Por un momento creí que se trataba de la fundación de una amiga, Mirta, y pensé que sería buena excusa para ir a saludarla. Llegué hasta el lugar, un edificio señorial en la Castellana, donde nos recibió el servicio de la casa y nos llevó a uno de sus grandes salones. Alguien me preguntó cómo había conocido el lugar y dije con toda la calma del mundo que gracias a Mirta, mi amiga. La persona que me preguntó afirmó con alegría que ella también conocía el lugar por Mirta. Ambos nos alegramos hasta que llegaron los anfitriones de la casa, un conocido economista con puestos directivos en el Banco Mundial y el FMI y su esposa, de nombre Mirta. Pero esta Mirta no era mi Mirta, así que cuando conté en el ágape la anécdota, todos reíamos por las casualidades. Las mismas que me llevaron hasta allí de casualidad y descubrir que ese importante economista de prestigio mundial que nos recibía a un reducido grupo de privilegiadas personas practica la fe bahá’í, la misma que había conocido hacía años en Barcelona y la misma que fui a visitar en Israel hace un tiempo. Y en ese lugar, desde las élites, se hablaba de cambiar el mundo, de crear un mundo mejor, y también, por qué no decirlo, más espiritual.

Al día siguiente asistí a un encuentro del amigo Emilio Carrillo con el que escribí el libro “La Gestión del Misterio”. Tuve la suerte de sentarme junto a Enrique de Vicente, con el cual participé en uno de los encuentros Eleusinos (el XXX)  que nuestro amigo común, Sánchez Dragó, organizó hace unos años en Segovia. Compartimos cartel, yo hablando sobre utopías y él sobre pandemia. Tuvimos tiempo de recordar viejos tiempos y viejos amigos comunes, sobre todo y con especial cariño al no tan conocido ufólogo Ignacio Darnaude, Chachi para los amigos, el cual conocí a los quince años de edad, cuando era un criajo y empezaba a interesarme por los hermanos del cosmos, los elohim, esos que con diferentes nombres, casi todas las tradiciones describen como nuestros creadores, nuestros dioses. Emilio expuso como siempre majestuosamente su charla, y de todo ello, me quedé con una pequeña frase: la necesidad de volver a Dios.

Y eso hice ayer mismo, en un pequeño Asrham que la GFU tiene aquí cerca, asistiendo a un ritual de celebración de Imbolc, y de paso saludar a uno de sus más antiguos ancianos, José Luis, el cual conocí allá por el año 2005, cuando de repente desperté al “nosotros” después de muchos años de voluntaria travesía en el desierto. Fue en esos años cuando me encontré con lo “grupal”, con cierta comunidad espiritual que, cada uno a su manera, deseaba alejarse de las raíces de la desconexión con Dios, con lo sagrado del ser humano, con esa ciega secularización racional que tanto nos aleja de nosotros mismos, pero, sobre todo, de nuestra esencia real.

¡Ay cuantas cosas se han despertado en mí en este pequeño maratón espiritual! ¡Cuántos anhelos! ¡Cuantos deseos de volver a esa pequeña cabaña en el bosque y abrir un lugar para que todos, de alguna manera, puedan disfrutar del “nosotros”, de lo sagrado, de la meditación, el estudio y el servicio que allí se ofrecía! ¡Ay si yo fuera rico, cuantas cosas obraría!

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